Toda Valencia, toda la Iglesia en Valencia, toda la Iglesia en el mundo entero, está de fiesta, su razón no es otra que San José, a quien Dios, en su providencia y en su misericordia sin límites, le confió la fiel custodia de los primeros misterios de nuestra salvación: le confió, nada menos, que la encarnación y nacimiento del Salvador, Hijo único de Dios, del seno virginal de su santa esposa, la Santísima Virgen María. Dios lo puso al frente de su Familia para que, haciendo las veces de padre, cuidara de su único Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, Jesucristo nuestro Señor. Dios quiso confiar a san José esta misión única y singular en la historia de la salvación: la custodia y vigilancia amorosa, ejerciendo las veces de padre, sobre la infancia, adolescencia, el crecimiento de Jesús. Dios le confió la protección y salvaguardia, con amor de esposo, de la santidad virginal y excepcional de María. Esta fue la misión de José, su razón de ser en los planes de Dios, en fin de cuentas, su vocación. La vida entera de José está centrada en este servicio a Jesús y María: María siempre unida a José, y por eso mismo nuestras fiestas falleras la unen tanto en esa ofrenda, de flores, tan hermosa y vibrante de las falleras y falleros, de niños y jóvenes, de adultos y de toda condición que representan a todo el pueblo valenciano, que tanto quiere a la Mare de Déu dels Desamparats, que es manifestación inefable de la belleza y ternura incomparable de Dios. No me digan que Dios no ha estado grande, por supuesto a favor de san José que así le ha dotado y enriquecido a san José, y en él y por él al mundo entero, a la Iglesia, a cada uno de nosotros. La misericordia de Dios se ha mostrado inmensa para con la humanidad entera en la persona de san José.
La vocación y misión tan sumamente importante de José la realizó a lo largo de su vida, en una entrega continua, heroica y fiel a una voluntad de Dios, que muchas veces le aparecería incomprensible.
Esta fiesta no debería apartarnos del camino cuaresmal, al contrario, porque esta figura excepcional nos lleva de la mano a lo que constituye este camino de Cuaresma: la fe en Dios, mente, corazón y vida centrados en Dios, la acogida de la ternura y de la misericordia que no tiene límite y que se transparenta en la ternura de san José.
San José, sin duda, es una figura cercana y querida para el corazón del pueblo de Dios, la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, una figura que destila ternura e invita a cantar incesantemente la misericordia del Señor, porque el Señor ha hecho con él ha manifestado su infinita misericordia en favor de los hombres. No podemos olvidar que la figura de san José, aun permaneciendo más bien oculta y en el silencio, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. A él, como he recordado ya, le confió Dios, en efecto, la custodia de sus tesoros más preciosos: su Hijo único, venido en carne, y su Madre Santa, siempre Virgen. A él obedeció Jesucristo, el autor de nuestra salvación; en él tenemos el gran intercesor ante el Hijo de Dios, Redentor nuestro, que nació de la Virgen María, su esposa; de él aprendió a crecer en estatura, en sabiduría y gracia, a trabajar con manos de hombre; en él tenemos el ejemplo del hombre fiel y creyente, y del siervo prudente.
Son poquísimas las alusiones a san José en los Evangelios, sólo en Mateo y en Lucas; sin embargo, con una gran sobriedad, nos ofrecen los trazos que delinean esta figura singular, en la que Dios ha encontrado la docilidad total para llevar a cabo sus promesas. José confía en Dios, escucha su palabra que le llega a través del Ángel mensajero, la acoge, la obedece, se fía, cuando éste le dice: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”. Y José “hizo lo que le dijo y le había mandado el Ángel”.
Mateo dice de José, “como era un hombre justo obedeció al mandato”. Ser justo es decirlo todo de José; en esta palabra, “justo”,el evangelio encierra toda la santidad de José; es decir era un hombre íntegro, recto, honrado a carta cabal; no es solo decir que era un hombre bueno y comprensivo; es decir sencillamente la reciedumbre y solidez de toda su persona que se caracteriza por vivir de la fe, como “el justo, vivió de la fe” y confiar plenamente en el Señor. El justo es el que camina en la ley del Señor y escucha sus mandatos, el que vive en la total comunión con el querer divino y realiza su verdad, el que permanece firme en la fidelidad inquebrantable de Dios, y toma parte en su misma consistencia, que es la de Dios mismo: el justo es el hombre de las bienaventuranzas bien arraigado en Dios.
