Cientos de miles de jóvenes procedentes de todo el mundo se han encontrado en Cracovia (Polonia) con el papa Francisco; el Papa mismo los había convocado en una nueva Jornada Mundial de la Juventud, que inició el papa san Juan Pablo II, en Papa de los jóvenes: cuántos recuerdos, cuántas enseñanzas, cuántas experiencias, cuántas vivencias y cuántas huellas dejó san Juan Pablo II en el corazón joven de los jóvenes. Porque fue el Papa por antonomasia de los jóvenes, al que querían y quieren tanto los jóvenes de ayer y de hoy. Estos días han sido inolvidables para los muchísimos jóvenes que allí se han reunido, y también para cuantos hemos participado en este encuentro -en la misa del domingo se decía que había más de millón y medio de personas en el Campo de la Misericordia-.
Coincidiendo con el Año de la Misericordia este encuentro mundial se ha celebrado en Polonia, la nación que tanto ha sufrido, que varias veces ha sido dominada y oprimida por naciones extranjeras, que sabe tanto de sufrimientos, que ha sido lugar donde tantísimos han sufrido el exterminio en campos de concentración o de exterminio, como Auschwitz. Polonia, patria de santa Faustina Kowalska, la santa de la Divina Misericordia, y patria también del siempre recordado y querido san Juan Pablo II, gran difusor de la Divina Misericordia, instaurador de la fiesta de la Misericordia, día en que, precisamente, es llamado por el Padre de los Cielos a contemplar su rostro misericordioso.
Este encuentro Mundial de Jóvenes en Cracovia, junto a los lugares de mayor sufrimiento como fue el campo de exterminio nazi en Auschwitz, han de constituir una llamada muy honda a todos los jóvenes a vivir intensamente la misericordia y a ser misericordiosos, como el Padre del Cielo es misericordioso. Por eso mismo, ha sido todo el encuentro, especialmente las palabras del Papa, y el recuerdo de san Juan Pablo II a mirar con mirada de misericordia este mundo nuestro tan necesitado de ella.
Allí hemos tenido la experiencia viva de un mundo nuevo, de una humanidad nueva, diferente a la que estamos fabricando con nuestros egoísmos e intereses. Allí estaba la Iglesia, toda la Iglesia, presididos y acompañados por el papa Francisco, estábamos Cardenales -muchos-, obispos -varios cientos-, sacerdotes -miles-, religiosos, religiosas, miles y miles de laicos y de familias, y sobre todo jóvenes. Allí se palpaba una Iglesia de fe, con vida, llena de alegría, capaz de ofrecer el testimonio de que solo en Jesucristo es posible ofrecer una realidad semejante, donde nadie se sentía extraño, donde se respiraba un ambiente de fraternidad, de encuentro de gentes que se entendían perfectamente a pesar de hablar distintas lenguas. ¡Qué gozo tan inmenso ser Iglesia, animada por Jesucristo que vive en ella, por su Espíritu que infunde en ella la fe y la caridad y la llena de alegría!
Allí hemos podido comprobar una juventud diferente. Llegaron allí como peregrinos, dispuestos a llevar sobre sí carencias y dificultades, de arrostrar muchos sacrificios, de ser acogidos por familias que no conocían, de compartir unos ideales que son los que abren un futuro nuevo para la humanidad, ideales de verdad y libertad, de misericordia que es la que nos hace libres, para amar sin nada a cambio, para sentirse unidos a todos los sufrimientos de los hombres, para vivir una alegría y una felicidad que no la encuentran en esta sociedad nuestra consumista, libertaria, tan insolidaria y al mismo tiempo temerosa del futuro que parece vivir solo de los mitos de Sísifo, Prometeo o Dionisos.
Cientos de miles llegaron hasta Cracovia, peregrinos y hambrientos de misericordia, con verdaderas ganas de que se establezca esa misericordia en todo el mundo y que desaparezca la violencia, el odio, la guerra, el terrorismo, las desigualdades injustas de todo tipo… y que sea reconocido el que es la Verdad del hombre, Jesucristo, Hijo de Dios vivo. Recorrieron algunos muchísimos kilómetros desde todos lo rincones de la tierra, buscando, con esperanza grandísima de que es posible una humanidad nueva, porque Dios lo quiere y la ha inaugurado ya en Jesús, muerto y resucitado en su máximo gesto de misericordia, de perdón y de reconciliación de todos lo hombres y de todos los pueblos; vinieron, sobre todo, con fe en Jesucristo, Salvador y esperanza para todo el mundo, rostro humano de Dios Padre misericordioso; con verdadero espíritu de sacrificio; con lo mínimo indispensable, pero contentos de verdad. ¡Qué clima de amistad, de familia y de ayuda mutua. Y sin ningún vocerío, ni ningún incidente, respetuosos como ellos solos, ejemplares, … Y son muchos, jóvenes de hoy, no son unos extraterrestres.
De hoy, pero que muy de hoy. ¡Una humanidad nueva, con hombre y mujeres nuevos, una juventud diferente! Y todos se sentían Iglesia, amaban a la Iglesia con verdadera pasión, no se sentían ajenos a ella. Al contrario la sentían como muy propia. La verdad es que todos nos sentíamos gozosos de ser Iglesia, Iglesia llena de esperanza y juventud, Iglesia capaz de ofrecer la gran riqueza que en ella se nos ofrece, Jesucristo, el gran don del amor y de la misericordia que es Él, para aprender de Él a ser misericordiosos y comprometernos de verdad, siguiéndole, poniendo en práctica las obras de misericordia. Cómo resonaron en los diversos momentos la verdad de aquellas palabras de Jesús en las Bienaventuranzas: “Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”.
Y si faltaba algo las palabras del Papa, de las que me haré eco en semanas posteriores.