29-05-2016
La fiesta que acabamos de celebrar el pasado jueves, de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, tiene todos los años un especial carácter de acción de gracias por nuestro sacerdocio que, en la Eucaristía, es inseparable de la propia acción de gracias con que Cristo actualiza su eterno sacerdocio. Para algunos de vosotros, mis queridos hermanos sacerdotes, este año, la acción de gracias se hace más obligada, varios celebráis vuestras bodas de oro o de plata sacerdotales.
Años gustosamente quemados como incienso en la fidelidad del Señor, el culto al Dios vivo, en el servicio inquebrantable a la Iglesia y a los hombres. Años en los que la gracia de Dios ha desbordado nuestra fragilidad y remediado nuestra pobreza. En nombre de todos, y a todos, os pido que os unáis a nuestro gozo y gratitud, y pidáis que lleguemos al fin de nuestra carrera conformados plenamente con Cristo, «Apóstol y Sacerdote de nuestra fe», Sumo y Eterno Sacerdote.
Todos debemos dar gracias a Dios porque somos los pastores que Dios ha dado a su pueblo según su corazón. Al reunirnos no sólo compartimos el gozo de la fraternidad sacerdotal, que supera limites de todo orden, sino la experiencia de la unidad de nuestro sacerdocio desde el misterio de Cristo, único y eterno sacerdote.
Con amor de hermano, Cristo nos ha elegido, como hombres de su pueblo, sacados de él e identificados con él, para que por la unción del Espíritu Santo y la imposición de manos participásemos de su sagrada misión. La trascendencia de nuestra misión queda magistralmente formulada en aquellas palabras del Papa Benedicto: «Sin sacerdotes, la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada para la vida del mundo».
Hemos recibido el don de Dios y somos don de Dios para su Iglesia, y en ella y con ella, para los hombres. Por la unción del óleo santo y la imposición de manos sacramental, en nombre de Cristo, renovamos el sacrificio de la redención, preparamos a sus hijos el banquete pascual, presidimos a su pueblo santo en el amor, lo alimentamos con su palabra y lo fortalecemos con su sacramento. Al entregar nuestra vida por el Señor y por la salvación de los hermanos, nos vamos configurando a Cristo, por el don del Espíritu presente en nosotros, y somos llamados, debemos, dar a Dios testimonio constante de fidelidad y amor.
Necesitamos avivar el don del sacerdocio que hemos recibido. «Te encomiendo, dice san Pablo a Timoteo, que reavives el carisma de Dios que está en tí». El don de Dios necesita ser reavivado constantemente. El don divino, que se nos ha concedido y nos ha configurado en la ordenación sacerdotal, goza, como todo don divino, de una novedad permanente, la novedad del Dios que hace nuevas todas las cosas, y que nos obliga a vivirlo con su inmarcesible frescor y belleza originaria. Siempre vivo, con ilusión y entusiasmo. Es Dios quien reanima su propio don en nosotros; más aún, el que distribuye toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en él se encierran.
La renovación en la Iglesia, la que pretendía el Concilio vaticano II, sólo se llevará a cabo si los sacerdotes de Cristo reavivamos el don del sacerdocio que hemos recibido.
Los años, las fatigas, los duros trabajos del Evangelio, nuestra propia debilidad, pueden disminuir la fuerza del fuego del Espíritu, principio de vida para la Iglesia. Es preciso soplar en las brasas, avivar la llama, como se aviva una pasión tal vez en trance de extinguirse. En nuestro caso, se trata de la pasión por la Iglesia, por el anuncio del Evangelio de Cristo a todos, como el primer día.
El carisma al que se refiere san Pablo, constituido por Dios en el corazón de Timoteo, creó en él su capacidad de enseñar, exhortar y construir la comunidad cristiana. Esta corre el riesgo de desmoronarse si se apaga el carisma en el espíritu de quien la construye. Entre la comunidad y su pastor existe una relación vital, insustituible, que le exige cada día poner en rendimiento su energía y su celo espiritual. Llenémonos del don recibido, del Espíritu Santo que nos configura con Cristo sacerdote y pastor de la Iglesia. Llenémonos de la audacia, de la alegría, de la plenitud del don concedido. No desfallezcamos.
