Estos días atrás he tenido acceso a unos informes de unos estudios sociológicos bien hechos, con rigor y fiables, sobre la situación de la Iglesia, que hacen pensar y que interpelan profundamente a la Iglesia. De inmediato me vino a la memoria aquella escena de Jesús con sus discípulos, en la que les pregunta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”. Y añadía otra: “¿Y vosotros quién decís que soy yo?”. Muchas cosas decían de Jesús las opiniones de la gente. Una sola fue la de Pedro, en nombre de los demás, cuando no dando una opinión más, sino la que venía de Dios respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Algo parecido me ha pasado con respecto a ese informe Sociológico sobre las opiniones, actitudes y situación respecto a la Iglesia de la gente o de lo que sucede en torno a ella. Respuestas muy plurales, como ante Jesús. Pero, y nosotros, los cristianos, los Obispos, los sacerdotes, ¿qué decimos, qué estamos diciendo, de hecho, que es la Iglesia?
La respuesta a esa pregunta sobre qué decimos sobre la Iglesia, la encontraba, en aquellos momentos de mi conocimiento de esos informes, en lo que nos ofrece el Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal para los próximos años,- un día hablaré de él- aprobado en la última Asamblea Plenaria de la CEE, o en lo que nos ofreció a todos el Sr. Cardenal Presidente de la CEE en su esperanzador discurso inicial de dicha Plenaria, o en lo que nos están diciendo y llevando a cabo los últimos Papas. Pero también en el testimonio vivo de tantos cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, ancianos y niños de a pie, que creen, anuncian, testifican a Jesucristo, viven de Jesucristo y lo transparentan Una Iglesia de fe que tiene en su base a Jesucristo, en la que está y obra Jesucristo, en el que Dios nos ha amado hasta el extremo, una legión de hombres y mujeres nuevos con la novedad de Jesucristo, que evangelizan, adoran a Dios y sirven a los hombres.
Sin ir más lejos, esta tarde mismo cuando escribo estas reflexiones, he ido a ver al estreno en Valencia de la película, de José María Zabala: “Amanecer en Calcuta”, con Madre Teresa, como protagonista, pero también sus hijas, o San Juan Pablo II, o los testimonios vivos, estremecedores de personas como el P. Cristopher Hartley, sacerdote toledano, misionero en Etiopía, o el de María de Hymalaya, testigo del amor de Dios y defensora de la vida. En todos ellos, en el conjunto de este film vemos esa Iglesia y lo que ella dice de sí misma: es el amor, el amor de Dios que ama a los hombres sin medida, ama a estas personas queridas por Dios y que se sienten queridas por Él, que tienen su corazón enteramente en ese amor que es el del Crucificado en tantísimos crucificados leprosos, enfermos, hambrientos, abandonados, no nacidos…. Es el amor de Dios que hace inmensas maravillas constantemente y lo estamos viendo. Un amor que no pasa nunca, y que es Jesucristo.
Al final de esta película que recomiendo vivamente a todos, -creyentes y no creyentes, a todos- me viene a los labios una acción de gracias a Dios y una alabanza interminable a Él por las grandes maravillas que está realizando a través de su Iglesia en la que ciertamente vive Jesucristo que es el amor infinito de Dios que se ha hecho carne, una carne débil y herida como la nuestra, la de los sufrimientos inmensos e indecibles de los hombres y en los que no les dejan nacer y son asesinados antes de nacer. Una Iglesia tan denostada, tan poco apreciada, tan tristona como dicen algunos, es la Iglesia de la alegría, del amor preferencial por los últimos (Recomiendo también aquella novela de Lapiérre “La ciudad de la alegría”, que en el fondo es la Iglesia del amor y del servicio). ¡Qué gozo se siente de ser esa Iglesia, que, sin duda necesita de purificación y renovación, pero en la que y por la que Dios actúa y trae la alegría del amor, de la familia, de la caridad por encima de todos, trae y muestra a Dios, es una Iglesia teologal y teocéntrica. Esa es la Iglesia de Jesucristo, Iglesia samaritana, en la que puedo estar yo, que soy un pecador y a pesar de mis pecados. Esa Iglesia en la que podemos participar de la gran revolución de Dios, que es la revolución del amor y del perdón, de la verdad y la razón divina que es amor y perdón. En ella, abriéndose a esa Iglesia, pecadora, con defectos y errores, pero santa, uno escucha la voz de su Señor, crucificado, amándonos hasta el extremo, y que vive triunfador del pecado y de la muerte, que nos devuelve o genera la máxima dignidad y verdad del hombre y de la mujer, su voz que nos está diciendo al hombre de hoy: “Ven conmigo, y vivirás; ámame, déjame que te quiera, y serás feliz, tendrás vida, verás la luz, un nuevo amanecer, habrá para ti un futuro grande lleno de alegría y evitarás la muerte; déjame quererte”.
Siento de verdad y en la verdad todo esto y por amor al mundo debo decírselo y no ocultarlo. Ese es el gran horizonte, un nuevo amanecer en todos los “Calcutas” del mundo, que son tantos, en todos los continentes y naciones. “Ven y sígueme”, les dice a los jóvenes; “venid y veréis la verdad de donde vivo, que es la Iglesia. Hogar de acogida, casa de todos, hospital para sanar heridas; morada donde vivo, donde vive la verdad que se realiza en el amor y nos hace libres, lugar donde y desde donde camino con los hombres, por los que he dado y doy y no me reservo nada, todo por vosotros y para vosotros, que tanto me importáis; os conozco por vuestro nombre y situación. No os privéis de mí y viviréis con esperanza y sin ningún miedo ni temor. El gran reto y desafío para los cristianos es ser y sentirse de verdad Iglesia de Jesucristo, edificada sobre la roca firme de Jesucristo y solo sobre Él. Jesús nos dice hoy: Entrad por mí en esa Iglesia, de la Verdad y del amor. Esta es la teología, como dice Teresa de Calcuta, que se remonta y repite desde hace dos mil años y no cambia para servir a la humanidad siempre y sin jamás dejar de actualizar esa verdad del amor en el que se asienta y construye.