Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular
Su apariencia en la cima de algún montecillo es inconfundible. Los sencillos “vía crucis” rurales estaban al alcance de cualquier iniciativa y son muy numerosos también en Castilla, Andalucía y nuestro Levante.
Con ese peculiar aire de familia, hasta los más modestos, recónditos o en ruinas resultan sugerentes. Desde la perspectiva actual, se relacionan con una práctica piadosa y solo se aprecian como obras de arte popular o como escenario en las procesiones de Cuaresma y Semana Santa.
Hay que tener en cuenta que hace cuatro siglos, cuando se popularizaron, la sociedad estaba envuelta en el fenómeno religioso y las advocaciones, santos protectores, oraciones, etc. surgían como respuesta a las grandes preocupaciones sociales. Son una manifestación de la creatividad religiosa de la época barroca, pero tienen mucho que ver con las guerras y las penurias de los siglos XVI y XVII.
Una de las aspiraciones que perseguían estos “calvarios” o “vía crucis” de forma más clara era componer un espacio ilusorio, una recreación de los Santos Lugares apoyada en algunos elementos físicos o topográficos.
A mediados del siglo XVI, el fraile franciscano Antonio de Aranda (1534) apuntaba que Italia, Francia, Flandes y Alemania no eran tan semejantes a Tierra Santa como España, que se parecía a aquella “en el cultivo del trigo y la cebada, las viñas, los arboles, el modo de arar y trillar, y ser una tierra en algunos sitios llana y en otros montañosa”. Para imitar el paraje donde Jesucristo había sido crucificado, muchas localidades de Europa colocaron cruces y oratorios con representaciones más o menos sofisticadas en cerros próximos. El punto elevado añadía verosimilitud al Calvario. Esta remota intención topomimética es importante para interpretar los “calvarios”, ya que la geografía pudo favorecer su éxito.
Al mismo tiempo, las estrategias eclesiásticas derivadas del concilio de Trento y de la lucha contra el avance protestante alentaron ciertas formas de religiosidad, como este rezo. Se produjo una gran expansión de las Órdenes Religiosas, en particular de la de franciscanos (guardianes en Jerusalén), que con su visión popular de la evangelización fueron los grandes difusores de la devoción a la Cruz. A partir de cierto momento, orar en sus “vía crucis” proporcionó los mismos beneficios espirituales e indulgencias que la peregrinación a Jerusalén, evitando a los fieles el costoso y difícil viaje. En este contexto se sitúa el germen de los “calvarios”.
La peregrinación a Tierra Santa tiene sus orígenes en el siglo IV, durante el gobierno de Constantino, cuando se santificaron basílicas y templos y se establecieron los primeros circuitos de culto. Sin embargo, los problemas políticos, religiosos y militares que enfrentaban a Oriente y Occidente interrumpieron en muchos momentos la libertad de viajar a Jerusalén. La caída de Constantinopla en 1453 puso fin al Imperio bizantino y a toda pretensión de los reinos europeos sobre la zona, y las peregrinaciones desaparecieron definitivamente. Estas dificultades favorecieron la recreación, por toda Europa, de la Pasión de Cristo. Para que el devoto pudiera repetir y recordar el camino del Calvario, los pasos y sufrimientos se reconstruían en el interior de las iglesias o en las proximidades de poblaciones y conventos. Esa aspiración fue plasmada por primera vez en Europa en el siglo V, en el monasterio de san Esteban, en Bolonia. Y a partir del siglo IX, en muchos países se construyeron iglesias del Santo Sepulcro. La Pasión fue narrada en pinturas y esculturas, cada vez con mayor patetismo. Relacionados con esta nueva tendencia, surgieron rezos como el rosario o las misas de las cinco llagas, y la veneración a la Virgen de la Piedad o la Verónica. Una oración muy difundida en Alemania, Holanda y Bélgica desde el siglo XV fue la de la caída de Cristo, que se reprodujo en capillas, pilastras, esculturas y bajorrelieves. Uno de los ejemplos más relevantes es la serie de esculturas conocidas como “las siete caídas”, obra de Adam Kraft en 1468, en Nuremberg; y son notables los de Lubeck (1493), Nordlingen (1474), Berlin (1484) o Hoschstat (1490). En estos países arraigo la costumbre, que había nacido en Roma, de visitar el Viernes Santo siete o nueve iglesias en recuerdo de las paradas dolorosas de Cristo.
Fueron muy importantes los “calvaires” de la Bretaña francesa, fundados en el siglo XVI, que representaban la crucifixión con muchos personajes, apóstoles y santos, colocados en pleno campo. Se conservan los de Pleyben, Guimaliau y el de Plougastel-Daoulas, el más espectacular, compuesto por ciento cincuenta personajes esculpidos en tamaño natural.
En Italia estos conjuntos escultóricos reciben el nombre de “Sacri Monti” (montaña sagrada). Se construyeron en las regiones del Piamonte y Lombardía, y casi todos fueron ideados por padres franciscanos. La primera fundación fue la de Bernardino Caimi en Varallo, en 1486.
Capillas y naturaleza forman un conjunto armónico en el que los elementos simbólicos tienen una pretensión espiritual deliberada. Por otra parte están nuestros “calvarios” que guardan algunas similitudes con la metáfora paisajística que encierran estos rincones.
En los “calvarios”, más monumentales, las estaciones están representadas por capillas o pequeñas ermitas con hermosos retablos cerámicos. También se da el caso, en que conviven capillas en unas cuantas estaciones y peirones en el resto. Hay que recordar que las estaciones son catorce, pero el número de columnas o peirones a veces es menor. Las últimas escenas pueden estar reunidas en la ermita final o en capillas intermedias que sustituyen a uno o más peirones.
Los peirones, o las capillas, dibujan trazados diversos. Puede ser un zigzag en una ladera empinada o lazadas que ascienden suavizadas por terrazas; una rampa, con estaciones alternas a cada lado; un camino que ya existía hacia ermitas o cementerios.
Los cipreses y diversas especies vegetales fueron incorporados posteriormente con una intención espiritual: indicar el camino a la vida eterna. Es claro que ciertos “calvarios” tenían el propósito de conmover y suscitar emociones. Desde este punto de vista estético, hay autores que advierten la influencia que un “magnifico panorama” puede provocar en las sensaciones interiores.
El propósito de estas líneas es, sobre todo, expresar la sorpresa y la fascinación que despiertan los “calvarios” de nuestros pueblos, los más monumentales y los que pasan inadvertidos en pequeñas comunidades. Y también, como consecuencia, llamar la atención sobre la nula protección patrimonial que sufren. Son testimonios de piedra y de fe que nos han legado nuestros antepasados. ¿De quién es la propiedad de estos “calvarios”? Las raíces que los han nutrido son religiosas, pero no se comprende su pervivencia sin reconocer que tienen un gran significado social amplio.
Han sido diseñados para rememorar el sufrimiento y la muerte, y con la muerte la Resurrección. Ellos se impregnaron de la belleza del panorama que dominaban, de su vegetación, del sinuoso itinerario o de fuentes y construcciones. Fueron en muchos casos los primeros parques o jardines públicos, espacios para el paseo, la conversación o la lectura.
En este tiempo cuaresmal, como contemplación mística desde la oración pasional, estos “calvarios” de nuestros pueblos son un hermoso marco para ello. Casi todos ellos son seductores y comparten la cualidad del silencio.