“Eres Tú, el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?”. Así le preguntan a Jesús unos discípulos de Juan Bautista, enviados por él. El mismo Bautista les dice a dos discípulos al pasar Jesús “Éste es”. Y los discípulos vieron, creyeron, se quedaron con Él.
Este pasaje me evoca la situación que estamos viviendo al celebrar ayer el día de la Presentación de Jesús en el templo, popularmente día o fiesta de la Candelaria, y de la Vida Consagrada, esto es, de religiosos y religiosas en la vida monástica y apostólica, de los institutos seculares, del orden de las vírgenes, de la vida eremítica. La pregunta de los discípulos del Bautista, después de dos milenios, y en medio de la pandemia y sin pandemia, con hechos y situaciones de la humanidad tan diversos y duros a veces, sigue ahí, la misma: “¿Eres, Tú, el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”. Y la respuesta la encontramos en los que han visto, han creído, y se quedaron, se han quedado con Él en una vida consagrada.
Por ejemplo, me acuerdo de mis tiempos de Granada un cura ermitaño o eremita, Manuel, que se retiró a una cabaña en Sierra Nevada a más de 2.500 metros de altura, y ofrecía, acogida, fraternidad, pobreza compartida, oración, palabra de Dios y Eucaristía diaria, presencia, en definitiva de Jesús en medio de hermanos heridos. Allá subieron, ente otros, cuatro hermanos heridos, casi destrozados y encontraron la respuesta a la pregunta clave, y me decían: “Dígaselo a todos, a los jóvenes, aquí, en esta soledad y silencio, hemos encontrado a Jesús, y ya ve, hemos sido liberados y sanados de las heridas que traíamos, con la acogida del hermano, -así nos llama, hermanos- la oración y la escucha de la palabra de Dios, la Eucaristía, la pobreza radical compartidas, nada más pero nada menos, y hemos sido curados de nuestras heridas; dígaselo a todos, sólo Él cura, sólo Él salva y libra de heridas, devuelve la dignidad perdida; y aquí nos tiene, llenos de alegría y esperanza.
Otro hecho: visitaba yo un monasterio de monjas contemplativas, de rigurosa clausura y austeridad, verdaderas orantes; y al rato llegó a visitarlas también un señor importante; cuando salimos de la visita, me dice este visitante: “oye, Antonio, ¿por qué estas monjas están tan contentas, por qué tienen esa alegría contagiosa? Y repuse al ilustre visitante: “¿Se ha dado cuenta que no tienen nada?”. Y él me añadió: “tienes razón, no tienen nada, nunca he visto un monasterio tan pobre y mira que yo conozco conventos, como tú sabes”. Y añadí, por mi parte: “sí, pero lo tienen todo, tienen a Dios”. Y me respondió: “tienes razón Antonio, sólo Dios es necesario; como diría la Santa, ‘sólo Dios basta’ ”.
Me bastan estos hechos para reflejar un poco lo que significa la Vida Consagrada, que ayer recordábamos y celebrábamos su día, dos ejemplos en los que la utilidad, el bienestar, los criterios humanos, los intereses materiales o de poder, los placeres terrenos, el olvido de Dios y la pretensión de hacer un mundo sin Dios… lo que hoy se busca, los que busca la “sabiduría” humana, no cuentan, sino todo lo contrario: sólo Dios, porque quien a “Dios tiene nada le falta”, porque sólo Él basta, sólo Él llena, sacia y colma de alegría y está con las puertas abiertas para acoger a todos, ser de todos a los que llaman “hermanos”, curar heridas, ser buenos samaritanos. Esa es la Vida Consagrada que conocemos, vemos y gozamos, porque es un gozo y alegría, ver a tantos y tantas miles de personas consagradas, que escucharon un día, como al Bautista los dos discípulos que al pasar Jesús un día indicaba: “Éste es”, y escucharon la respuesta suya “¿Dónde estás, dónde vives, quién eres? “Venid y lo veréis” y le siguieron y se quedaron con Él, porque hallaron la respuesta a sus, preguntas, a sus búsquedas. Así es la Vida Consagrada en sus diversas formas y carismas, fueron, vieron y se quedaron con Él, viviendo con Él en los diversos carismas.
Dios se ha valido, como nuevos Bautistas, de los Fundadores: San Francisco, Santa Clara, san Benito, Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de Dios, Santa Teresa de Jesús Jornet, San Enrique de Ossó, San Juan Bautista de la Salle, San José de Calasanz, etc. etc , con sus hijos e hijas, para decir a los que pasan, buscan y preguntan: “Éste es” y le han seguido y le siguen en los diversos carismas de vida consagrada que el Espíritu ha suscitado en su Iglesia para decirnos, curando enfermos o atendiendo a ancianos y a abandonados, a dementes y discapacitados, a mujeres maltratadas o víctima de explotación, sirviendo a los pobres más pobres, contemplando las maravillas del amor de Dios, en Jesús, y orando por todos, sintiéndose de verdad hermanos y hermanas de Dios, buenas y buenos samaritanos, a través de estos y otros carismas nos están diciendo que “sólo Dios basta”, que somos hermanos, que acoger a otros es acoger al mismo Jesús que vino a traer, verdad, amor, libertad, a Dios y mostrarnos su rostro de Padre que nos hace hermanos, que cuida de nosotros cuando nada tengamos, que no se olvida de los que sufren, que con ellos sufre y comparte dolores humanos su Hijo en la cruz redentora.
¡Cuánto bien haría conocer bien y mejor y ayudar la Vida Consagrada! El mundo de hoy sería distinto porque, al contrario que Erasmo de Rotterdan, digo y afirmo en estos momentos precisos: “sí, monachatus est pietas”. La vida consagrada es piedad y amor, testimonio de Jesucristo salvación y luz para todos los pueblos, Dios en medio nuestro. Demos gracias a Dios por la Vida Consagrada. Personalmente cuánto debo a la vida consagrada y cómo se lo agradezco a todos. Pero permítanme que concrete, a título de ejemplo solo, y sin ánimo de excluir a los monasterios carmelitanos de San José y la Encarnación de Ávila, a las cistercienses de Buenafuente del Sistal, a las monjas de Iesu Communio en Burgos y en Valencia, los padres Redentoristas, mis hermanos, a las religiosas Escolapias que estuvieron en Aluche de Madrid, a las Siervas Guadalupanas de Cristo Sacerdote, a las Oblatas de Cristo Sacerdote, a los padres dominicos, a los padres jesuitas, a los Benedictinos del Valle, a todos cuantos forman esa gran familia de la Vida Consagrada sin exclusión de ninguno. ¡Gracias , Señor por la vida consagrada, enriquécela con el don de nuevas vocaciones que tanta falta nos hacen en la Iglesia para el bien de la Iglesia y tanto la ayudan, y concede a todos una vida santa, de verdadera fraternidad que curen las heridas del mundo!