El domingo pasado, en todos los pueblos y ciudades de España, celebramos la fiesta del Corpus, y se hicieron procesiones por sus calles acompañando al Cuerpo de Cristo, adorando a Cristo, manifestando la fe del pueblo, todavía cristiano, en el Señor y Salvador de los hombres, Amor de los amores. Con este gesto, con esta procesión religiosa, que no cívica ni cultural, continuidad y prolongación de la Eucaristía, miles y miles, millones de ciudadanos dijeron: “Dios está aquí”. Ante Dios se arrodillaron, le adoraron; no se postraron ante los poderes de este mundo.
No se puede olvidar que la Eucaristía expresa un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura, en un “proyecto” de vida y de sociedad, que “aparece ya en el sentido mismo de la palabra ‘eucaristía’: acción de gracias. El modo de ser de Jesucristo es el del amor y la misericordia: amor a los pobres, a los excluidos, a los que se encuentran en las periferias existenciales y en los que son dominados y utilizados por los poderes de este mundo, so pretexto de ayuda, pero dominados y esclavizados por el engaño y la mentira. En Jesús, en su sacrificio, en su ‘sí’ incondicional a la voluntad del Padre, está el ‘sí’, el ‘gracias’, el ‘amén’, de toda la humanidad. La Iglesia está llamada a recordar a los hombres esta gran verdad. Es urgente hacerlo sobre todo en nuestra cultura secularizada, que respira el olvido de Dios y cultiva la vana autosuficiencia del hombre. Encarnar el proyecto eucarístico en la vida cotidiana, donde se trabaja y se vive -en la familia, en la escuela, en la fábrica y en las diversas condiciones de vida-, significa, además, testimoniar que la realidad humana no se justifica sin referencia al Creador: ‘Sin el Creador la criatura se diluye’. Esto es lo que destruye la ideología más insidiosa y destructora de humanidad de toda la historia universal que es la ideología de género que tratan de imponernos poderes mundiales más o menos solapadamente en todo el mundo con legislaciones inicuas que no hay que obedecer, también en nuestra Comunidad humana que es España.
La referencia del hombre al Creador y a su dependencia de Dios nos obliga a sentir el gozo inmenso de ser una criatura amada por Dios, defendida por Dios, de Dios mismo, creada y salvada por Él, y por eso capaz de amar y de vivir amando y entregando la vida por los otros, como nuestro Señor, presente en la Eucaristía. Esto nos lleva a un continuo ‘dar gracias’ -justamente a una actitud eucarística- por todo lo que tenemos y somos, no perjudica la legítima autonomía de las realidades terrenas, sino que las sitúa en su auténtico fundamento, marcando al mismo tiempo sus propios límites.
Que nadie tema ni vea en la Iglesia y la fe cristiana, que se hacen y se alimentan, que crecen y viven por la Eucaristía, ninguna amenaza a la justa autonomía de lo terreno y a la justa y sana laicidad. Pero, precisamente por servicio al mundo, a los hombres y a su propio desarrollo, nunca podremos ni deberemos dejar de ser consecuentes con la presencia de Cristo en el mundo que entraña la Eucaristía; por ello no podemos someternos a una mentalidad inspirada en el laicismo, tampoco en la ideología de género, ambas ideologías llevan gradualmente, de forma más o menos consciente, pero certera, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública” (Juan Pablo II, Discurso a los Obispos.. 2005, 4).
Esto, además, de no formar “parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla”, es que, además, contradice la verdad del hombre y el misterio de la fe, es decir, el misterio de la Eucaristía, centro de nuestra vida, que es presencia salvadora de Cristo en la historia que afecta al hombre entero, a lo que es fundamental en su vida, a todo lo que es la vida del hombre, entre otros aspectos a su libertad, más aún a la libertad religiosa, que cuando se cercena, priva al hombre de algo fundamental. Siempre la Eucaristía, desde los primeros momentos, fue signo de esa libertad, de una ‘cultura de libertad’, y de ese afectar a todo lo humano en sus dimensiones más fundamentales, por ser presencia real y viva del Salvador y Redentor, y participación en ella.
Los cristianos estamos llamados y urgidos a comprometernos “a dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta, no en el anonimato ni en la clandestinidad. La ‘cultura de la Eucaristía’ promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la auténtica autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede fomentar incluso actitudes de intolerancia. Si bien no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes…, esto no se debe a las raíces cristianas -que siempre son y serán eucarísticas, sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias raíces -con la Eucaristía. “Quien aprende a decir ‘gracias’ como lo hizo Cristo en la Cruz, podrá ser un mártir, pero nunca un torturador” (Juan Pablo II), mártir del Amor de los Amores, mártir apasionado por el hombre, por el pobre, por el excluido, por el manipulado, por el que pertenece a tantas periferias existenciales como fabricamos los hombres, los poderes de este mundo, las ideologías que van contra el hombre, a las que les peguntamos ¿dónde está el hombre, dónde lo habéis arrojado, dónde podemos encontrar a nuestro hermano?