Queridos hermanos, queridos amigos: El mundo actual está necesitado de esperanza, está necesitado de la fe, está necesitado de misericordia y perdón, está necesitado de Dios. Hay que decirlo con fuerza: el mundo en que vivimos de nada está tan necesitado como de Dios, de su misericordia, que nos perdone y renueve desde dentro. Este mundo, esta hora histórica concreta está necesitando hombres que entreguen su vida a Dios, que quieran ser testigos dichosos de la Buena Nueva de la misericordia y el amor en el ministerio sacerdotal. Sin sacerdotes auténticamente identificados con Cristo no puede haber renovación profunda de la sociedad y del mundo.
Faltan sacerdotes, ministros y dispensadores de la misericordia de Dios, portadores de la reconciliación, del perdón, de la salvación que Cristo nos trajo. Hoy es una tarea apasionante ser testigo de Dios en el mundo y de su amor y misericordia, entregando la vida entera a esta tarea. Es hermoso que podemos hacer presente a Dios, su misericordia, la realidad más primordialmente necesaria porque sin ella pierden sentido las cosas y la totalidad de la vida y de la existencia se quedan sin luz. Los sacerdotes, que en su vida personal y ministerial han de transparentar el rostro misericordioso de Jesús que no vino a condenar sino a sanar y salvar, introducen en cada momento de la historia la fuerza renovadora del misterio pascual de Jesucristo, la vida de Dios y el fuego del Espíritu Santo. Colocados al frente del Pueblo de Dios, como siervos autorizados, lo conducen a través de la historia hacia Cristo, rostro  humano de Dios, Padre, rico en misericordia, y hacen de este pueblo una asamblea sacerdotal llamada a proclamar, en medio de todas las naciones, las grandezas de Dios: “Dios te quiere, Cristo ha muerto por ti”.
Necesitamos más de cien mil sacerdotes en el mundo entero para llevar a cabo la misión de evangelizar a todas las gentes y para que, congregadas en el nombre del Señor, puedan participar en la Eucaristía. No cabe duda que entre las prioridades pastorales hay que colocar el empeño por aumentar las vocaciones sacerdotales.
Por eso la Iglesia nos invita a que dirijamos nuestra mirada al seminario, a nuestro seminario diocesano. A nadie se le oculta la importancia que tiene el seminario para la vida de nuestra Iglesia. En él se forman nuestros futuros pastores.
Tenemos necesidad del seminario. Sentimos la urgencia apremiante de apoyar decididamente, sin reservas y con todas nuestras fuerzas a nuestro seminario. Porque tenemos necesidad de sacerdotes. Sin sacerdotes no hay Iglesia, porque sin sacerdotes no hay Eucaristía ni evangelización que hacen la Iglesia. Y la Iglesia es necesaria para la salvación del mundo, para la dicha y la libertad de los hombres, nuestros hermanos a los que nos debemos, para que los hombres puedan encontrar a Dios, infinito en su misericordia, y verlo, además, en los testigos de esta misericordia, porque actúen como el Padre del cielo, misericordiosamente, siendo misericordiosos como el padre del cielo es misericordioso.
“Sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19) y «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19; cf. 1 Cor 11, 24), o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo y de su sangre derramada por la vida del mundo” (San Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 1).
Os quiero pedir a todos sin excepción que trabajéis en favor de las vocaciones sacerdotales. Toda la Iglesia diocesana es responsable del nacimiento, cultivo, formación y maduración de las vocaciones sacerdotales, aunque los grados de responsabilidad sean diversos. Me consta que tanto vosotros como yo sentimos un dolor hondo y una gran preocupación por el descenso de vocaciones sacerdotales en nuestra diócesis.
