17-04-2016
El domingo pasado se celebró la Jornada por la vida y hace poco, el 25 de marzo, fiesta de la Encarnación del Hijo de Dios, se cumplieron 21 años de la publicación por el papa San Juan Pablo II de la Encíclica Evangelium Vitae en la que nos ofreció a todos, creyentes y no creyentes, el gran regalo de la proclamación del Evangelio de la Vida y la defensa de la vida como hasta entonces no se había hecho. Con esta Encíclica una corriente de aire fresco y puro irrumpía en este mundo nuestro tan calcinado y desierto por la “cultura de la muerte”. Resonaba con fuerte vigor la voz libre y profética de la Iglesia, cargada de esperanza, que grita y anuncia el Evangelio, la Buena Noticia, de la vida porque el Evangelio del amor de Dios al hombre, en efecto, el Evangelio de la dignidad inviolable de la persona humana, y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Una Buena Noticia se nos dio entonces y sigue con la mismísima actualidad que en aquel momento. Una buena noticia aconteció en medio de nosotros, tan necesitados como andamos de buenas noticias. Una luz grande iluminaba aquellos momentos y sigue iluminando la oscuridad de una “cultura de muerte”. También como acaba de hacer el Papa Francisco con su Exhortación Apostólica La alegría del amor, sobre la familia, de la que es inseparable la vida: origen y cuidado de la vida humana. Y como hizo también en su Encíclica Laudato si, verdadero alegato con su ecología integral a favor del hombre y de la vida, y desenmascaramiento de la ideología de género, tan destructiva del hombre.
Nadie, en este tiempo, ha hablado con tanta fuerza, con tanta claridad y verdad, ni con tanto amor y ternura en defensa del hombre amenazado como lo está haciendo la Iglesia a través de estos paladines de la vida –San Juan Pablo II, Papa Francisco, el mismo Benedicto XVI– que nos han dirigido a los fieles católicos y a todos los hombres de buena voluntad que quisieran escucharle tan esperanzadores y comprometidos mensajes a favor de la protección de la vida y de su matriz natural que es la familia, futuro del hombre y de la humanidad.
La Iglesia, con amor, misericordia y ternura, sale en defensa del hombre amenazado, en defensa de la vida despreciada, en defensa de la dignidad humana preterida o violada. Clama por el hombre inocente, da la cara por el indefenso con energía, apuesta fuerte por la vida, por toda vida humana. Escuchando su mensaje se siente el gozo inmenso de ser hombre, la alegría de haber sido llamado a la vida, la dicha de ser una de esas criaturas –un hombre– querida directamente y por sí misma por Dios, que quiere que el hombre viva y cuya gloria es ésa: la vida del hombre.
La Iglesia no puede callar y dejar de anunciar este Evangelio: ¡Ay de mí si no evangelizare!, leemos en San Pablo; ¡ay! de la Iglesia y de sus hijos, si dejamos de anunciar este Evangelio de la vida que no es otro que Jesucristo, del que es inseparable el hombre, todo hombre sin exclusión de ninguno. La buena noticia para el hombre es Jesucristo, en quien encontramos a raudales infinitos la alegría del amor. Es a Él al que todos –aun sin saberlo– buscan porque todos quieren y anhelan el amor y la vida y rechazan la muerte y el desamor o el odio; ante Cristo todos se agolpan, a El todos acuden, aun sin conocerlo, porque, como vemos en el Evangelio, nos ha sido enviado por amor y es sanación, ha venido a curar, ha venido a que los hombres tengamos vida porque ¡Él nos ama, es Amor y es Vida!, que ansiamos. Para esto ha venido al mundo, para predicar esta dichosa noticia y para hacerla realidad en nuestro mundo y en el venidero y definitivo. En palabras del mismo Jesús, «ha venido para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). «Se refiere a aquella vida “nueva” y “eterna”, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa “vida” donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre» (Evangelium Vitae 1).
