Hace unos días me hacían una entrevista y me preguntaban sobre cuál era, a mí entender, el problema o cuestión principal, hoy, ante todo lo que está cayendo. Y le respondía con el título de este artículo. El problema central del momento que atravesamos, es el de la fe, creer o no creer. Y esta respuesta no es ni álibi ni una alienación; sino lo más realista, comprometido y comprometedor que puedo responder. Es la cuestión principal que apremia del año que pasó: a) con la crisis sanitaria tan grande que estamos sufriendo por la pandemia ¿y la incapacidad manifiesta y culpable para hacerle frente por parte del gobierno? tal vez, pero también de la sociedad por su insuficiente responsabilidad para cerrar puertas a contagios posibles; b) con la crisis social y económica tan brutal en la que nos hallamos inmersos, ¿agravada por la insensibilidad social palpable por parte del Gobierno y por sus visibles carencias para aplicar soluciones económicas, sociales y humanas, adecuadas ante ella?, tal vez; c) con la crisis cultural tan honda que nos corroe, ¿con culpabilidad evidente del Gobierno? tal vez, que se equivoca por completo, por ejemplo en educación y en medidas culturales que difunden la mentira, la falta de la verdad, el relativismo moral y gnoseológico, el ataque a la vida y la familia y la difusión de una cultura de muerte y del odio, o de ideologías perniciosas, y en la crisis cultural habría que sumar o añadir la responsabilidad o irresponsabilidad de medios de comunicación social y otros factores; d) con la crisis política que nos domina, ¿originada por el Gobierno actual?, tal vez, porque en su gobierno o desgobierno piensa en sí para sí y sus intereses particulares y partidistas-ideológicos y está socavando la democracia, sus cimientos y la libertad, con máximo riesgo político de futuro para una paz estable, y sustituyéndola por un sistema autocrático, dogmático, desconcertado y desconcertador, de máximo riesgo, y destruyendo la sociedad de la concordia y de la convivencia; y e) con una honda crisis espiritual, que se suma a las anteriores, a la que ni la Iglesia Católica, ni las confesiones cristianas o las tradiciones religiosas le estarnos dando respuestas pertinentes, y es la crisis, sin embargo, más honda y subyacente, en buena medida, a las anteriores; porque el problema principal que hoy aqueja a la humanidad entera, por supuesto a España, sigue siendo el olvido práctico de Dios, la negación de Dios, vivir de espaldas a Dios, vivir como si no existiera; esto es lo más grave, con mucho que nos está sucediendo ahora; además, el sentido laicista que domina favorece dicho olvido de Dios. Sin embargo, Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre y para la sociedad. Por eso, ya el Papa San Pablo VI, con Henri de Lubac, definió el ateísmo como el drama y el problema más grave de nuestro tiempo. Sin duda alguna, lo es.
El silencio de Dios o el abandono de Dios es, con mucho, el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia en Occidente. No hay otro que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Ni siquiera la pérdida del sentido moral, porque conlleva la destrucción del hombre. Por todas partes y en muchas realidades de hoy Dios es el gran ausente, en apariencia, aunque su presencia sea muy manifiesta y anhelada por el corazón del hombre, pues se vive también hoy, como diría san Pablo, una expectación por el alumbramiento de una humanidad nueva. Recuerdo que el Papa San Juan Pablo II en el transcurso de su penúltimo viaje a España, concretamente en Huelva dijo: “el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores morales que son base y fundamento de la convivencia humana, para todas las esferas de la vida”.
El olvido de Dios, en efecto, quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma valores éticos. Una sociedad sin fe es más pobre y angosta, menos humana. Un mundo sin abertura a Dios carece de aquella holgura que necesitamos los hombres para superar nuestra menesterosidad y dar lo mejor de nosotros y darlo a los demás, singularmente a los descartados, heridos y pobres de hoy. Un hombre sin Dios se priva de aquella realidad última que funda su dignidad, y de aquel amor primigenio e infinito que es la raíz de su libertad y de su amor, o de su libertad para amar. Por esto mismo, en medio del silencio tan denso de Dios, mi ministerio y proyecto personal y eclesial como Obispo, ahora en Valencia, en España, o donde esté, no quiero que sea otro que principalmente hacer resonar públicamente, a tiempo y a destiempo, explícitamente o implícitamente el Nombre de Dios, revelado en Jesucristo: hablar de Dios en todo, y con todos los medios a mi alcance; no quiero ni tengo otro referente que la palabra de y sobre Dios, hablar de Dios, como el sólo y único necesario, fundamento, horizonte, y meta de todo lo creado, pedir que volvamos a Él, exhortar a que centremos toda nuestra vida en Él, porque en Él está la dicha y la salvación. Como, ya he comentado otras veces, me decía en una ocasión en Jerusalén el gran hombre de Estado y gran judío creyente, Simón Péres, un verdadero hijo de Abrahán: “los que creemos en Dios, judíos y cristianos tenemos la gran responsabilidad de decirle, y anunciarle a todo el mundo que sin Dios no podemos afirmar la gran dignidad del ser humano, ni derechos humanos universales y fundamentales, no habrá concordia, ni convivencia pacífica, no habrá paz ni será posible la paz”. Sí, esa es la responsabilidad que me apremia, y ¡ay de mí si no la cumplo!, cumplirla con la palabra y las obras de caridad y orando insistentemente y adorando a Dios.