Pero no es hora ni de lamentos, ni de desánimos. Al contrario. Es hora de gracia, que nos apremia a ponernos manos a la obra y a trabajar por las vocaciones. Conozco vuestro sentido de Iglesia y aprecio vuestro gran amor a la diócesis. Sé que ese amor y ese sentido os van a llevar a colaborar, cada uno en la medida que pueda, en la promoción de las vocaciones sacerdotales. Nos urge crear en nuestras comunidades espacios de fuerte vitalidad cristiana, que contrarreste el impacto de la sociedad paganizada de nuestro tiempo, en la que se debilita o ausenta el sentido cristiano de la vida. Dios, ciertamente, “puede hacer surgir hijos de Abrahán de las piedras”, pero no podemos pedir el milagro sin poner de nuestra parte cuanto podemos y debemos hacer.
A LAS PARROQUIAS
Quisiera que en cada parroquia hubiese, al menos, un grupo de fieles que mantuviese viva la preocupación por suscitar, acoger y acompañar los posibles candidatos al seminario, y para que en la oración de la comunidad cristiana las vocaciones sacerdotales ocupen un lugar preferente. Que no haya Eucaristía en la que no pidamos por las vocaciones sacerdotales, en la oración de los fieles. Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana. Los educadores, especialmente los sacerdotes, no deben temer el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y cualidades necesarias para ello. No hay que tener ningún miedo de condicionarles su libertad; al contrario, una propuesta concreta, hecha en el momento oportuno, puede ser decisiva para provocar en los jóvenes una respuesta libre y auténtica.

A LOS SACERDOTES

Por lo demás, la historia de la Iglesia y de tantas vocaciones sacerdotales, surgidas incluso en tierna edad, demuestran ampliamente el valor providencial de la cercanía y de la palabra de un sacerdote; no sólo de la palabra, sino también de la cercanía, o sea, de un testimonio concreto y gozoso, capaz de motivar interrogante y conducir a decisiones incluso definitivas (San Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 39).
Os animo y os invito de manera especial a vosotros, mis queridos hermanos sacerdotes, mis más queridos e imprescindibles colaboradores, a que pongáis en movimiento a toda la parroquia y a sus grupos para que oren por el seminario y por las vocaciones. Tened catequesis vocacionales con los niños y con los jóvenes. Haced celebraciones específicas con ellos en particular, y con toda la comunidad en general. Donde haya grupos de adultos, centraos en la catequesis vocacional, descubriéndoles el significado de la vocación sacerdotal en la Iglesia y de la responsabilidad que, ante Dios y ante los hombres, tiene cada miembro del Pueblo de Dios en el surgimiento y maduración de las vocaciones al ministerio sacerdotal.
Os pido asimismo a los sacerdotes que intensifiquéis vuestra mirada para ver qué chicos presentan signos de una posible vocación. Realizad con ellos un pequeño camino vocacional.
A LAS FAMILIAS
No podemos olvidar que las vocaciones surgen de nuestras familias, de nuestras parroquias, del ambiente en que viven nuestros chicos. Por ello, el Concilio, al referirse a la pastoral vocacional, dice “La mayor ayuda en este sentido la prestan, por un lado, aquellas familias que animadas del espíritu de fe, caridad y piedad, son como el primer seminario, y, por otro, las parroquias, de cuya fecundidad de vida participan los propios adolescentes” (OT 2).
Os invito, queridas familias, a que, desde vuestra fe y vuestra solidaridad con el mundo que anhela salvación, viváis con plenitud vuestra fe, que la viváis con toda su capacidad de generar vida, que la viváis con generosidad y entrega. Tened por cierto que en la medida que el pueblo cristiano viva la fe y su vocación a la santidad, será capaz de ofrecer a los hombres que reclaman una humanidad nueva la respuesta que esperan.
Vivid, queridas familias, con gozo y generosidad, esa fe que dio origen a vuestro matrimonio en Cristo. Vuestros hogares, como iglesias domésticas, son el lugar idóneo para vivir el seguimiento de Cristo con toda alegría y plenitud. Debéis profundizar en el gozo y responsabilidad de la fe. El ejemplo más edificante y conmovedor que los padres podéis dar a los hijos es el de una vida cristiana en la que no falte la referencia permanente a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Es en la familia de María y de José, donde Jesús crecía, donde deben mirarse todas las familias. Si vivís así no sólo alimentaréis vuestra propia fe, sino que ofreceréis al mundo, ese mundo necesitado, un estilo capaz de seducir a quienes buscan la verdad del hombre y la plena felicidad de la convivencia humana.