Lo más opuesto a la fe es el espíritu de pusilanimidad o de indiferencia. Quien cree en el Señor no duda ni languidece; no teme ante el enemigo ni ante las angustias de la muerte. En la imposición de las manos recibimos un espíritu de fortaleza, no de temor, que, a semejanza de Cristo y según su promesa, reviste a todo ministro del Evangelio del vigor divino. Se nos otorga, además, un espíritu de caridad. La caridad es, justamente, el fuego del Espíritu que conviene avivar, es el ardor o fervor con que el pastor se une a Cristo y se consagra totalmente al servicio de su rebaño. Sólo la caridad edifica la Iglesia y más que cualquier otro cristiano, el pastor, modelo de la grey, debe amar con toda su alma, con todas sus fuerzas, con todo su espíritu.
Es la caridad donde está esencialmente la santidad, a la que somos llamados de manera especial los sacerdotes. Es verdad que todos los fieles, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre (LG 11, 40-42). Esa perfección consiste en esencialmente en la caridad, en el crecer en el amor divino, con todas las consecuencias y exigencias que lleva consigo. La caridad es el termómetro de la perfección. Pero lo que constituye el alma de todo nuestro ministerio, lo que unifica toda nuestra persona, es la caridad pastoral que nos une a Cristo, que amó a su Iglesia y se entrego por ella. Por esto, la llamada universal a la santidad en la Iglesia resuena con una fuerza especial dirigiéndose a nosotros sacerdotes.
Lo nuclear, por ello, de nuestra vida sacerdotal es nuestra unión con Dios, nuestro adentrarnos en el misterio de Dios. Nuestro afán, por esto, ha de consistir en profundizar en la caridad teologal que comporta nuestro encuentro con Dios y un conocimiento de fe vivencial de Él. Este amor, y por ende, este encuentro, este conocimiento de fe vivencial, se cultivará en nosotros a través de la oración-contemplación y de la acción ministerial que El nos pide y como nos la pide. Estamos llamados a vivir vida de oración, trato de amistad, a estar con el Señor y a irradiar con nuestras virtudes y forma de vida y con nuestros trabajos apostólicos el amor de Dios.
Permitidme que con motivo de la fiesta de Cristo, Sumo y Eterno sacerdote, con apremio y con afecto de hermano os llame a que vuestros trabajos apostólicos y vuestra caridad pastoral se dirijan prioritariamente a la familia y a los jóvenes. La familia es la base y el futuro del hombre y de la sociedad, pero fijaos cómo está en España. El Papa en su exhortación Amoris Laetitia nos ofrece pautas muy concretas y realistas que hemos de aplicar.
Los jóvenes por su parte constituyen el gran reto para la Iglesia. El último Concilio llamó a los jóvenes “esperanza de la Iglesia”. El Apóstol san Juan confiaba a la fortaleza de las generaciones jóvenes la misión de conservar la palabra de Dios.
Son principalmente los jóvenes los que son absorbidos y destruidos por una cultura que no tiene, en el fondo, mucho que ofrecerles, porque no es capaz de responder a las preguntas verdaderas. Muchos demuestran un alarmante desinterés por lo religioso, pero no es, en esos casos, menor su desinterés por la propia vida, su falta de ilusión y de verdadera alegría. Desde algunos medios de comunicación social y aun desde la legislación se desprestigia la moral cristiana, se les hace creer que sus valores y normas son tabúes de épocas menos racionales y que el límite de la libertad únicamente la establece la libertad del otro. Se propicia, en definitiva, la destrucción del sujeto moral libre y responsable. La destrucción moral es uno de los objetivos más tenazmente perseguidos por la cultura materialista y atea. La desorientación que este empeño está causando en los jóvenes es enorme, y el daño a las familias y a la sociedad es incalculable.
