Tengo que confesar, de entrada, mi profundo dolor, mi consternación, mi indignación y mi repulsa sin paliativos, al homenaje u homenajes que se pretendía ofrecer al criminal terrorista, Parot, la semana pasada, en Vascongadas. A todos los que, de alguna manera, han tenido que ver con esta ignominia, tengan responsabilidad, sea la que sea, que ocupen en la sociedad española, les grito con todas mis fuerzas: ¿Es esto posible, ante tantos muertos, heridos, extorsionados, destruidos, familias rotas, víctimas de la violencia terrorista? ¿Se concibe que sea posible tal desmadre en un país civilizado, moderno, “progresista”, con sentido común y democrático, con memoria histórica activa y con “norte”, de algo tan inhumano? ¿Se puede caer más bajo? Pero no voy a seguir con más peguntas ni reproches ante algo tan insidioso. Solamente manifiesto y ofrezco mi cercanía y solidaridad con las víctimas del terrorismo de ETA. Ellos fueron y, por lo que se ve, aún siguen siendo víctimas del odio, de la injusticia, de la mentira y de la maldad humana, y continúan quebrantados por el dolor y la consternación, aún no suficientemente reconocidos por la totalidad de todos, han sido y son víctimas de la violencia satánica del terrorismo de ETA, que es enemigo radical de la humanidad y causante de tantísimo dolor; las mismas leyes y los que tienen que administrar justicia quedan, a veces, como ahora, supeditados a intereses políticos inconfesables: ¡Qué país, qué sociedad en la que tan poco importan las personas, el bien común, las familias, cuánto descarte! El terrorismo, singularmente el de ETA, que parece que aún sigue en sentimientos y bajezas interiores de algunos, no puede ser justificado, ni minimizado o suavizado por nadie, ni entonces ni ahora; siempre merecerá el rechazo de los hombres de bien, va contra los mandatos, la voluntad de Dios, que apuesta por el hombre, qué en defensa de la vida, y que es misericordia, ama al justo y al inocente, y reprueba toda violencia contra el hombre.
Una vez más, quiero y debo expresar mi unión sin fisuras con las víctimas, con sus seres queridos. Les acompaño en su dolor y sufrimiento, en su fe y esperanza: queridos amigos, estoy con vosotros. Con toda razón os sentís heridos, humillados y maltratados por la inhumana y cruel violencia del terrorismo del que sois víctimas, y ahora no encontráis – hay que decir la verdad- todo el apoyo que merecéis en dignidad por parte de los que debían hacerlo en primer lugar. El terrorismo sigue siendo verdadera y real amenaza en tantos lugares de la tierra, en Occidente y en el mundo entero; y desde todos los rincones se está gritando clamorosamente: ¡Basta, ya! ¡Basta ya! ¡Actuemos todos! Este clamor unánime llega al cielo, y se convierte en súplica confiada a Dios, Padre de todos, Dios de misericordia y de consuelo, que le pide que tenga piedad de nosotros.
En medio de la amargura que nos embarga, quienes tenemos fe traemos a la memoria palabras consoladoras y de fortaleza de Jesucristo, que gustó el sabor amargo de la muerte injusta y sin defensa: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré … encontraréis vuestro descanso”. Sí, Jesucristo, muerto y resucitado, se convierte en nuestro descanso, en momentos en que nuestro corazón está roto y desbordado de la pena, que compartimos. Cristo mismo, que sabe de dolores y de muerte injusta, padecida en su propia carne, es quien está a nuestro lado sufriendo, prolongando su cruz redentora y perdonando desde ella y con ella; El nos alivia, nos sostiene, anima y fortalece. La misericordia del Señor no termina, no se acaba su compasión y se acerca y se entrega a nosotros en su Hijo, único y predilecto, entregado por nosotros en prueba y garantía de su infinito amor, que es más fuerte que toda muerte. No perdamos la calma; nada ni nadie nos podrá apartar o arrebatar del amor de Cristo y de su victoria sobre el odio y la muerte, sobre todo poder aniquilador y enemigo del hombre, sobre toda amenaza o quiebra de su libertad. Nadie puede invocar el nombre de Dios para asesinar y eliminar al hombre, ni nadie puede invocar otra razón, como la liberación o la paz, cambio de sistema o de “régimen”, para asesinar a nadie. Es la negación de Dios, y del hombre; es una blasfemia muy grande, es un auténtico sacrilegio, un inmenso y grandísimo insulto y, por lo mismo, una amenaza a la libertad o la paz.
La carne destrozada de Cristo, su sangre violentamente derramada, su persona entera, que vive ahora gloriosa con las marcas de la crucifixión, se nos entregan para que vivamos: El mismo en persona es enviado a los hombres para que el hombre viva y venza, unido a Él, a todo poder de odio, de maldad y de muerte, para que sea libre con la libertad de los hijos de Dios, que se fundamenta en la verdad y el amor. Él, clavado en la Cruz injustamente es el NO de Dios a toda violencia. A Él se unen y se asocian todos los sufrimientos humanos, la dignidad violada, la vida humana, la libertad conculcada. Él está donde mayor es la tristeza, y donde mayores son las lágrimas y la desgracia, solidario en el sufrimiento y en el llanto amargo. Viene a nosotros para irradiar la luz sobre todo aquello que está envuelto en las tinieblas del pecado y de la muerte, viene a traer la verdad que nos hace libres.
La muerte no es la última palabra. La muerte, que reina en el corazón de quienes asesinan, no puede arrebatar a Dios lo que le pertenece por derecho propio: la vida de cada uno de sus hijos, que creados por amor y redimidos por Cristo, están llamados a la eternidad. Nada ni nadie nos puede apartar del amor de Cristo. Ni siquiera el terror que pretenden sembrar en nuestra sociedad quienes no tienen más verdad que la de su propio crimen, siempre reflejo del engaño y de la mentira, que tienen como príncipe a Satán y como padres a Caín y sus hijos, y que conducen a una sociedad privada de la grandeza de la libertad. La muerte no es ningún triunfo y menos aún la muerte perpetrada como asesinato o violencia terrorista. Una vez más tenemos que decir que los asesinos terroristas, que siempre matan cobarde y alevosamente, envueltos en la mentira y en el engaño, en el desprecio más total por el hombre y su verdad, vuelven a equivocarse cuando piensan que vencen matando. Lo que vence es el amor de Cristo, que en su morir por nosotros, ha alcanzado la verdadera victoria, también sobre el terrorismo. Así pues, ¿se pueden justificar o atemperar homenajes a los criminales terroristas? Apostamos por la verdad, el amor, la dignidad, la paz, la concordia, la reconciliación, el perdón, la justicia, la libertad.