Queridos hermanos y hermanas:
El día veintisiete del presente mes, primer domingo de Adviento, días previos a la Inmaculada, si Dios quiere, celebraré con vosotros, mis muy queridos diocesanos, a las seis de la tarde la Eucaristía de despedida en la Catedral, antes de retirarme al seminario de Moncada, para orar y vivir los años que Dios me conceda, prosiguiendo adecuadamente el ministerio episcopal que la Iglesia me encomendó hace más de 30 años.
Os invito a todos y os ruego que vengáis los que podáis. A todos me gustaría despedir, abrazar, agradecer y pedir perdón; con todos deseo unirme en la misma comunión en el Cuerpo del Señor que nos hace ser su Iglesia; por todos quiero orar; con todos, anhelo dar gracias al Señor.
Algunos me piden que haga balance de este tiempo de gracia -más de ocho años- que Dios me ha concedido estar con vosotros, sirviéndoos, siendo enteramente para vosotros, en expropiación de mi persona. Hacer balance es hacer juicio. No sé hacerlo. Y es pronto para hacerlo. Lo dejo en las manos de Dios. Y ante Él lo único que puedo hacer es darle gracias, por su infinita misericordia y por todo lo bueno que Él ha hecho a través de mi ministerio en estos ocho años.
Por mi parte son tan inmensos los motivos que tengo para darle gracias, que necesito de vosotros; no puedo hacerlo sólo. Pero, además, no debo hacerlo tampoco en soledad. Porque sois vosotros, hermanos y hermanas, -sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos- quienes habéis estado a mi lado ayudándome, colaborando conmigo, haciendo posible que la gracia y la misericordia de Dios se hiciese presente. Por otra parte, ¿cómo no habré de asociaros a vosotros a este gozo mío del humilde y dichoso agradecimiento a Quien obra todo en todos? Mi gozo, el gozo del amor de Dios manifestado en Jesucristo, del que soy testigo, es también el vuestro.
Y como tampoco han faltado sombras -tal vez ha habido más sombras y oscuridades de las que esperabais- os ruego que me acompañéis en la súplica de perdón al que es rico en misericordia y Dios de toda consolación.
¿Por qué la celebración de despedida en ese día? Sencillamente porque en ese domingo iniciamos el Adviento, tiempo de esperanza, y se nos abre la aurora de la Inmaculada. Y ahí ha brillado la gracia del Señor, porque se ha manifestado y nos encontramos con Cristo y con su amor y vivimos en Él y por Él, de manera que nada ni nadie puede separarnos de su amor. Porque no queremos saber otra cosa que, a Cristo y a este crucificado, y vivimos para anunciarle, darle a conocer, hasta el punto que no se puede dejar de evangelizar. Entre vosotros, con toda mi imperfección y pecado, no he querido otra cosa que vivir en Cristo, conocer a Cristo, proclamar a Cristo, convocaros a todos a que le améis y le sigáis. Para esto fui enviado a vosotros y para eso ahora para dar a conocer a Cristo y ser testigo de su misericordia, que tan fuertemente se ha manifestado en mi vida. De esa misericordia sí que soy testigo. Y a cantar esa misericordia y a proclamarla os invito. Mirad a Cristo y seguidle. No os canséis de conocerle ni de proclamarle. En Él tenemos todos los gozos, la alegría, la felicidad, la paz. En Él sólo, y nada más que en Él está la Vida, la salvación, la esperanza.
Muchas gracias por todo y por vuestra compañía. Os espero y no dejéis de orar por D. Enrique, vuestro nuevo pastor.
+Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo Emérito, Administrador Apostólico de Valencia