Éste fue el hombre a quien Dios vio idóneo para confiarle una misión excepcional. Misión que cumplió desde la oscuridad de la fe, ya que fue la fe la que le guió en sus horas de desconcierto y noche obscura, y frente a todas las pruebas dolorosas y a las situaciones difíciles de su vida. Fe ayudada, sin duda, por la esperanza, fuente de fortaleza y de gozo, aún en las horas difíciles. San José tuvo, en medio de las peculiares dificultades de su misión, particulares momentos de gozo y alegría, como bien ha visto la piedad cristiana, en los dolores y gozos de san José, práctica tradicional de piedad que no deberíamos perder en modo alguno.
José, fiándose de Dios, renunciando a sí mismo y a su criterio, a su manera de ver las cosas y a su proyecto propio, accede y coopera con el plan de la salvación: deja a Dios ser Dios, sin imponerle ningún molde o criterio humano previo, preestablecido por el hombre. Cierto que la intervención divina en su vida no podía menos que turbar su corazón, sumido en la oscuridad de la noche y de la falta de luz en esos momentos. Y es que confiarse en Dios no significa ver todo claro según nuestros criterios, no significa realizar lo que hemos proyectado; confiarse en Dios quiere decir expropiarse, es decir, vaciarse de sí mismos, renunciar a sí mismos; porque sólo quien acepta perderse por Dios puede ser “justo”, con la justicia o verdad de Dios, como san José; es decir, puede conformar su propia voluntad y querer con Dios, con su designio, y así vivir y caminar en la verdad y la luz.
En la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor prueba de fidelidad y de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente como la maternidad de María. En él vemos la fe de nuestro padre Abrahán, padre de los creyentes.
En José encontramos a un auténtico heredero de la misma fe de Abraham; fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. En verdad, como dice la carta a los Hebreos acerca de Abrahán, también José “creyó contra toda esperanza”. Se fió enteramente de Dios. Vemos en esa fe, la misma fe de su esposa María, que dice: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En esa fe, y por ella precisamente, vemos cómo está unido a su esposa para cumplir la voluntad de Dios, para hacer lo que Dios quiere, para escuchar y obedecer la Palabra de Dios, lo que Dios manda, y así cumplir el designio de Dios: “Dichoso él porque ha escuchado la palabra de Dios”, la ha acogido, y la ha obedecido, sin ninguna certeza humana, solamente fiado de lo que el mensajero le ha trasmitido. Como el mismo Jesús, hecho hombre en el seno de María por obra del Espíritu Santo y confiado a la custodia de José: “Me has dado Señor un cuerpo, aquí estoy, ¡oh! Dios, para cumplir tu voluntad”. Esta grandeza de José, que es la grandeza de la fe, como la de María, resalta aún más, porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo -el de la humildad y el del ocultamiento- en su existencia terrena. ¡Qué maravillas hizo Dios en san José. Qué gran ejemplo para nosotros!
Y todo ello, animado por un amor que crecía en el humilde, silencioso y cotidiano trabajo de la pequeña casa de Nazaret. Porque mientras Jesús se iba desarrollando, también José iba creciendo y madurando a los ojos de Dios, transfigurado por la presencia y el contacto día a día con Jesús. Es José el hombre de la discreción, de la misión cumplida sin gestos ni alharacas, como lo dibujaba san Juan Pablo II es el hombre del silencio, del “silencio de Nazaret”. Es el estilo que lo caracteriza en toda su existencia: como en la noche del nacimiento de Jesús, como escuchando al anciano Simeón, o cuando Jesús es hallado en el templo y recuerda a sus padres que tenía que ocuparse de las cosas de su Padre, porque sólo Dios es nuestro Padre y “toda paternidad viene de Dios”. Podemos considerar a san José, bendito y dichoso, porque él fue el primero al que se le confió directamente el misterio de la encarnación, el cumplimiento de las promesas de Dios, del Dios con nosotros, Emmanuel. Y, como María, guardó este secreto escondido a los siglos y revelado en la plenitud de los tiempos. Guardó en su corazón y lo custodió: porque el “secreto” era el Hijo de María, a quien Él habría de poner el nombre de Jesús, el “Salvador” de todos los hombres, Mesías y Señor. El Padre celestial ha puesto al frente de su Familia a José, servidor fiel y prudente y le ha confiado, haciendo las veces de padre, el cuidado diario en la tierra de su único Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, Jesucristo nuestro Señor; un cuidado realizado en la obediencia, la humildad y en el silencio. A él le cupo el honor y la gloria de criar a Jesús, esto es, de alimentar y enseñar a Jesús, de conducirle por los caminos de la vida para aprender a ser hombre, para aprender a trabajar como hombre, amar como hombre con corazón de hombre, a insertarse en una historia y una tradición concreta, aquella del Pueblo de Dios elegido y amado, educarle como hombre, e incluso, educarle en la plegaria de aquel pueblo a rezar como hombre. ¡Qué maravilla el que el Hijo de Dios se sometiese así a José y aprendiese a obedecer y a caminar en la vida del hombre junto a José! ¡San José ha sido, en suma, el custodio, el educador, el cabeza de la familia en que el Hijo de Dios ha querido vivir en esta tierra. Protector de su cuerpo, es por ello, también protector del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, protector universal de esta nueva familia que ha nacido de la fe en Cristo, que es la Iglesia!
