Siempre quiero estar cerca de todos vosotros, los enfermos, pero, con motivo de la Jornada Mundial del Enfermo, deseo aproximarme más a todos los de nuestra Archidiócesis de Valencia para intentar llevar a vuestras vidas la cercanía que Nuestro Señor Jesucristo tiene con todos vosotros. Nos lo manifestó de diversas maneras en esta historia: “recorría Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 4, 23). La Iglesia, que tiene el mandato del Señor de prolongar en el espacio y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender la evangelización y el cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. Quisiera que todos los enfermos, sus familias y quienes estáis al servicio de ellos, vivieseis con la certeza y la seguridad de que Dios quiere curar a todo hombre y que, en el Evangelio, la curación del cuerpo es signo de la sanación más profunda como es la remisión de los pecados (cf. Mc 2, 1-12). Dios se acerca al hombre para sanar, curar y salvar su vida.
Sacramento de la Unción
En este Año de la Fe quiero subrayar el vínculo que existe entre los enfermos y los sacerdotes. Ese vínculo se contempla de una manera especial en el sacramento de la Unción que, como todo sacramento, es un encuentro del hombre con Cristo. En este sacramento descubrimos la profundidad a la que llega el papel activo de los enfermos y la “complicidad” que se da entre ellos y el sacerdote. El Apóstol Santiago nos lo dice: “el que esté enfermo, llame a los presbíteros” (St 5, 14). ¡Qué dos tareas más grandes! Llamar y responder. El enfermo llama a los presbíteros y los presbíteros acuden y responden a esa llamada para atraer, sobre la experiencia de la enfermedad de quien la padece, la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Toda la Iglesia tiene que descubrir la importancia de la atención de los enfermos, cuyo valor es incalculable, de hacer bien al enfermo, a su familia, a la comunidad y al mismo sacerdote. ¡Qué fuerza tiene para todos nosotros la Palabra de Dios cuando habla de curación, salvación, salud del enfermo! Estas palabras hay que entenderlas con sentido integral. Siempre se entiende la curación, la salvación y la salud en sentido integral, nunca separa alma y cuerpo. A un enfermo se le cura, en el sentido integral, también por la oración de Cristo, mediante su Iglesia, lo que produce una alegría en el cielo y en la tierra que nos desborda y así se entregan ya las primicias de la vida eterna.
Quiero deciros a todos los enfermos que no sois una carga o un estorbo, vuestra misión es importantísima, realizáis una obra importante. ¿Cómo puede ser esto así? Uniendo y viviendo vuestros sufrimientos a Cristo crucificado y resucitado, estáis participando en el misterio del sufrimiento para la salvación del mundo. Y es que ofreciendo vuestro dolor a Dios, por medio de Cristo, estáis colaborando en la victoria del bien sobre el mal, ya que Dios hace fecundo vuestro acto de amor. Contemplad a Cristo muriendo en la Cruz para salvarnos. Él se dejó clavar en el madero de la Cruz para que, de ese signo de muerte y de dolor, floreciese la vida en el esplendor máximo en que la misma vida se puede vivir, que es dándola por amor a todos los hombres. En la Pasión de Cristo, Él asume la pasión del ser humano. Encontrad en Jesucristo apoyo y esperanza en vuestras situaciones: vuestra enfermedad es prueba dolorosa, pero, ante el misterio de Dios que asumió nuestra carne mortal, adquiere su sentido y se convierte en don y ocasión de santificación. Pensad todos los que vivís la enfermedad que Cristo os asocia a su Cruz, quiere hacer llegar a través de vosotros su amor a todos aquellos que, encerrados en su propio egoísmo, solamente sienten el vacío, el sinsentido y el pecado. La salud, la vida verdadera se tiene cuando vivimos en esta comunión con Dios.
Sentido del sufrimiento
Hay un libro del Beato Juan Pablo II, ‘Memoria e identidad’, en el que al final del mismo hace una mirada retrospectiva al atentado que sufrió el día 13 de mayo de 1981 y también a la experiencia de su camino con Dios y con el mundo. Nos dice unas palabras que están escritas y arrancadas de una vida vivida desde la profundidad que nace de la comunión con el Señor, que nos hace ver que el límite del poder del mal, la fuerza que lo vence, es el sufrimiento de Dios, el sufrimiento del Hijo de Dios en la Cruz. Nos dice el Beato Juan Pablo II: “El sufrimiento de Dios crucificado no es solamente una forma de dolor entre otros… Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor … La pasión de Cristo en la Cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro… Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor… Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación… El mal existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo… a los que se ven afectados por el sufrimiento… Cristo es el Redentor del mundo…’sus cicatrices nos curaron’ (Is 53, 5)” (Juan Pablo II: Memoria e identidad, pp. 207-208).
¿Dónde está la grandeza de los humanos y de la humanidad? Viene determinada, esencialmente, por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que ni logra aceptar a los que sufren, ni es creativa para, en la medida posible, eliminar las causas del sufrimiento o contribuir a que sea compartido y sobrellevado, también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. Aceptar al otro que sufre significa asumir, de alguna manera, su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Responder con un ‘sí’ a este amor, con todas las consecuencias, es fuente de sufrimiento porque se trata de dar la vida, ya que me exige renuncias y afirmaciones decisivas. Sólo desde este ‘sí’, el de Dios, a través de Jesucristo, entendemos la hondura que tiene la vida. Os invito en este Año de la Fe a ampliar el horizonte más allá de nosotros mismos y ver la vida como Dios mismo la ve. Cristo resucitado es la gran respuesta al sufrimiento en el mundo. Fijad la mirada en sus llagas gloriosas del cuerpo transfigurado, porque en ellas descubrimos los signos de su misericordia: Él es el que cura los corazones desgarrados, quien defiende a los que son más débiles, quien proclama la libertad y consuela a los afligidos. Acercarnos a Él nos hace entender que ciertamente “fuimos salvados” (cf. Rm 8, 24).
¡Cómo me ha gustado siempre aquella expresión de San Bernardo de Claraval cuando dice: “Dios no puede padecer, pero puede compadecer”! En ella se reconoce el valor inmenso que tiene el ser humano para Dios, que se hizo hombre para compadecer Él mismo con el hombre, de un modo real, tal y como nos lo manifiesta el relato de la Pasión. Ahora comprendéis cómo en cada sufrimiento de un ser humano, hay uno que comparte el sufrir y el padecer, y ése es Cristo mismo. Es bueno recordar cómo los Padres de la Iglesia consideraban que el mayor pecado del mundo pagano era su insensibilidad, la dureza de corazón que padecían. Por eso los Padres citaban con mucha frecuencia al profeta Ezequiel: “Os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (cf. Ez 36, 26). Nuestros gestos y palabras tienen que ser los de Cristo. En cada enfermo hemos de reconocer y servir al mismo Cristo.