Si al final del siglo diecinueve, la Iglesia «no podía callar ante los abusos sociales entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial» (EV 5). Sin duda, la injusticia y la opresión más grave que corroe el momento presente es esa gran multitud de seres humanos débiles e indefensos que está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. El desafío que tenemos ante nosotros, en los inicios del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida y son capaces de amar podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
Hace 2016 años, en la aurora de la salvación, resonó para todo el mundo como gozosa noticia el nacimiento de un Niño. Aquel nacimiento ponía de manifiesto «el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace» (EV 1). Es cierto, es verdad, que el mayor acontecimiento en la historia del mundo, después del nacimiento del Hijo de Dios, es el nacimiento de un niño. Es como decir que en el milagro de la vida de cada ser humano se repite, en cierto modo, el milagro grandioso de un Dios que, por amor, se hace hombre; es como decir que Dios es el precio de una vida humana, de todas y cada una de las vidas humanas. Es como reconocer, en suma, que el asombro ante la dignidad de la persona humana se encuentra en Jesucristo, Evangelio de la Vida.
El mundo actual trata de apagar o de poner sordina a tan importante y esperanzador mensaje. Son las campañas y la trompetería de los embajadores y servidores de la “cultura de la muerte” y de miedo al futuro, que se cierne amenazadora sobre los hombres y los pueblos sumidos en un invierno demográfico, los que quieren apagar este mensaje; son las campañas de los que no aman al hombre, de los que le engañan y pervierten, de los que se sirven de él y quieren tenerlo bajo su control.
Pero la palabra de Dios, que es Vida, el Evangelio de la Vida y del amor que es Cristo, nadie puede encadenarlo aunque se intente, aunque se trate de ponerle una losa encima tras desacreditarlo. Es necesario que resuene en nuestra sociedad desalentada este Evangelio, «confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable». Es preciso que no se calle ni se debilite, como proclamaba el Papa San Juan Pablo II, esta «acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad» (EV 5).
Como el mismo Papa San Juan Pablo II recordó tantísimas veces a la humanidad entera, una de las más decisivas causas en las que se va a jugar el futuro de la Humanidad y la salvación del hombre en este siglo y milenio, que acaban de comenzar hace tan solo dieciséis años, va a ser la causa de la vida. El siglo XX ha sido el siglo de las guerras, de las más terribles de toda la historia humana. Desde la perspectiva de la fe católica, habría que añadir, además, el período histórico, dentro de la era cristiana, en el que valor fundamental de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión.
Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de la persona humana en el umbral del siglo XXI. La guerra se sigue utilizando sin escrúpulos como método brutal de solución a los problemas políticos. Se usa y justifica el terrorismo con su secuela de asesinatos, crímenes, vidas y familias destrozadas como recurso legítimo para no se sabe bien qué fines políticos, sociales o culturales, si no son la destrucción, el odio o la muerte. Se justifican la manipulación genética con fines experimentales o la eliminación de embriones, no considerados como seres humanos, como si no se tratara de “unos de los nuestros”. Nos hemos acostumbrado a esas cuatro quintas partes de la Humanidad que pasan hambre o a esos millones y millones de hombres, ya desde niños, que no tienen el mínimo necesario para subsistir con dignidad. Se vende, sin ninguna justificación e incluso falseando los mismos datos de las Naciones Unidas, el llamado “boom demográfico” con políticas antinatalistas puestas al servicio de intereses económicos e ideológicos. El narcotráfico criminal y el consumo de drogas sigue haciendo estragos en la vida de numerosos jóvenes. No son, por desgracia, infrecuentes los malos tratos, incluso con heridas y consecuencias de muerte, infligidos a mujeres y niños débiles e inermes. «La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, de los ancianos, de los disminuidos de todo tipo… se encuentra cada vez más desamparada no sólo por las leyes vigentes, sino también por las costumbres y estilos de vida más en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuertes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente, gana terreno lo que el Papa San Juan Pablo II calificó como la cultura de la muerte. Pero la muerte ha sido vencida en su misma entraña por el Evangelio de la vida, por Jesucristo, muerto en la Cruz y resucitado para nuestra salvación» (Cardenal Antonio María Rouco).
Los que creemos en Jesucristo y tenemos la firme convicción de nuestra llamada a la Vida, los que queremos al hombre, no podemos desalentarnos, no cejaremos jamás en la defensa de este hombre amenazado. Tengamos esperanza. Si hoy, con razón, nos avergonzamos de los tiempos de la esclavitud, no tardará en llegar un día en que nos avergoncemos y arrepintamos de esta cultura de muerte, también legalmente establecida, de manera singular, de esos millones de abortos protegidos y amparados por leyes antihumanas y, por tanto, antisociales.