¡Qué bien refleja todo esto aquel maravilloso cuadro de El Greco en la sacristía de la catedral de Toledo, a decir de los especialistas una de las pinturas más bellas y mejores del pintor toledano de adopción! Jesús, niño, es conducido lleno de gozo por José, que le mira atentamente con una mirada de ternura y de fe incomparables, caminando con él, de la mano de él, con esos ojos puestos en Jesús y en el horizonte o mejor en el cielo, recorriendo los caminos de la vida con José. ¡Qué ejemplo tan grande tenemos todos para ser servidores de los otros, para servir a Cristo, para servir silenciosamente a Cristo, que se identifica con los pobres, los enfermos, los que sufren, los desvalidos, los que están solos, los ancianos. Dios nos concede un guía y un protector, aliento y luz, estímulo sencillo y grande de san José.
¡Qué esperanza tenemos también en san José, protector de la vida física e histórica de Jesucristo y que ahora, desde el cielo, es el protector del cuerpo de Cristo que es su Iglesia. La Iglesia siente necesidad de acudir a san José en los momentos de especial necesidad, como en otro tiempo libró de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende también a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de todo adversidad. El patrocinio de san José debe ser invocado y es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos países y naciones, como la nuestra, en los que la religión y la vida cristiana fueron florecientes y que están ahora sometidos a dura prueba. Pienso, de manera especial, en aquellos países donde los cristianos están siendo tan duramente perseguidos y masacrados en un verdadero y renovado holocausto.
Invoquemos también, de manera muy especial, el patrocinio de san José sobre la gran tarea de reevangelización en que está comprometida nuestra Iglesia de Valencia para ser fiel al Espíritu en la coyuntura que atravesamos, difícil pero apasionante, que desde la fe debemos leer como una hora propicia e inaplazable para una nueva evangelización. Invoquemos su patrocinio sobre las familias valencianas, particularmente, por las que se encuentran afligidas por la separación, por la violencia interna, por la enfermedad, por el paro, o por cualquier otra amenaza que se cierna sobre ellas. Invoquemos este patrocinio sobre los jóvenes y las jóvenes, y por los niños que tan bien están representados por las falleras y falleros, mayores e infantiles, que estos días con tanta ilusión depositan las flores del homenaje de su corazón y de todos los valencianos a los pies de la Mare de Deu. Invoquemos su patrocinio sobre esta ciudad de Valencia, que tanto, sin duda, lo necesita en estos momentos. Encomendémonos todos a la protección de san José, aquel hombre justo a quien Dios confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes, y aprendamos, al mismo tiempo, de él a servir a los designios de salvación que Dios tiene sobre los hombres.
No olvidemos, hermanos, que si es verdad que la Iglesia entera es deudora de la Virgen madre por cuyo medio recibió a Cristo, después de María es a san José a quien debe un agradecimiento y una especial veneración y confianza. San José, custodio del Redentor, es también custodio de su obra de redención, la Iglesia. Además, como santa Teresa de Jesús, gran devota de san José, con razón, decía que si Jesús le obedeció en la tierra, también desde el cielo le obedecerá: por eso encomendemos a san José nuestras súplicas y aprendamos de él.
No dejemos de invocar la protección y auxilio de san José, con el corazón de un buen padre, a la humanidad entera en esta hora de oscuridad de la pandemia, y en estos momentos tan difíciles de la invasión y guerra en Ucrania. Que consiga de Jesús el don de la paz que Él vino a traer, Hijo de Dios, naciendo de su esposa, la Virgen María.
San José, bendito, acuérdate de nosotros con tu oración ante Jesús, que pasaba por hijo tuyo, intercede también por nosotros ante la Virgen, tu esposa, “Mare de Déu”, madre de aquel que, habiendo estado bajo tu obediencia, con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.