La Eucaristía nos sitúa en la perspectiva
de la entrega, de la solidaridad y del amor
Dentro de muy pocos días vamos a celebrar la fiesta del Corpus Christi. En nuestra Archidiócesis de Valencia tiene una fuerza especial. En estos momentos que vivimos, esta fiesta abre horizontes para nuestras vidas y para la transformación del corazón de los hombres y de esta historia. Os hago una propuesta, no solamente a los cristianos, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: contemplad el misterio de la Eucaristía. Nuestro mundo está roto y deseoso de salidas nuevas, Europa busca y entrega alternativas diferentes, pero nada de lo que se está ofreciendo da salidas y transforma los corazones. Y lo necesario es, precisamente, un corazón como el de Jesucristo, preocupado por los otros, especialmente por los que más lo necesitan, un corazón que engendre obras de unidad y reconciliación entre los hombres, de ayuda mutua, de romper esos egoísmos que llevan siempre a decir “sálvese quien pueda”. Jesucristo nos ofrece otras maneras de construir nuestras relaciones, de tener salidas para todos y de que nuestro corazón esté vuelto a quienes más lo necesitan. Es verdad que una cosa es necesaria: para los que creen, urge proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión y que nos llama a todos los hombres a participar y comunicar esa misma comunión; para los que no creen, Él llama a que tengan el atrevimiento y la osadía de dejarle entrar en sus vidas por unos momentos, sin miedos a que les perjudique. Y es que Jesucristo es el punto central de la misma comunión. La Eucaristía, celebrada y contemplada, es el lugar privilegiado para vivir según Jesucristo, con su mismo amor, con sus mismas fuerzas hasta dar la vida por el otro. La Eucaristía nos sitúa siempre en la perspectiva de la solidaridad y de caridad, y es centro de comunión con Dios y con los hermanos.
La Eucaristía en la que creo:
el Señor dándose a sí mismo y cambiando mi vida
La Eucaristía es un misterio que has de creer. A mí siempre me impresionaron aquellas palabras del diálogo de Jesús con Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17). ¡Qué fuerza tienen estas palabras cuando vemos en ellas la referencia al pan que baja del cielo! Y es que en la Eucaristía el Señor no nos da algo, sino que se da a sí mismo, ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega su vida y es la fuente originaria del amor divino del que nosotros podemos ser partícipes y entregar y construir esta historia con ese amor. ¿Queremos hacer algo por este mundo? Hay muchos hombres y mujeres que están empeñados en hacer algo, en cambiar este mundo. Es verdad que lo hacen desde planteamientos y teorías muy diversas, pero también es cierto que lo que no cambia es el corazón del ser humano y, por ello, no hay transformaciones que entren en la raíz de los problemas y situaciones.
Sin embargo, el Señor nos dice algo especialmente importante, no es una teoría, es una realidad: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). En la Eucaristía nos llega la vida divina y con esa vida todo se hace de una manera diferente, no son mis fuerzas, es la misma fuerza de Dios que me impulsa a la comunión con todos los hombres y a dar el aliento de vida que cada uno necesite. ¡Qué maravilloso es ver cómo ya en la creación el ser humano fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios! Pero en Jesucristo eso se nos da sin medida, porque nos convertimos en partícipes de la intimidad divina. Nuestro Señor Jesucristo nos ha regalado la tarea de participar en su “hora” y es la Eucaristía la que nos hace partícipes y nos adentra en el acto oblativo del Señor. ¡Qué fuerza tiene para nosotros descubrir que la Eucaristía es constitutiva del ser y del actuar de la Iglesia! En la Eucaristía vivimos y contemplamos lo que es la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia. La entrega del Señor ha de ser nuestra entrega.
La Eucaristía que celebro:
forjadora de creatividad para dar vida
La Eucaristía es un misterio que hay que celebrar. En la belleza de la liturgia, en la belleza de la contemplación del misterio de la Eucaristía donde está realmente presente Jesucristo, en la belleza forjadora de creatividad que se experimenta cuando a Jesucristo lo mostramos por las calles en el misterio de la Eucaristía en la procesión del Corpus Christi, es donde mejor experimentamos lo que es vivir en fiesta y lo que es hacer partícipe de esta fiesta a todos los hombres. Así es como mejor entendemos también aquellas palabras de San Agustín: “Este pan que vosotros veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor dicho, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y sangre, que derramó para remisión de nuestros pecados. Si lo habéis recibido dignamente, vosotros sois lo mismo que habéis recibido” (San Agustín, Sermo 227, 1: PL 38, 1099). “No sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo mismo” (San Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: PL 35, 1568). Siempre me han impresionado unas palabras que mi catequista cuando tenía muy pocos años, me dijo: “En la Eucaristía, Jesucristo viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros”. Cuando adoramos al Señor fuera de la celebración de la Misa, prolongamos e intensificamos lo acontecido en la misma celebración y maduramos más aún la acogida del Señor y la misión social contenida en la Eucaristía que rompe las barreras que nos separan a los hombres de Dios y de los demás.
La Eucaristía de la que vivo me transforma y me orienta en el compromiso
La Eucaristía es un misterio que hay que vivir. Nosotros, gracias a la Eucaristía y, por tanto, gracias a Jesucristo, acabamos por ser cambiados misteriosamente, ya que Él nos alimenta y nos une, como decía San Agustín “nos atrae hacia sí”. ¡Qué belleza tiene la vida humana cuando es ganada por Cristo y nos hace vivir según Él en medio de este mundo! La Eucaristía lleva dentro de sí la fuerza transformadora que solamente Dios puede dar al corazón del hombre. Nada puede cambiar al hombre como lo hace Dios mismo. Por eso, en momentos en los que hay que dar soluciones a la vida y a las relaciones entre los hombres, dejarnos ganar por la presencia real de Jesucristo no es algo secundario sino fundamental. La Eucaristía realiza la transfiguración progresiva del hombre, que ha sido llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 29s). Con la Eucaristía todo lo auténticamente humano se llega a vivir en plenitud. Hay algo que es preciso y urgente vivir: entrar en este mundo como lo hizo Nuestro Señor, regalando a los hombres con palabras y obras la dignidad de la que Dios les hizo partícipes. Esto no es posible más que viviendo la comunión entendida en relación con el misterio eucarístico. La comunión tiene dos connotaciones inseparables: la comunión vertical, es decir, con Dios; y la comunión horizontal, es decir, con los hombres que en Cristo se han convertido en hermanos y hermanas nuestros. Por eso tiene tanta importancia esta comunión, incluso en la construcción de la vida de cada día entre los hombres y los pueblos.
Allí donde se destruye la comunión con Dios, se destruye la raíz y el manantial de la comunión entre los hombres y, por tanto, el ejercicio práctico del amor verdadero que es el que viene de Dios y nunca olvida a nadie.
Con gran afecto y mi bendición
+Carlos, Arzobispo de Valencia