Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular
El camino de la Cuaresma, que nos prepara la Pascua, se inicia con el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que va iluminado por las palabras que lo acompañan: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás”, o bien: “Convertíos y creed en el Evangelio”.
El símbolo de la ceniza nos recuerda el origen del hombre: “Dios formó al hombre con polvo de la tierra”. En este sentido, la ceniza representa, pues, la conciencia de la fragilidad o nada de la creatura con respecto al Creador, que nos lleva a todos a asumir una actitud de humildad: “Polvo y ceniza son los hombres”.
Este ritual de imposición de la ceniza se celebra desde el siglo XI, aunque es un signo penitencial que ya encontramos en el Antiguo Testamento.
Antropológicamente, se trata de un signo muy potente: Muchas personas, incluso poco religiosas, intuyen que es una oportunidad de comenzar de nuevo, con una idea muy realista y contracultural: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. El Catecismo de la Iglesia Católica define la ceniza como un “sacramental”, es decir, un “signo que no confiere la gracia como los sacramentos, pero prepara a recibirla y dispone a cooperar con ella”.
Las cenizas cumplen en nuestra vida cristiana un importante papel de signo sacramental: Evocan a la vez la fragilidad del hombre, y son señal de penitencia y dolor de los pecados. No es que se utilicen demasiado, solo el “miércoles de ceniza” con el que se inicia la Cuaresma, pero aun así puede decirse que es uno de los signos cuyo valor penitencial permanece más arraigado, incluso en nuestra época.
Tal vez no haya más desoladora imagen de la fragilidad y la fugacidad de la vida que una urna cineraria con las cenizas de un ser querido. Y, depositada ante el altar en las exequias, no hay mayor demostración de abandono. Del abandono que es, debe ser, acaba siendo, la existencia del hombre cuando se desgonza definitivamente en las manos de un ser superior, del Dios en quien se cree.
En la cultura bíblica, la ceniza constituye un signo que expresa la precariedad de la vida. Eso significaba el hecho de que sin Dios, no tenemos vida. Si nos falta Dios, a causa de nuestras propias faltas, entonces somos como ceniza; es decir, el ser humano, privado del Espíritu es solo materia que, eventualmente, deja de vivir.
Además, la ceniza es signo del arrepentimiento y de penitencia: “Cambiemos nuestro vestido por la ceniza y el cilicio; ayunemos y lloremos delante del Señor, porque nuestro Dios es compasivo y misericordioso para perdonar nuestros pecados”.
En los primeros siglos se utilizó este gesto por los cristianos culpables de pecados graves que querían recibir la reconciliación al final de la Cuaresma. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza, que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. En el siglo XI, desaparecida ya la penitencia pública, se vio que el gesto de la ceniza era bueno para todos, y así, al comienzo de este período litúrgico, este rito se empezó a realizar para todos los cristianos, de modo que toda la comunidad se reconocía pecadora, dispuesta a emprender el camino de la conversión cuaresmal.
El “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia” nos explica mejor este símbolo: “El gesto de cubrirse con ceniza tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. Lejos de ser un gesto puramente exterior, la Iglesia lo ha conservado como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal. Se debe ayudar a los fieles, a que capten el significado interior que tiene este gesto, que abre a la conversión y al esfuerzo de la renovación pascual”.
Ante la ceniza uno recuerda unos versos de Francisco de Quevedo. “Alma a quien todo un Dios prisión ha sido/, venas que humor a tanto fuego han dado/, médulas que han gloriosamente ardido/, su cuerpo dejará, no su cuidado/; serán ceniza, mas tendrá sentido/; polvo serán, mas polvo enamorado.
Ceniza enamorada. “En la tarde de la vida te examinarán en el amor”, dijo san Juan de la Cruz. Y como la tarde de la vida no es otra cosa que el morir, toda despedida definitiva, la de uno y la de los demás, es una vivencia de amor, un examen de amor.
Mézclense con lo que se quiera, tristeza, dolor, incomprensión, rebeldía, impotencia, hasta odio o falta de perdón, todos los sentimientos que desata el tsunami de la muerte tocan la raíz honda que define la condición humana, que es el amor. Llorar por un ser que ha muerto es, siempre, un llanto de amor.
La muerte es derribamiento. Pero no es el final del camino, no es el fracaso. Es la culminación de la vida, y toda culminación es plenitud aunque implique agotamiento y terminación. La muerte es implosión. Al morir nos derrumbamos sobre nuestro propio centro que es Dios. No somos polvo, ceniza, nada (“pulvis, cinis, nihil”), que leímos una vez como epitafio de una tumba sin nombre en una iglesia romana. Vivimos y morimos amenazados de Resurrección. Somos semilla de eternidad. Somos ceniza sí, pero ceniza enamorada.