A LOS GRUPOS DE INFANCIA Y JUVENTUD
También los grupos apostólicos de infancia o de juventud tienen una especial responsabilidad en la promoción de vocaciones sacerdotales. Todos estos grupos mostraran su vitalidad cristiana si de su seno salen jóvenes decididos a emprender el camino vocacional. Ruego encarecidamente a los responsables de estos grupos, sobre todo en tiempo de preparación para recibir el sacramento de la Confirmación, que de manera clara y decidida, con toda libertad y osadía, les hagan a los jóvenes la propuesta vocacional. Es uno de los mejores servicios que pueden hacerles. Que los jóvenes tomen conciencia de que el mundo necesita testigos que anuncien la Buena Noticia de Jesús; que los jóvenes se interroguen sobre la llamada que Dios hace a cada uno para realizar la tarea de ser “Apóstoles”; y que los jóvenes se planteen como “posible para cada uno” la vocación al sacerdocio ministerial.
A LOS COLEGIOS
Esta responsabilidad se extiende a las instituciones educativas donde los niños y los jóvenes maduran en su personalidad y se preparan para desarrollar su vida en la sociedad con una misión propia. Pido a los educadores cristianos que pongáis el máximo empeño en plantear la cuestión vocacional, también al sacerdocio, sobre todo en algunos momentos privilegiados del proceso educativo. No renunciéis nunca a proponer a los jóvenes esta forma e ideal de vida.
Y de manera muy particular, ruego a los colegios de la Iglesia, a los colegios diocesanos particularmente, a que hagáis de este planteamiento vocacional una de las claves y de los centros de interés de toda vuestra misión escolar en nombre de la Iglesia, cuya vocación e identidad es la evangelización; y no hay evangelización que no lleve a plantear la llamada vocacional. El que de nuestros colegios de la Iglesia surjan vocaciones al sacerdocio será indicio de que estamos llevando una educación integral cristiana como reclama su propia condición. Ya sé que la pastoral vocacional está en el centro de vuestros proyectos y os animo a que prosigáis en ellos con ilusión y esperanza, llenos de confianza en el Señor.
No puede faltarnos la oración por las vocaciones: Esta es la principal pastoral vocacional. “Sin El no podemos hacer nada”. “Rogad al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies”. Todos podemos orar. Todos debemos orar por nuestro seminario, por sus necesidades, por los seminaristas que en él se están formando, por los formadores que con ilusión están llevando a cabo tan apasionante como dura labor. El Seminario cuenta con nuestra oración y la agradece.

A LOS MONASTERIOS

Quiero tener una mención expresa llena de agradecimiento conmovido a todos los monasterios de vida contemplativa de la diócesis porque me consta con qué intensidad, insistencia y confianza estáis orando a Dios, dador de todo bien, por nuestro seminario y por las vocaciones sacerdotales en nuestra diócesis. Que Dios os lo pague. Vuestra oración quedará escuchada.
El Seminario tiene sus puertas abiertas a todos. Mirad el seminario como algo vuestro, algo de todos los que formamos la comunidad diocesana. El seminario es para vosotros y está a vuestro servicio pastoral de manera incondicional. Sentíos solidarios de su labor y de su tarea. Hermanos, estoy convencido que si nos empeñamos, tendremos vocaciones. La gracia de Dios nunca faltará.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, y san José, protector de los seminarios, protejan y acompañen a nuestro seminario. Que ella, Madre de Cristo sacerdote, alcance el don de la perseverancia para los seminaristas actuales, tanto los del Seminario Menor, como los del Mayor. A ella, Madre de Cristo, Buen Pastor, encomiendo nuestro querido Seminario.