La evangelización de América es un tema que de vez en cuando salta a la palestra del debate público. Personal y objetivamente, sin entrar en polémica, reconozco: ¿Cómo dejar en estos momentos de dar gracias al Dios, Único y Verdadero, cuyas huellas rastrean todos los hombres de todos los tiempos, a veces sin saberlo, y que se nos ha dado en Jesucristo? ¿Cómo callar esta acción de gracias gozosa porque los predicadores del Evangelio cumplieron su misión sin desfallecimiento, con libertad e intrepidez, sin cálculos sugeridos por astucias humanas? Aquellos predicadores ofrecieron lo mejor que puede ofrecerse a los hombres: no oro y plata, sino a Jesucristo, en cuyo nombre todo hombre está llamado a caminar en verdad y justicia y será salvo. Ellos “predicaron en toda su integridad la Palabra de Dios, sin ocultar con el silencio las consecuencias prácticas que derivan de la dignidad de cada hombre, hermano en Cristo Jesús”(Juan Pablo II).
Toda la Península Ibérica, incluidas tierras a los ojos de los hombres sin gran relieve, como Ávila, también les cabe la gloria de esta evangelización. Desde los comienzos, hasta hoy, Ávila se ha sumado a la gran empresa de la evangelización de América. El madrigaleño Vasco de Quiroga, sin duda alguna, es una de las glorias que brilla con mayor esplendor en aquellos primeros tiempos de la obra evangelizadora por las tierras recién descubiertas. “Tata” Vasco, como se ha escrito, “es una cumbre de humanismo cristiano, evangélico; se dedicó a promocionar al indio, con máximo y exquisito respeto, por todos los medios posibles, eficazmente; sigue vivo en el recuerdo de aquellas buenas gentes descendientes de los indios que él evangelizó y civilizó. A los que hizo hombres cristianos, cultos, letreros, artesanos, agricultores, alegres, con precisión social para todas sus necesidades, con amor…”.
La obra emprendida y la herencia de “Tata” Vasco ha sido continuada a lo largo de los siglos, hasta hoy, por una larga historia de hombres y mujeres abulenses que han servido con toda ilusión esperanza y gozo a nuestros hermanos de Hispanoamérica. Y lo que digo de los abulenses, podríamos decirlo de otros: castellanos, andaluces… Todos ellos han escrito bellísimas páginas de cristianía, de humanidad, de inquietud por el hermano de proyección misionera entre los pueblos hermanos de América. Ellos y ellas son para nosotros motivo de alabanza y acción de gracias, de gloria y alegría, y estímulo y acicate en nuestra vida.
Y junto a este sentimiento obligado, no ha de faltar la llamada a la continuación de esta obra evangelizadora, cultural y servicial. Nuestra mejor aportación a esta memoria agradecida que ahora hago, habría de ser continuada e intensificada ahora; América Latina pasa por momentos nada fáciles, no podemos dejar solos a aquellos países hermanos y a sus gentes, por ejemplo ante la invasión cultural del pensamiento único, ante el relativismo dominador; y por eso apelo a unirse más y cooperar mejor y más ampliamente a las Conferencias Episcopales de habla hispana y portuguesa a las diócesis españolas, a las órdenes religiosas a movimientos cristianos nuevos, a Universidades Católicas (la JMJ de Lisboa podría ser una ocasión). Es necesario unirse y colaborar, tenemos una responsabilidad de la que habremos de dar cuenta a Dios y ante el mundo y la historia. De esta unidad y colaboración en la obra evangelizadora y cultural dependerá el futuro universal, como hubo un futuro nuevo y esperanzador universal para el mundo del siglo XVI por la primera y eficaz evangelización de América.