Este domingo, 27 de septiembre, celebramos el Día de los migrantes y refugiados. Recordad lo que tantas veces nos está diciendo y rememorando la Iglesia, por medio del Papa Francisco, con sus gestos, obras y palabras, y lo mismo lo Papas anteriores, y recordad también lo que en otras ocasiones y en años anteriores, os he dicho yo mismo sobre esta realidad tan apremiante de migrantes y refugiados. Ellos constituyen un urgente llamamiento a evangelizar por parte de una Iglesia evangelizada y evangelizadora, discípula y seguidora verdadera de Jesús y de su Evangelio de caridad. Vivamos de tal manera el estilo de vivir propio del cristiano, y que ese estilo sea una invitación para otros a abrirse al amor, la caridad, y a vivir desde ahí. Un gesto de ese estilo es que la comunidad eclesial sea quien acoja a los migrantes y refugiados. Los migrantes y los refugiados que nos llegan a nuestros países del bienestar, han de ver la verdad del Evangelio de Jesucristo, la buena noticia del amor de Dios en nosotros. Hoy, en las circunstancias concretas que estamos viviendo, escuchamos con singular fuerza estas palabras salidas de la boca de Dios, como expresión de su voluntad: “Fui forastero y me acogiste”. Estas palabras, “fui forastero y me acogiste” han de hacerse realidad viva entre nosotros, lo mismo que aquellas otras de Jesús, al que ha de conducirnos la nueva evangelización que urge: “tuve hambre y me diste de comer, estaba sin techo y me acogiste”. Son palabras que, como el resto del capítulo veinticinco de San Mateo, siempre nos interpelan con una fuerza provocadora que nos llama a la conversión.
Un año más con este domingo, de migrantes y refugiados, la Iglesia nos recuerda este deber que nunca podemos olvidar ni omitir y que siempre nos interpela. Nos interpelan de nuevo este año y si cabe todavía más aún ante la emergencia de la pandemia del Covid -19: migrantes, refugiados, perseguidos, hermanos nuestros que miran a nuestros países de Europa como la solución a sus inmensos problemas de hambre, de carencia de lo mínimo necesario y de las necesidades higiénicas y atenciones médicas y sanitarias en sus respectivos países, para vivir con sus familias con cierta decencia y dignidad en los países de origen, incluso de falta de libertad a la que se ven sometidos en sus tierras que tienen que abandonar, e incluso de terribles persecuciones a causa de su fe. Las escenas que nos llegan, las situaciones que vemos o que adivinamos son tremendas, terribles, y golpean nuestras conciencias. Se trata de una situación dramática que nos hace pensar y nos impide cruzarnos de brazos, si queremos acoger al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: el pecado del egoísmo, de la exclusión, del cerrarnos en nuestra propia carne. Ante este fenómeno tan generalizado y masivo de las migraciones, con motivaciones tan diversas y complejas, de proporciones tan gigantescas, de dramaticidad tan intensa y de urgencia tan grave, moviéndose tantos cientos y cientos de miles, en gran parte personas muy pobres y necesitadas de todo, que, con frecuencia, lo arriesgan todo a la desesperada, de un lugar a otro buscando casa, pan, libertad, condiciones más dignas y seguras para sí y para la familia, las palabras del Señor cobran una fuerza todavía mayor y llaman a la conciencia de la Iglesia, a la conciencia de cada uno y a la de la sociedad en su conjunto. Siempre hubo migraciones. Son un motor de la historia. Aunque ahora los movimientos migratorios de estos tiempos, que tanto alarman a Occidente, sobre todo Europa, hasta el punto de no saber bien qué hacer –todo menos cerrarse en la propia carne, o en los propios intereses–, tienen unas características nuevas y presentan una problemática muy propia, variopinta y compleja, cargada de honda dramaticidad y de profundas repercusiones. Ante esta realidad el Papa Francisco nos ha dicho en otros años con motivo de esta Jornada que hay que “Acoger, proteger, promover e integrar a los emigrantes y refugiados”. Cuatro palabras, cuatro verbos que expresan o expresarán que estamos con el Señor, que hemos visto al Señor y lo acogemos, estamos con Él. Y así podremos decirles a todos, “Venid y veréis, hemos encontrado al Salvador”.
Lo primero que esta realidad reclama de nosotros y reclama particularmente de la Iglesia es el sentirnos al lado de los migrantes y refugiados, como si del Señor mismo se tratara, ya que con ellos se identifica y cuya amargura El también tuvo que soportar en los primeros años de su vida terrena, y ahora soporta en ellos mismos: algo, y mucho, todo, hay que hacer por ellos. Aceptarlos y acogerlos, integrarlos, protegerlos y promoverlos cordial y eficazmente para que se sientan reconocidos en toda su dignidad de hermanos, sentirnos solidarios de veras con los que sufren en su carne los efectos de la marginación y de la pobreza, a la que, con frecuencia y por desgracia, se ven impelidos tantos y tantos migrantes que vienen de otros países buscando otras condiciones de vida, simplemente vivir. Ofrecerles hospitalidad, ser hospitalarios de verdad, sin exclusiones o posturas discriminatorias. Nosotros los cristianos, llamados a vivir de toda palabra que sale de la boca de Dios y escuchar al Hijo amado, el predilecto del Padre, Jesús, no podemos dejar de escuchar, acoger y cumplir aquellas palabras que recoge la Sagrada Escritura: “Si un emigrante se instala en vuestra tierra no le molestaréis: será para vosotros como un nativo más y lo amarás como a ti mismo, pues también vosotros fuisteis emigrantes en Egipto” (Lev l9,33). Es un mandato de Dios el proceder de este modo con los inmigrantes. Un mandato que nos lleva a nuestra actuación personal y a reclamar y posibilitar que así sean tratados por la sociedad a través de las leyes pertinentes, no podemos ser pusilánimes, ni acobardarnos, tampoco perder la cabeza y dejarnos llevar solo por sentimientos, toda prudencia es poca, pero toda libertad y confianza en Dios, que nos grita a través del clamor desesperado de sus hijos más pobres y desgraciados, la necesitamos, sin olvidar que la caridad no tiene límites, ni el amor se dé con números y medidas.
Hay que arriesgar y confiar: Dios nos pide que nos arriesguemos y Él nos inspira y fortalece la confianza. Traigo, por ello a mi memoria, aquellas palabras de la Escritura que dicen: “Decid a los cobardes de corazón, ‘sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará’”, “Él está cerca de los que le invocan”. “No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso al favoritismo… ¿acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?”. Y favoritismo sería: primero los nuestros, después los que podamos. Dios no admite acepciones; ha elegido a los pobres del mundo: es claro y determinante. ¿A qué esperamos? ¿Nos falta confianza ante la promesa de Dios a los que le aman, y no hay otra manera de amarle que, amando, dando, sirviendo a los pobres que sufren, sobre cuyo amor nos juzgará al final de nuestros días?
Que siempre, y particularmente los migrantes y refugiados, estén en nosotros y con nosotros, en nuestra oración, solidaridad y caridad, que brota de la Eucaristía, a ella conduce y ella lo reclama y exige.