Queridos hermanos y hermanas de la diócesis de Valencia: En estos días, entre la Ascensión y Pentecostés, nos encontramos en la novena de invocación del Espíritu Santo y en la etapa final del Sínodo Diocesano. Damos gracias a Dios porque nos concede y nos ha guiado con esperanza y confianza hasta esta etapa final, con amor a la Iglesia universal y a esta Iglesia local que peregrina en Valencia.
Con esta carta, mis queridos hermanos, os recuerdo a todos que estas fechas nos evocan que la Iglesia existe para hacer presente a Cristo en obras y palabras, por el Espíritu Santo; existe para dar testimonio de Él; existe para evangelizar, es decir, hacer presente a Cristo en todo.
La Iglesia existe para Cristo, es de Cristo, no sería nada sin Cristo. Todo ha de apuntar a Jesucristo; no podemos mirar a otro que a Jesucristo, no podemos dejar de mostrar a Jesucristo en todo, como hace María, Madre, que nos muestra siempre a Jesús, abrazado por sus brazos de Madre. La Iglesia, hoy como ayer y siempre, como en los primeros momentos en que es enviada por el propio Jesús antes de subir a los cielos, se presenta con el mismo anuncio y testimonio de siempre, con la misma y única riqueza y tesoro de siempre: ¡Jesucristo! En Él y no en ningún otro podemos salvarnos. La fuente de esperanza para los hombres, para el mundo entero es Cristo; y la Iglesia es el canal a través del cual pasa y se difunde la corriente de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor, que está con sus llagas abiertas intercediendo siempre por nosotros ante el Padre.
En los tiempos que se nos ha dado vivir, y siempre, todo debe conducirnos a Jesucristo, a acogerle, a dejar que su amor y su gracia, su salvación y su luz, su obra redentora actúe en nosotros, y por nosotros en los demás, y nos transformen, nos cambien, nos renueven y nos hagan ser hombres y mujeres nuevos. Todo debería conducir a que los hombres le conozcamos, le amemos y le sigamos como el camino y la pauta inspiradora, la verdad, de nuestra conducta individual, familiar, social y pública, el único programa válido para la renovación de la humanidad y de la sociedad de nuestro tiempo. La fiesta de la Ascensión nos convoca a que Jesucristo sea aquél a quien confiemos nuestras vidas y haga de nosotros testigos de que es el único mediador y portador de la salvación para la humanidad entera; pues sólo en Él la humanidad, la historia y el cosmos encuentran su sentido positivo definitivamente y se realizan totalmente, como acontece en María. Él tiene en sí mismo, en sus hechos y en su persona, las razones definitivas de la salvación; no sólo es un mediador de salvación, sino que es la fuente misma de la salvación, la salvación misma, el Mediador único y universal.
Cristo es el camino y su misterio es la clave de interpretación del hombre, de la verdad del hombre. Jesucristo es la clave de interpretación de lo que es y está llamada a ser la humanidad entera en el designio de Dios. Cristo afecta a todo hombre, a todo lo humano, de manera total y decisiva. En Él está la salvación total y el logro del hombre, de manera irrepetible e irrevocable. ¡Abrid las puertas a Cristo! Aquí hay que situar la realidad tanto de la sociedad como de la familia. Ésta debe abrirse a Cristo, que es el que sabe, solo él sabe lo que hay dentro del hombre.
En estos momentos, hermanos, debemos ser fuertes con la fuerza que brota de la fe, obra del Espíritu: “Tened valor, yo he vencido al mundo” . Ésta es nuestra victoria, la fe. Debemos ser fieles. Hoy más que nunca tenemos necesidad de la fuerza de la fe y del Espíritu. Debemos ser fuertes con la fuerza de la esperanza, que lleva consigo la perfecta alegría de vivir y no permitir entristecer al Espíritu Santo. Debemos ser fuertes con la fuerza del amor, de la caridad, que es más fuerte que la muerte. Animados por el Espíritu, debemos ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia: diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo con Dios mismo -con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo-, diálogo de la salvación. Debemos mirar desde la tierra al cielo, fijar nuestra mirada en Aquel a quien hace ya dos mil años siguen las generaciones que viven y se suceden en nuestra tierra, encontrando en Él el sentido definitivo de la existencia, de la familia, de la sociedad, de todo.
Abrámonos a Él, constantemente y con confianza plena, sin ningún miedo ni temor, y dejémonos renovar y conducir enteramente por Él, anunciando con vigor a todas las personas de buena voluntad, que quien encuentra al Señor conoce la verdad, descubre la Vida y recorre el Camino que conduce a ella. Todo esto constituye como la base y fundamento de nuestro Sínodo y es lo que debe inspirarnos en esta etapa final de la Asamblea Sinodal que celebraremos los días 22 y 23 de este mes de mayo. Rezad, rezad insistentemente por el Sínodo, por la Asamblea Sinodal para que todo se haga conforme a la voluntad del Señor, lo que Dios quiere de nosotros, para que permanezcamos muy unidos todos a Cristo, escuchemos y secundemos lo que el Espíritu dice a esta Iglesia que peregrina en Valencia.
Jesucristo nos quiere, dejémonos humildemente querer por Él, que nos llene su amor, que nos llenemos de su amor y permanezcamos en Él, en su amor, y llevemos a cabo las obras que Dios nos pide, cumpliendo sus mandamientos: amarnos unos a otros como Él nos ha amado, siguiendo el camino de fe y sencillez evangélica de las bienaventuranzas, el autorretrato que Jesús nos dejó, para que identificados con Él asumamos sus mismas actitudes y sentimientos y llevemos a cabo sus acciones como hijos de Dios, hermanos de todos los hombres y hagamos con los demás lo mismo que el Buen Samaritano de la parábola: no pasemos de largo de los que nos necesitan, curemos sus heridas –no bastan buenas palabras, sino hechos, curación- y les ofrezcamos y los acompañemos a la Iglesia, posibilitando que en ella encuentren el calor y cobijo de hogar y el hospital de campaña que les cura y restablece. Y esto con gran alegría, como los primeros cristianos que admiraban por su alegría.
Alegrémonos y exultemos con una vida santa: sólo una Iglesia de santos propiciará una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos, de toda edad y condición, una verdadera revolución.