REDACCIÓN | 7.10.2020
El Papa Francisco ha publicado ya la tercera encíclica de su pontificado, ‘Fratelli tutti’, en la que llama a la humanidad entera a descubrir en el amor una fuerza que debe transformar las relaciones internacionales, la política, la economía y la cultura. El texto fue firmado de forma simbólica el pasado sábado 3 de octubre en la tumba de San Francisco de Asís, en Asís, víspera de la fiesta del santo.
La nueva encíclica, que se puede leer de forma íntegra en esta edición de PARAULA, el propio Papa la ha califacado como “social” y supone toda una reflexión sobre la fraternidad y la amistad social. En este sentido, en la introducción, el Pontífice explica siempre han estado entre sus preocupaciones y advierte que el documento no pretende resumir la doctrina sobre el amor fraterno, “sino detenerse en su dimensión universal, en su apertura a todos”. “Entrego esta encíclica social como un humilde aporte a la reflexión para que, frente a diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en las palabras”, explica.
Presentación
Durante la presentación en el Vaticano el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, explicó que “la encíclica no se limita a considerar la fraternidad como un instrumento o un deseo, sino que esboza una cultura de la fraternidad para aplicar a las relaciones internacionales”. “La fraternidad no es una tendencia o moda que se desarrolla a lo largo del tiempo o en un tiempo, si no, que se trata más bien la manifestación de actos concretos”, añadió el cardenal en el acto de presentación.
DIOS AMA, CON CUIDADO DE TODOS LOS HOMBRES, MIS HERMANOS
CARTA SEMANAL DEL CARDENAL ARZOBISPO
El día 3 de este mes de octubre, el Papa Francisco, en Asís, firmó su nueva encíclica “todos hermanos”, y la Palabra de Dios, que se ha proclamaba este domingo, nos ayuda a comprenderla un poco más, aunque es muy clara. Os invito a que la leáis, la interioricéis y la pongamos todos en práctica para que alumbre una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos, hermanos unos de otros por el amor con que Dios nos ama. La fraternidad que somos o estamos llamados a ser, singularmente en la Iglesia y por ella, tiene su fundamento en el amor y ternura de Dios que no tiene límite como se ha manifestado en Jesucristo donde Dios nos ha dado todo su amor.
El Profeta Isaías, en la lectura que se proclamaba, bellamente, nos habla de Dios que plantó una viña: la humanidad, el pueblo de Israel, su escogido. Y cómo cuidó y cuida de esa viña: con verdadera ternura y mimo. Isaías hace un verdadero canto del cuidado y amor con que Dios cuida su viña, la humanidad entera, su pueblo escogido: un cántico de amor, una verdadera historia de amor.
También Jesús, en el texto del Evangelio proclamado nos habla de esa viña, y para expresar ese mismo amor, hablará de cómo envía a profetas, enviados suyos a recoger los frutos de ese cuidado de Dios, de ese amor de Dios, tanto amor que llega hasta enviar a su propio Hijo, en supremo gesto de amor y de condescendencia. Pero a pesar de tanto amor con que Dios cuida su viña, recoge agraces no frutos sazonados, recoge rechazo; y llega al máximo de rechazo cuando envía al Hijo, supremo gesto de amor, incluso, y lo elimina para quitarle a Dios su heredad: quieren convertirse en propietarios, apoderarse de lo que no les pertenece.
Y así ha venido sucediendo en la historia y hasta se ha pretendido eliminar al Hijo, el mismo Jesús, eliminarlo de nuestro mundo, y así eliminar el amor. Esto nos sucede. Pero no debemos seguir igual que estamos, viendo que los hombres rechazamos, una y otra vez, un tiempo y otro tiempo, como se nos dice en las parábolas del profeta y de Jesús, el amor de Dios; y así nos va, porque en lugar de frutos sazonados de verdadera humanidad conforme al querer de Dios, damos agraces. ¡Cuántos agrazones hoy, en este mundo, de asesinatos, de violencia, de mentira, de disgregación, de injusticia que provoca pobreza, miseria y hambre, de ataques a los derechos fundamentales como el derecho a la vida en todas las fases de la existencia, o el de la libertad religiosa o el de la libertad de enseñanza; cuántos agrazones y cuántos frutos amargos que dañan al hombre en la cultura y políticas anti-vida y anti-familia, en el seno de los matrimonios, en la cultura laicista que aleja de Dios y en el secularismo sin Dios, en esta sociedad en la que parece que no hay otra cosa que pasarlo bien a toda costa; cuántos agrazones en nuestros egoísmos e individualismos y en la búsqueda casi única de los propios intereses, olvidando al hermano, con odios y rupturas; cuánta falta de libertad o de abuso de la misma; cuántos frutos agrios de debilidades y miserias, incluso, en los hombres que formamos la Iglesia, en cuántas ocasiones se abusa del sacramento de la presencia de Cristo, cuántas veces se deforma y abusa de su Palabra, qué poca fe hay en muchos comportamientos y en muchas palabras, cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia, cuántos miedos para anunciar y defender el Evangelio con valentía y libertad, para testificar en favor suyo, para dar la cara por Cristo y su Iglesia en nuestro tiempo, cuánta cobardía y pusilanimidad, en cuántas cosas sus discípulos seguimos traicionando y entregando al Hijo de Dios, en cuántas cosas pretendemos edificar al margen de la única piedra angular que da solidez al edificio, es decir de Cristo!. Todo esto y un largo etcétera son nuestros agraces o agrazones en lugar de frutos maduros y sazonados que deberían corresponder al cuidado de Dios sobre nosotros, eso es a la ternura y mimo con que somos cuidados por Dios.