Es preciso crear una conciencia más profunda y arraigada del don maravilloso de la vida y, consecuentemente, de una cultura de la vida. «Hay que ayudar a formar la conciencia, amordazada por las presiones, las agresiones y las manipulaciones de una cultura de la muerte. En esta lucha se juega buena parte del futuro de la Humanidad. Será, a la vez, el test que medirá el grado y espesor de la verdadera calidad humana. Son grandes los retos, pero son muy grandes y con horizontes mucho más amplios las esperanzas» (Card. Alfonso López Trujillo).
Trabajemos y luchemos por esta nueva conciencia, imploremos y recemos ante Dios por el cambio de la mentalidad presente, neguémonos a secundar cualquier iniciativa que atente a la vida, no demos nuestra adhesión a cuantos –personas, instituciones, obras, o disposiciones– vayan o pretendan ir en contra de la vida, porque no podemos adherirnos a quien niega algo tan fundamental y primero. En concreto, las leyes que no protegen la vida o que van en contra de ella no son respetables; «cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante» (EV 73).
Es necesario formar la conciencia moral, redescubrir el nexo entre vida, libertad y verdad en el hombre, criatura de Dios. «A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas. En particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces, y esto constituye al mismo tiempo un educar en la ‘alegría del amor’. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, la nueva civilización del amor, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado en su íntima correlación. La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente; sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida» (EV 97). Que se abran las fuentes de la vida para que haya una nueva primavera en nuestro mundo, caduco y envejecido sin la alegría de los niños y sin la esperanza de los jóvenes.
«El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho a la vida sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas una sociedad que, mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz se contradice radicalmente aceptando o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto a la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz… El “pueblo de la vida” se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el “pueblo para la vida” y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres» (EV 101).
Para que podamos descubrir este Evangelio de la Vida, es preciso que vayamos a las raíces que originan esta situación, o esta cultura de muerte: desmoralización y crisis de la verdad; pérdida del sentido de la persona humana y caída de los derechos humanos fundamentales; ausencia de Dios, quiebra de humanidad, caída del amor y de apuesta con pasión por el hombre.
Todas estas lecciones, y muchísimas más, las tenemos, pero mucho mejor dichas y más profundamente señaladas, en aquel otro gran paladín de la vida que fue en su tiempo, tan muy cercano al nuestro, el profesor Jeróme Lejeune, gran amigo del Papa San Juan Pablo II, defensor y profeta de la vida, que dijo de su amigo estas hermosas palabras: «El profesor Lejeune supo usar siempre de su profundo conocimiento de la vida y de sus secretos para el verdadero bien del hombre y de la humanidad y sólo para esto». El profesor Lejeune, fundador de la genética moderna, descubridor de la trisomía 21 como causa del síndrome de Down, cuyos afectados por este síndrome tanto le deben, a los que tanto quiso, por los que tanto luchó y defendió, con su aportación médica, pensando que su investigación sería proseguida para avanzar en los remedios de este síndrome y que desgraciadamente hoy están siendo eliminados antes de nacer.
Una sociedad que mata a estos inocentes está expresando y poniendo de manifiesto la crueldad y la cota de maldad a la que es capaz de llegar la humanidad si sigue por los derroteros de la cultura de muerte que nos domina y de cómo es también capaz de privarse del don inmenso que son estas personas con el síndrome de Down.
Hace unos días tuvimos aquí, en Valencia, la presentación de la Fundación Lejeune y la proyección de una película, preciosa y estimulante, sobre él. Felicitamos y agradecemos profundamente a la Fundación Profesor Lejeune que prosiga sus desvelos y sus trabajos, que difunda su pensamiento y su obra, que tanta falta nos hacen; agradezco que eligieran Valencia y la Universidad Católica, comprometida con la defensa de la vida de modo muy particular y empeñativo, y aún lo será más, por medio de este gran luchador que es el profesor Justo Aznar, y que haya querido participar e intervenir en el homenaje en Valencia a Lejeune y de compromiso con su legado, otro gran paladín de la vida, que es D. Jaime Mayor Oreja.
A todos muchas gracias, y con todos prosigamos adelante trabajando con este hermosísimo y esperanzador legado de lucha y defensa por la vida. Además, esto lo hacemos en el tiempo de Pascua, en que conmemoramos el que «vida y muerte lucharon en singular batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta».