«Lucharon vida y muerte/ en singular batalla/ y, muerto el que es la Vida, / triunfante se levanta… ¡Resucitó de veras/ mi amor y mi esperanza!» (Secuencia Pascual). «Vieron y creyeron. Hasta entonces no habían entendido la Escritura que El había de resucitar de entre los muertos». Nosotros, los cristianos, también creemos que Cristo ha resucitado, así lo profesamos en el centro de nuestra profesión de fe: «Fue muerto y sepultado, resucitó al tercer día».
«No tengáis miedo», les dice el ángel a las mujeres que llegan al despuntar el alba al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. «Sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí; Ha resucitado, según lo había dicho» (Mt 28). Éste es el gran anuncio para los cristianos de hoy; éste es el gran pregón para los hombres de todos los tiempos y lugares. La crueldad y la destrucción de esta crucifixión no ha podido retener la fuerza infinita del amor de Dios que se ha manifestado sin reservas en la misma cruz. Los lazos crueles de muerte con que se ha querido apresarle para siempre al Autor de la Vida, Jesucristo, han sido rotos, no han podido con Él. No busquemos entre los muertos al que está vivo. ¡Ánimo, yo he vencido al mundo! (Jn 16, 33), asegura el Señor.
Ésta es nuestra fe. Ésta es nuestra victoria: la fe de la Iglesia que vence al mundo, la que derrota al mal y a la muerte. La resurrección de Jesús de entre los muertos es el núcleo de nuestra fe. Ella es el acontecimiento culminante en que se funda la fe cristiana, la base última que la Iglesia tiene para creer, el fundamento para su esperanza, la raíz de un amor que se entrega todo por encima de los poderes de muerte. La fe cristiana es fe en la persona de Jesús; y esa fe depende del acontecimiento del Hijo de Dios «venido en carne» y crucificado, y de su resurrección de entre los muertos.
Por eso también nosotros resucitaremos, y si nosotros no resucitamos, «si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Co 15, 13). Pero entonces nuestra fe carece de sentido, no tiene fundamento ni consistencia, seríamos los más desgraciados de los hombres, seguiríamos hundidos aún en nuestros pecados. Por esto dice san Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana también vuestra fe (1 Co 15, 17)».
Un mártir ejemplar
Si Cristo no ha resucitado y si nosotros no resucitamos, entonces Cristo no es el Hijo único de Dios venido en carne, sólo sería un hombre y un ejemplo para la lucha, un ideal inalcanzable o un modelo para los más fuertes. De hecho, muchos hoy están fascinados por Jesús, como hombre libre, como fiel a Dios y a sí mismo hasta la muerte, como hombre enteramente para los demás, como profeta de un mundo más justo y fraterno. Pero no admiten su resurrección. Entonces Él no es el salvador, no nos habría redimido ni rescatado de los poderes de la muerte y del pecado; no nos habría salvado. Continuaríamos en la soledad, cargados con el pesado fardo de nuestra miseria sin poder deshacernos de él y, encima, con la terrible tarea imposible de alcanzarla por nuestra parte, de liberarnos de la muerte y alcanzar la vida para siempre. No habría salvación para el hombre. Si Jesucristo no ha resucitado, entonces Él no pasa de ser un mártir ejemplar; lo bueno quedaría en El, pero nosotros seguiríamos igual inmersos en la miseria del pecado y del mal y presos en el dominio de una muerte con la que todo quedaría acabado. La esperanza humana sería una pobre esperanza, una mera resignación, una esperanza limitada a unos bienes o a un recuerdo, nada más; la muerte continuaría dominando de manera inexorable. Sin la Resurrección, el Crucificado no nos salva; y la Iglesia, y nosotros, con ella, no tendríamos más qué decir que nuestra predicación es absurda y que nuestra fe carece de sentido. Pero es que también la vida carecería de sentido. Porque para qué amar, trabajar, casarse, luchar, esforzarse. Todo sería vanidad, ilusión.
Nos urge y nos apremia anunciar a Cristo que ha resucitado de entre los muertos. Sobre esta verdad, sobre esta piedra angular se asienta todo y sin ella no hay posibilidad de edificar la humanidad. No podemos silenciarla. Es la gran alegría para todo el mundo, la gran esperanza que los hombres necesitan para poder arrostrar el futuro y fundamentar la vida. Ésta es la gran verdad que todo hombre requiere para hallar razones que le impulsen a vivir con sentido y a amar con toda la fuerza del corazón, sin reserva alguna.
Pero no olvidemos que el que ha resucitado es el que ha sido crucificado. «Ved los agujeros de los clavos en mis manos y en mis pies; ved el costado abierto», le dice a Tomás que no acaba de creer que había resucitado. Y es que Cristo, el Resucitado, sin la cruz y sin la concreción histórica de Jesús, sería solamente un mito fácilmente manipulable, una estéril proyección de nuestras aspiraciones, un fantasma o un ideal que se crea conforme a los usos o situaciones del momento.
Con el Crucificado resucitado se hace presente de verdad el Señorío de Dios, su Reino. Aquello que se había iniciado en la vida pública de Jesús, anuncio y promesa de que el Reino de Dios había llegado, y que parecía anulado después con su muerte, eso aparece ahora con nueva y poderosa eficacia. Dios, en efecto, está y es verdaderamente cercano a los pobres, a los pecadores, a los enfermos, a los fracasados de la historia, a los muertos sepultados en la tierra. Su amor creador y fiel va a llevar a cabo las esperanzas más profundas del hombre que el hombre viva, que el hombre viva en plenitud, que el hombre viva para siempre, que el hombre alcance la felicidad y la dicha supremas que sólo Dios, el Amor infinito puede dar y colmar.
Por eso la Iglesia proclama con todo lo que es y con toda su voz que Cristo ha vencido a la muerte, que Él que ha muerto en la Cruz revela la plenitud de la Vida y nos ha traído la Vida, vida eterna.
Auténtico significado
El mundo de hoy que parece querer la muerte de Dios, el silenciamiento de Dios, su confinamiento al sepulcro y al olvido, su expulsión de nuestro mundo al mundo de los muertos, necesita escuchar el mensaje de la Resurrección, abrirse a Él, detenerse y pensar que si Dios ha muerto, que si Cristo no vive, también para el hombre se le cierra toda esperanza. La muerte de Dios puede comportar, está comportando, desgraciadamente la muerte del hombre, el olvido del hombre.
Hago mías unas palabras del Papa San Juan Pablo II en una mañana de Pascua como ésta, «Cristo ha resucitado para que el hombre encuentre el auténtico significado de la existencia, para que el hombre viva en plenitud su propia vida, para que el hombre que viene de Dios, viva en Dios. Cristo ha resucitado. Él es la piedra angular. Ya entonces se quiso rechazarlo y vencerlo con la piedra vigilada y sellada del sepulcro. Pero aquella piedra fue removida. Cristo ha resucitado. No rechacéis a Cristo vosotros, los que construís el mundo humano. No lo rechacéis vosotros, los que, de cualquier manera y en cualquier sector, construís el mundo de hoy y de mañana; el mundo de la cultura y de la civilización, el mundo de la economía y de la política, el mundo de la ciencia y de la información (el mundo de la familia y de las relaciones sociales, el mundo del trabajo y el del comercio, el mundo del ocio o de cualquier espacio humano donde el hombre se construye y desarrolla su vida)… No rechacéis a Cristo. iÉl es la piedra angular!, sobre la que se construye la historia de la humanidad entera y la de cada uno de nosotros. Que no lo rechace ningún hombre, porque cada uno es responsable de su destino constructor o destructor de la propia existencia» (San Juan Pablo II, Mensaje de Pascua, 1980).
Como el mismo Papa dijo en el inicio de su pontificado: Abramos de par en par nuestras puertas a Cristo, al Redentor que vive. No tengamos miedo. Acojamos a Cristo resucitado en nuestras propias vidas. Y seremos hombres nuevos y se alumbrará una nueva primavera para la Iglesia y para el mundo, se abrirá paso una nueva humanidad hecha de hombres nuevos con la novedad del Bautismo y de la vida conforme al Evangelio de la Resurrección. Acojamos a Cristo, el Amor que ha triunfado sobre el odio y vive para siempre, y será posible una civilización del amor, una nueva cultura, la cultura de la solidaridad y de la vida.
Exultemos de gozo en este día. Porque se nos ha abierto para todos los hombres la gran esperanza del gran Día en que actuó el Señor. Avivemos nuestra fe y nuestra esperanza en Aquel, Cristo, que, al despuntar el alba de un nuevo Día, ha roto la tiranía de la muerte y ha revelado la fuerza divina de la Vida. Él es el único nombre en el que podemos ser salvos. Él es nuestra esperanza.
«Rey vencedor, apiádate / de la miseria humana / y da a tus fieles parte/ en tu victoria santa».