Todo ello viene a ser cumplimiento actual de los viñadores: los agrazones, esto es, apropiarnos de lo que a Dios pertenece, erigirnos en dioses, en dueños. Pero también, no debemos ocultarlo, sigue vivo el cumplimiento del designio de Dios manifestado irrevocablemente, una vez por todas y para siempre, en el envío de su Hijo querido, el Heredero, que, por el Espíritu, nos ha llamado a tomar parte en su misma herencia: ahí tenemos el testimonio de los santos, de miríadas de ellos, por ejemplo de S. Francisco de Asís, cuya fiesta celebramos, el hermano universal, el hombre de las bienaventuranzas, el testigo de la caridad, el de tantos y tantos que no sólo no rechazan a Cristo, sino que le siguen fielmente con humildad, despojándose de sí mismos, compartiendo y dando hasta sus vidas.
El mundo necesita de Dios, el mundo necesita de su amor inabarcable, paciente y constante, el mundo necesita de Cristo en quien Dios nos lo ha dado todo y nos ha amado a los hombres para que tengamos vida y demos frutos nuevos y buenos, maduros y sazonados, de amor y caridad, conforme a su querer, que son los frutos de Evangelio. Esos sí que son frutos buenos los que corresponden a nuestra verdad, que es el ser por completo de Dios, nuestro padre, que nos hace a todo hermanos.
El Señor nos exhorta hoy a acoger su amor para que demos frutos, a acoger su palabra, la de los profetas y la de su Hijo único, en quien nos lo dice todo. El Señor de la viña, por encima de todo, nos apremia a acoger a su Hijo, para recibir con Él la verdadera heredad, a no rechazarlo, a edificar sobre Él, para que sea un mundo de hermanos, de una gran familia de hermanos, de fraternidad universal. Edificar el mundo contra Cristo es edificarlo contra el propio hombre. Acogerle a Él, respetarle, reconocerle es garantía de futuro, rechazarle es seguridad de destrucción.
Por eso, hermanos, el imperativo de acoger el Evangelio, de acoger a Cristo, es algo acuciante en nuestro tiempo, de acoger a los más débiles, a los más vulnerables, a los que viven solos y nos necesitan como puedan ser en estos tiempos de pandemia por muchos motivos, las personas mayores, a las que queremos y agradecemos con toda nuestra alma, y más en este domingo en el que, en Valencia, los hemos tenido especialmente presentes. No podemos dejar pasar sin cumplir este imperativo. A eso se encamina o se quiere encaminar a la diócesis, viña cuidada por el amor de Dios, en el Sínodo diocesano, que aunque aplazado por prudencia ante la pandemia, pero no suspendido, nos llama o invita a acoger y anunciar a Cristo, esto es a ser una Iglesia evangelizada y evangelizadora, verdadera fraternidad, aliento y esperanza en un mundo que requiere amor de hermanos.
Jesucristo, enviado por el Padre a su viña, para abrirnos a una verdadera y honda fraternidad de hombres hermanos, redimida, dio su vida por nosotros, y a pesar de no recibirlo, o rechazarlo o quererlo eliminar los hombres, sigue vivo para siempre como Señor único de la historia y salvador único de todos los hombres; no ha muerto ni lo eliminarán los enemigos de Dios, del hombre, de la Iglesia de Dios, de los enemigos infernales tan contrarios a una auténtica familia de hermanos.
A eso mismo, a poner toda nuestra diócesis en actitud de acogida de Cristo, y hacer de ella y con ella una auténtica fraternidad en la que podamos responder a la pregunta ya en el Génesis, tras el asesinato de Abel a manos de Caín, ¿dónde está tu hermano?, porque estamos con Él; a eso se encamina nuestro Sínodo, que no podemos olvidar que construye sobre la piedra angular que es Cristo y no tenemos ni queremos, ni necesitamos ninguna otra sobre la que edificar la Iglesia fraterna del Hijo de Dios, anticipo de la ciudad nueva, que brota del amor, cuya expresión máxima entre nosotros es la Eucaristía, sacramento de la caridad, de la ternura de Dios, de la fraternidad que de ella, de la Eucaristía, brota; no hacerlo sería repetir la escena de los pérfidos viñadores. Releed, pensad, meditad, poned por obra lo que el Sínodo señalará cuando se pueda celebrar para dar a conocer y aceptar a Jesucristo, en quien únicamente se encuentra el futuro, y la verdadera familia de hermanos.
Guiados por este amor tan inmenso con que cuida de su viña, de la Humanidad, de su pueblo, Dios, al que Jesús nos enseñó a invocarle “Padre nuestro”, profundicemos en la magnífica encíclica del Santo Padre, que en su diagnóstico y en el trasfondo desenmascara el Nuevo Orden Mundial, tan contrario al hombre, y al hombre mi hermano.