Al finalizar un año y comenzar otro nuevo, todavía en su inicio, pido a Dios me dé fuerzas para no cesar ni cansarme en este anuncio y que me conceda sabiduría y experiencia suya para no hablar de Él, revelado en su Hijo Jesucristo, con palabras gastadas, hueras, sino con palabras vivas, eficaces y verdaderas. No se trata, por supuesto, de estar pensando en sacralizar el mundo, o de volver o desear que vuelvan tiempos medievales. No se trata de eso. Sino sólo quiero proclamar una vez más, por enésima vez, que sin Dios, nuestro mundo, nuestra sociedad, nuestra vieja Europa, España, van a la deriva, camino de su destrucción: cosa que Dios no consentirá ni quiere, porque quiere nuestro bien y nos ama, como comprobamos los días atrás de Navidad y Epifanía.
La solución o respuesta a lo que está sucediendo de caos y desorden, de miedo e incertidumbre de futuro, de quiebra de humanidad, con todos mis respetos a quienes no acepten lo que digo, es que el mundo crea, porque, quede muy claro, que ni las soluciones técnicas o la ciencia salvará el mundo. La hora presente considero, con la Iglesia, debe ser la hora del anuncio gozoso de Dios, del Evangelio, la hora del renacimiento moral y espiritual, la hora de Dios – de su reconocimiento y afirmación- la hora de la esperanza que no defrauda, la hora de renovar la vida interior de las comunidades eclesiales y humanas, como la familia, la escuela, … de emprender o proseguir una fuerte y vigorosa, sólida y audaz, acción evangelizadora. Evangelizar con la palabra y con obras de la caridad que viene de Dios, sirviendo por encima de otras cosas al hombre, necesitado de tantas cosas como nos descubre la pandemia En todo esto está mi proyecto, no tengo otro ni puedo pensar en otro. Que Dios me ayude porque sé que sin Él, sin la oración nada soy ni nada puedo hacer rodeado de tantas crisis.
Vivir la fe y comunicarla a los demás es nuestro mejor y más inaplazable servicio, el de los cristianos, a los hombres. Ello, en modo alguno, significa encaminarse a una sociedad alienada o sacralizada, de pensamiento único, a un neoconfesionalismo, ni resucitar ningún tipo de “cristiandad”, ni revivir ningún “sueño de Compostela”, como diría el historiador francés Delumeau. Y menos aún de imponer ninguna ideología que esclavice, en primer lugar, porque no se trata de ninguna ideología el creer, y, además, porque creer es un acto libre, el más libre, que no se puede imponer a nadie, y porque la verdad de Dios nos hace libres, y se propone, no se impone.
No se trata de emprender una cruzada ni de dirigirse a una nueva época de conquista. De lo que se trata sencillamente es de creer: creer en Dios que salva y libera y nos hace hermanos, vivir en verdadera fraternidad; creer en Jesucristo, en quien se nos revelado la verdad de Dios y del hombre y nos ha manifestado la grandeza y dignidad de nuestra vocación, de ser hombres, hombres salvados y libres; se trata de creer en Jesucristo, volver a Jesucristo, que tiene palabras de vida eterna, que es camino, verdad y vida para los hombres, que es luz para todos los pueblos, que es esperanza y salvación para todos, singularmente los más pobres y necesita actos, los excluidos y descartados. Se trata de abrir las puertas a Cristo sin ningún miedo. Se trata de abrir a su fuerza salvadora las fronteras de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. Y esto porque Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. Sólo Él lo sabe.
Personalmente, confieso con toda sinceridad y creo, plenamente convencido y con toda verdad, con la Iglesia y dentro de ella y por puro don y gracia divina, en Jesucristo como el Salvador de los hombres. Por esto afirmo con toda sencillez y gozo y se lo ofrezco a los demás que no podemos excluirlo de la historia de los hombres; excluirlo significaría ir en contra del mismo hombre como sucede hoy. La Iglesia no tiene otra riqueza ni otra fuerza que Cristo; no posee ninguna otra palabra que Cristo: pero ésta ni la podemos olvidar, ni la queremos silenciar, ni la dejaremos morir. Anunciar a Cristo, testificar a Cristo, es nuestro mejor y mayor servicio a los hombres. Anunciar a Cristo, ser testigos del Dios vivo, no es sacralizar ni dominar el mundo: es servirle y darle a Aquel que hace nuevas todas las cosas, que ha vencido a la muerte, que trae la buena noticia a los pobres y que nos hace libres. Se trata, en suma, de ser coherentes hoy con la fe y la experiencia de Jesucristo que es paz y esperanza para todos. El Papa San Juan Pablo II, en la consagración de la Catedral de la Virgen de la Almudena de Madrid, nos lo dijo claramente “salid a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura, en la vida política’’, “Salid, una Iglesia en salida”, nos está diciendo constantemente el Papa Francisco (En esa órbita se entiende y se sitúa, por ejemplo, mi decisión por participar en la campaña de defensa de la libertad de enseñanza, y en algunas otras campañas). Necesitamos superar la vergüenza y los complejos y no echarnos atrás en el anuncio y presencia del Evangelio. Y esto siempre desde el respeto exquisito y pleno a las convicciones ajenas, sobre todo, a las personas y a su libertad. Nunca desde la imposición, la exclusión o el avasallamiento. Este es el futuro. El proyecto de la Iglesia para un futuro de la humanidad no puede ni debe ser otro que evangelizar de nuevo, como en los primeros tiempos. Evangelizar urge y apremia.
En todo lo que acabo de indicar se encierra todo mi proyecto, mi anhelo y deseo para este año, como obispo, en el que se adivina con toda claridad cuál es mi balance del año que acabó y mi diagnóstico de la situación que atravesamos, y a eso se dirigirá primordialmente el Sínodo diocesano y todo en la diócesis.