Ante el Misterio de la Eucaristía
Cuando vamos a comenzar la celebración de la Semana Santa y Triduo Pascual, en los que la Iglesia celebra los misterios de la salvación actuados por Cristo en los últimos días de su vida, os invito a descifrar vuestra existencia en íntima comunión con Cristo. Y os propongo hacer una meditación llena de profundidad del Misterio de la Eucaristía. Estoy seguro que os ayudará a entrar y participar activamente en esta Santa Semana. ¡Qué profundidad y qué horizonte tan distinto adquiere la vida cristiana en la celebración de la Eucaristía, en esa comunión real y verdadera con Jesucristo! ¡Qué bien se entienden y se viven esas expresiones de “un solo pan, un solo cuerpo” y “un solo corazón y una sola alma” y que dio la vida por nosotros! Recibir la Eucaristía significa entrar en comunión profunda con Jesucristo. En esa comunión real nos sabemos salvados y teniendo un solo corazón y una sola alma. Entrar en esa comunión es entrar en esa realidad que, con palabras de Jesús, cada cristiano quiere asumir en su vida para que ésta tenga significado y así poder vivir la densidad que la vida humana tiene: “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).
“Haced esto”
En la Eucaristía, don perfecto que realiza el proyecto de amor por la redención del mundo, Jesús se inmola libremente por la salvación de la humanidad. Como Iglesia que somos de Jesucristo, estamos en el mundo para mantener con fuerza la memoria viva de Jesucristo. Hay que dar cumplimento al encargo recibido de Él: “Haced esto”. Gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo. La Iglesia es la red –la comunidad eucarística– en la que todos nosotros, al recibir al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo con el mismo abrazo del Señor y dando la vida. Ante el mandato del Señor de “haced esto”, ¿cómo lo haremos? La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor. Y no sólo como un don entre otros muchos, aunque sean muy valiosos, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y además de sus obras de salvación. En la Eucaristía, nos encontramos con Él y entramos en comunión con Él, vivimos en su presencia y desde su presencia, desde su aliento y desde su amor. Hay que hacer memoria de su entrega, de su sacrificio, de su amor, de ese amor que le impulsó desde el inicio mismo de su predicación a vivir con todos: el perdón, la cercanía, la solidaridad, la obediencia fiel y hasta las últimas consecuencias.
En la Eucaristía adquirimos nuestra personalidad eternizada
La Eucaristía es sacramento permanente donde Cristo está realmente presente, es sacramento de unidad y sacramento de Amor entre los hermanos. Es cierto que en todas partes podemos reavivar nuestra relación con el Señor, pero la fe nos asegura que el Dios con nosotros, el Emmanuel, se quedó bajo las especies sacramentales de pan y de vino en la Eucaristía. Ahí está Dios; ahí vive Dios; ahí se perpetúa la entrega y el amor de Jesucristo, el amor redentor hacia los hombres. En la Eucaristía toda la creación, la historia y los hombres vivos se hacen oferentemente presentes a Dios. En la Eucaristía llegamos a ser en presencia de Dios, nos dejamos hacer por su vida, entramos en comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo y así llegamos a alcanzar nuestro verdadero cuerpo y nuestra personalidad eternizada. En la Eucaristía alcanzamos la salud, como es tener la verdadera relación sanante y sanadora. En la comunión con Jesucristo, tenemos su mismísimo misterio relacional: relación con la naturaleza, relación con el prójimo, relación con la historia y relación con el Misterio de amor y de gracia que es Dios.
La Eucaristía, manantial y fuente del nacimiento de la Iglesia
¡Qué maravillosa resulta la contemplación de la Eucaristía desde la perspectiva del gesto supremo de Jesús en la última cena! Él, en un gesto supremo de su libertad vivida como donación y no como reserva de su existencia o de distanciamiento de los hombres, invierte la traición y el abandono en un signo de solidaridad y acompañamiento. En esta entrega y reparto de su vida por todos, “esto es mi cuerpo; esta es mi sangre entregada por vosotros y por muchos”, está la estructura constituyente de la Eucaristía y se establecen las leyes para la celebración de la Eucaristía y de la presencia de la Iglesia en el mundo. La Iglesia nació en el momento en que el Amor fue más fuerte y más grande que la muerte, haciendo que apareciese el hombre nuevo. Y así, la Iglesia tiene a la Eucaristía como manantial y fuente de su nacimiento. Al celebrar la Eucaristía, la Iglesia se reconoce a sí misma, pues naciendo de la vida de Cristo, entregada y siendo enviada al mundo para que entregue la vida misma de Él a todos los hombres, viviendo como un solo cuerpo y siendo un solo corazón y una sola alma, encuentra la hondura de su misión. La Iglesia, que nace de la comunión con Cristo hasta el límite, en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada, se ve inducida a una comunión universal. De tal manera que el cristianismo, por la Eucaristía, introduce e induce a una subversión, pues todo queda relativizado frente a la persona, todo está subordinado a la persona que se interpreta a sí misma y conoce su destino a la luz de la existencia humana de Jesucristo.
Descubramos en la Eucaristía el sentido divino de la vida humana
En la Eucaristía, las personas y las comunidades aprendemos a descubrir, por impulso del Espíritu Santo, el sentido divino de la vida humana. Celebrar la Eucaristía es aprender el sentido divino de la vida. La Eucaristía es escuela auténtica y única de humanidad verdadera. Y es que Cristo revela plenamente el hombre al hombre, de tal manera que se deja entrever una cierta semejanza entre la unión de las Personas Divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la unión de los hijos de Dios en la Verdad y la Caridad.
Quien participa en la Eucaristía aprende a encontrarse plenamente en la entrega sincera de sí mismo en la comunión con Dios y con los demás, que son sus hermanos. En la Eucaristía descubrimos la profunda verdad de nuestro ser: se nos da la vida y damos esa misma vida que se nos da, para entrar en comunión unos con otros. Es la Eucaristía la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia y del Amor que es Cristo, realmente presente en este Misterio. La Eucaristía crea comunión y nos educa para la comunión. Y tiene una relación muy especial con el compromiso ecuménico, porque crea y llama a la unidad. La Eucaristía también nos impulsa a amar hasta las últimas consecuencias, pues quien comulga con Cristo no puede tener distante a nadie de sí mismo, ni puede dejar de morir por nadie, es de todos y para todos.
Termino con una estrofa del himno 3 de San Efrén sobre la Eucaristía:
“¡Oh dichoso lugar! Nunca ha sido preparada / una mesa como la tuya, ni en la casa de reyes, / ni en el tabernáculo, ni en el Sancta Sanctorum. En ti fue partido el pan de las Primicias, / tú fuiste la primera Iglesia de Cristo y el primer altar; / en ti se vio la primera de todas las oblaciones”.
Que esta Pascua sea para todos nosotros un tiempo profundamente eucarístico.