La semana pasada, los Obispos de las provincias eclesiásticas de Valencia, Tarragona y Barcelona (Comunidad Valenciana, Baleares y Cataluña) juntos, unidos como Iglesia, acudimos a Roma en la ‘Visita ad Limina’ que los Obispos hemos de hacer cada cinco años como signo de comunión con el Papa y orar ante la tumba de los Apóstoles -Pedro y Pablo-, expresión de esa misma comunión que nos constituye como Iglesia. Han sido unos días en que hemos podido comprobar una Iglesia viva, animada en el Espíritu, que nos urge a salir a donde están los hombres para anunciarles sobre todo a Jesucristo, luz y salvación y esperanza para todos los hombres.
En todos los Dicasterios de la Curia Romana que visitamos, la misma voz, llamada y consigna: es la hora de evangelizar de nuevo e intensamente, es la hora de la esperanza que no defrauda, es la razón de ser de la Iglesia, es la hora de avivar lo que somos, misterio de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, esto es, sacramento de comunión y unidad. El mismo Papa, al que encontramos tan estupendamente, con tanto cariño hacia nosotros, y, en nosotros, a España, fue una llamada a anunciar a Jesucristo; vimos al Papa como es, un padre, cercano, que escucha y acoge, un Papa con entrañas de misericordia, profundamente humano y evangélico, con gran sentido del humor, realista, y con capacidad de diálogo; un Papa de la esperanza y de la ternura; tuvimos con él una larga conversación de dos horas y media, un poco más, pero que se nos hizo corta, en la que no soslayó ninguna de nuestras preguntas e inquietudes. Para mí estos días, y creo que para todos los que participamos en esta ‘Visita ad Límina’, han supuesto un fortalecimiento de nuestra fe en la Iglesia, un gozo de ser Iglesia, un sucesor de los apóstoles columnas y cimientos de la Iglesia, y un aliento a caminar juntos con la Iglesia en su misión de servir a todos sin exclusión de nadie, especialmente a los necesitados y pecadores.
Tengo que decir a todos cuantos me lean o escuchen que no es posible vivir en unión con Cristo Jesús y separarnos de algún modo o distanciarnos efectivamente de ella. No podemos separar a Cristo de la Iglesia. La Iglesia es inseparable de Cristo, pero también Cristo es inseparable de la Iglesia. En expresión de san Agustín, Jesucristo y la Iglesia constituyen el “Cristo total”. “Del costado de Cristo, dormido en la cruz, enseña el Concilio, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC 5). Por eso el Vaticano II ha reclamado ampliamente el papel de la Iglesia para la salvación de la humanidad, de la que ella es su primera beneficiaria (Cf RM 9).
“En verdad, decía Pablo VI, es conveniente recordar esto en un momento como el actual, en que no sin dolor podemos encontrar personas, que queremos juzgar bien intencionadas, pero que en realidad están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a Cristo, pero no a la Iglesia… ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado en favor de Cristo es el de san Pablo: Amó a la Iglesia y se entregó por ella?” (EN l6).
Es verdad que, por razones muy diferentes y desde actitudes muy variadas, hay cristianos que encuentran especiales dificultades para integrar en su confesión de fe el “creo en la Iglesia”. Parece que, en los últimos decenios, está pasando un poco como al músico Schubert, que suprimía de sus composiciones musicales sobre la Misa “et in unam, sanctam, catholicam Ecclesiam”.
Con todo, no sabría, no sabríamos decir seriamente “creo” sin creer en la Iglesia. “Creo en la Iglesia” significa que mi adhesión personal e incondicional a Dios tiene lugar dentro de la Iglesia, en su seno materno; que la eclesialidad es una dimensión de ese acto de suprema confianza que es la fe cristiana. Y no hay nada como la fe, comparable a la fe. No sabemos lo que tenemos con la fe. Creo en el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo eclesialmente. La fe, que no puede ser más que teologal en su principio como en su fin, es, de forma igualmente esencial, eclesial en el modo de ejercicio. La fe, que es un acto absolutamente personal -nadie puede creer por mí-, es intrínsecamente eclesial: creemos en la Iglesia, con la fe de la Iglesia, con la Iglesia de todos los tiempos y lugares, la única Iglesia, una fe apostólica.
La Iglesia, por otra parte, no puede ser entendida ni valorada sino desde la fe en Dios y desde el horizonte de salvación eterna que Él nos ha preparado. A partir de aquí nuestra visión y mirada a la Iglesia viene a ser iluminada por Aquel que es ‘Luz de las gentes’. Esta realidad nos hace percibir su realidad total, su misterio y también el misterio de lo que es el hombre santificado y renovado por la fe en Jesucristo.
Un acercamiento puramente humano no la comprende enteramente. Pero les aseguro que no conozco experiencia más gratificante que el vivir la realidad de la Iglesia, ni más dichosa ni esperanzadora que sentir la Iglesia y vivir dentro de ella. Si uno quiere conocer la belleza de la catedral de Valencia o la de Burgos, o la de León o las Basílicas de san Pedro, o de San Pablo, o de Santa María, en Roma, ha de entrar dentro; si uno quiere comprobar la belleza y realidad de la Iglesia ha de estar y entrar, dentro de la Iglesia, sentirse Iglesia. ¡Qué alegría la de estos días y qué coraje y fuerzas las que he recibido en estos días con mis hermanos Obispos de Valencia, Cataluña y Baleares, de los Dicasterios Romanos, y principalmente con el Papa Francisco!