Se aproximan ya los días y las celebraciones de la Semana Santa, nos encontramos ya en los mismos umbrales de esta Semana, por excelencia “SANTA” para conmemorar los acontecimientos centrales de nuestra fe cristiana y de la historia de la humanidad. Una llamada a prepararnos con especial intensidad a los días santos de la Semana Grande de nuestra fe, sumergidos todavía en la oscuridad, sufrimientos y pasión de la pandemia, pendientes y sumergidos en una guerra, y pedir encarecidamente que ¡VIVAMOS LA SEMANA SANTA! Miremos, meditemos, contemplemos los acontecimientos de la Semana Santa y el mundo cambiará y se renovará por la fuerza del amor, del perdón, de la vida de Dios, que no nos deja en la estacada de la pandemia, ni de la guerra, ni de la barbarie de genocidios ocurridos ahora mismo.
Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno -su entrada triunfal en Jerusalén, su cena con los discípulos, su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura, su resurrección-, ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación y la esperanza a todos. Aquello se mantiene vivo y actuante en la memoria y en la vida de la Iglesia.
La crueldad y la injusticia, la mentira y el odio, la violencia, la deshumanización de las entrañas del hombre se están repitiendo en nuestros días, por ejemplo, triste y dolorosamente en tierras de Ucrania y Rusia. Aquello se hace presente en los signos, gestos y oraciones de la liturgia, particularmente en la Eucaristía, y lo rememoramos en los desfiles procesionales llenos de piedad y devoción. Todo aquello recobra especial viveza y singular intensidad en las celebraciones de estos días santos de la gran Semana del año en los que la Cruz y la Resurrección de Jesús iluminan todos los caminos de la vida, los años todos de la historia y cada uno de los corazones de los hombres pecadores, enfrentados y desgarrados, pero redimidos ya por el amor de Dios, que se ha entregado en su Hijo y por ese amor ya hemos sido salvados y rescatados por Él, para hacer de nosotros hombres y mujeres nuevos, todos hermanos que juntos caminan en esperanza hacia una misma meta.
Como saben muy bien y recuerdan enteramente, comienza la Semana Santa con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Jesús entró en la ciudad santa sentado en un asno que ni siquiera era suyo, pues Él no tenía ninguno. Al hacerlo así se sirve de una profecía. No entra en un caballo, ni en un carro de combate, guerrero triunfante, sino en un borrico; los caballos, símbolo en aquel tiempo del poder guerrero -algo semejante a lo que hoy son los carros de combate-, étnicos, militares o de alianzas mundanas de naciones desaparecerían. El verdadero rey de Israel no vendrá en un caballo, no se mezclará en la lucha de los poderes de este mundo; entra triunfal en Jerusalén sobre lomos de un pollino, símbolo de la paz, el animal de los pobres desprovistos de todo poder guerrero. La entrada en un asno prestado es símbolo de la impotencia y debilidad terrena y cumplimiento de la promesa profética. Mas ¿cuál es su reinado?. El asno prestado es la expresión de la falta de poder terrenal, mas también de la confianza absoluta en el poder de Dios solo, en la fuerza de Dios solo, que es su amor sin límites, vencedor de los poderes de este mundo. Este poder está representado en Jesús. Cristo no ha levantado su propio imperio junto al reino de Dios. El da fe exclusivamente del reino del Padre. Su nada es su todo. Jesús no representa el poder terreno, sino la verdad, la justicia y el amor: sale fiador únicamente de Dios. No son los belicosos, los revolucionarios, los violentos quienes humanizan el mundo. Estos, detrás de sí, dejan restos, muertos, heridas y sangre. Lo que nos hace vivir la verdad de la Semana Santa, porque es el gran amor y nos ama sin excluir a nadie y menos eliminarlo donde se abre la esperanza, y siempre amando, amando a todos, es la fe en Jesucristo, el hombre sencillo y humilde, siervo y servidor, a lomos de un borrico prestado, el verdadero rey, el verdadero y definitivo poder del mundo. La exigencia de este día consiste en asentar nuestra vista en este poder, en El, que ha venido a servir y no a ser servido, que ha estado en medio nuestro como uno más, el último, y siempre amando y amándonos a todos. Antes del Triduo Sacro celebraremos como todos los años la Misa Crismal, en la que los sacerdotes renovaremos las promesas sacerdotales y se bendecirán los santos Óleos. En el centro de la Semana, el Triduo sacro, de Jueves a Sábado Santo.
Los que creemos y amamos a Jesucristo, rebosantes de agradecimiento y compungidos por nuestros pecados, miramos a la Cruz redentora para contemplar y adorar al que cuelga de ella y confesar: “Verdaderamente, Este es el Hijo de Dios; el Cordero sin mancha que quita el pecado del mundo; el Siervo de Dios, triturado por nuestros crímenes, sus heridas nos han curado y nos han traído la paz y la reconciliación al mundo entero”. “¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!”. Y en la cima de la noche que culmina y cierra esta Semana por excelencia Santa, alboreando ya el nuevo día de un nuevo tiempo, de una nueva Semana, de una nueva Creación, nos abrimos a la esperanza firme que brota del hecho de que CRISTO HA RESUCITADO; la losa pesada del sepulcro, con la que se pretendía olvidar su memoria y abandonarlo a la muerte, no lo ha podido retener. Vive para siempre. Su humanidad, nuestra humanidad que es la suya, ha penetrado de manera irrevocable en la gloria de Dios. ¡Dios quiere que el hombre viva!. Reavivemos la esperanza y el anhelo de que vuelva y todo participe de su victoria definitiva sobre los poderes del mal y de la muerte.
Esto celebramos los cristianos en la Semana Santa. Es preciso que los cristianos vivamos estos días con especial intensidad religiosa y de fe cristiana. Es preciso que vivamos desde esta fe, hondamente, los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y lo comuniquemos a los demás haciéndolo incluso perceptible en actitudes y gestos. Hay que escuchar y meditar los pasajes de la Sagrada Escritura que nos hablan de estos hechos que han marcado definitivamente la historia. Dedicar tiempo, en estos días, a la oración y a la contemplación personal, en el seno de las familias, en las casas y en los templos. Participar intensa y religiosamente en las celebraciones litúrgicas; participar como familias. No olvidemos que en el centro de esta Semana está el amor de Dios, y que de él surge, el amor fraterno, la caridad, y el servicio: la cruz.