Sin embargo no podemos olvidar que miles de jóvenes experimentan cotidianamente la insatisfacción de una vida que no corresponde a sus deseos, que frustra constantemente sus más nobles esperanzas. Ellos quisieran más, desearían más, pero no se les ofrece. Cuando se les ofrece, lo encuentran y lo siguen. Una prueba es la concurrencia de inmensas multitudes juveniles cuando el Papa les convoca para confirmarles en la fe y llamarles a la tarea de una nueva evangelización.
Son el gran reto, el gran desafío para la Iglesia. Nuestra predicación y nuestro trabajo con jóvenes ha de suscitar de nuevo las preguntas abandonadas, porque han sido consideradas sin respuesta. Ha de ofrecerles a Cristo como la respuesta a su problema humano, y como la fuente de su dignidad y su esperanza. Ha de acompañarles y proponerles caminos concretos de aprendizaje y seguimiento en los que puede experimentar el gozo del servicio, y la alegría de la libertad con respecto al mundo. También hoy para los jóvenes, no hay bajo el cielo otro nombre en el que podamos salvarnos. La religión cristiana es ante todo un amor apasionado a Aquel que lo merece todo, porque es quien nos ha permitido encontrar el pleno sentido que tiene nuestra vida sobre la tierra, el amor humano, la familia, el trabajo, el sacrificio, el dolor, la enfermedad y la muerte.
El joven que encuentra a Jesucristo, encuentra el sentido pleno de su vida y sabrá cómo tiene que vivirla en cada momento. El mejor servicio que podemos prestarles a los jóvenes de hoy es posibilitarles el encuentro con Jesucristo resucitado, salvador y presente en la vida de los hombres. De ese encuentro se seguirán después el compromiso con todos los hombres de buena voluntad para edificar una sociedad más justa; una cultura de la vida y de la alegría; el gozo entrañable de una familia unida y honesta; y la esperanza segura de una vida sin termino cuando haya terminado el camino y la tarea de esta vida.
Pero Jesucristo vive en la Iglesia, y la vida nueva es la vida de la Iglesia. Es urgente que los jóvenes puedan encontrarse con una Iglesia viva para que puedan sustituir la imagen divulgadísima de la Iglesia como una institución humana más, por aquella de la Iglesia como lugar de la presencia misteriosa, pero real, de Jesucristo y como la comunidad gozosa de los hombres renovados en Cristo. La experiencia enseña que cuando esto ocurre, la aman y la viven. La desgracia, sin embargo, es que no la han encontrado en los más cercano, muchas veces ni aun en la familia.
Es necesario vivir nuestro sacerdocio con toda intensidad, ánimo e ilusión. y para ello lo que tantas veces os he repetido desde que he venido: Eucaristía, Palabra de Dios, Penitencia, Oración, vida santa. Los fieles de Cristo, los jóvenes cristianos nos exigen a los sacerdotes que seamos hombres de Dios, testigos del Dios vivo, que les llevemos a Dios, que les mostremos a Jesucristo. No defraudemos las esperanzas de la Iglesia y del mundo. Sabemos la necesidad que el Hombre de hoy, particularmente el joven, tiene de Dios. Quizá no sepa o no pueda decirlo, pero lo necesita. Saciemos nosotros esa necesidad. No huyamos ante la dificultad que supone hoy hablar de Dios.
No tengamos miedo ante la cultura del agnosticismo o de la indiferencia religiosa, cultura de fachada que no llega a destruir las raíces religiosas del hombre. Es un ídolo edificado por los opresores del mundo: Un ídolo con pies de barro, que se desplomará cuando choque contra él la piedra, Cristo mismo- lanzada por la humilde predicación evangélica de los hombres, de los sacerdotes. Entonces se mostrará el poder de Cristo y el poder de su Iglesia. y el Cristo desechado se convertirá, paradójicamente, en la fuerza que lo sostenga, en el único nombre que pueda salvarlo. No defraudemos, pues, la esperanza, aunque sea inconfesada, de este mundo.