26-06-2016
Qué maravilla lo que escuchábamos el pasado domingo a San Pablo en su Carta a los Gálatas. Está dirigido a nosotros, hoy, y a todos los cristianos de todos los tiempos: Todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús. Esa es nuestra grandeza: ser, ¡nada menos!, hijos de Dios. Por el Bautismo somos incorporados a Cristo, uno con Cristo.
¿Quién es Cristo? Esa es la gran cuestión. ¿Quién dice la gente que es Jesús? Hoy como entonces, infinidad de respuestas: un maestro de moral, un fundador de una nueva religión, un líder de valores, de grandes valores, un gran hombre, un personaje del pasado que nos enseñó a amarnos. Pero eso no basta ni esto nos salva, ni nos hace nos devuelve a nuestra gran dignidad y grandeza: la de ser hijos de Dios en Él y con Él.
Por eso, Jesús se dirige a nosotros y nos pregunta: ¿Quién decís vosotros que es Jesús? ¿Quién decimos que es?
Sólo hay una respuesta: la que da Pedro el que nos confirma en la fe que viene de lo alto, por revelación de Dios: «Tú eres el Mesías de Dios», el Enviado de Dios, el Ungido de Dios, el Hijo de Dios vivo.
Las esperanzas del pueblo
Es el Mesías, el salvador, al que el pueblo de Israel esperaba: un día llegan a Jesús los discípulos de Juan el Bautista, que se esperaba, y recogiendo las esperanzas del pueblo elegido por Dios, preguntan: «¿Eres Tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro». Jesús responde: «Id y contad lo que estáis viendo y oyendo… Dichoso el que no se escandaliza de mí». Lo que dijo Jesús de sí mismo ante los escépticos paisanos de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido y enviado a sanar los corazones desgarrados…”. Y en otra ocasión dirá «Tuve hambre y me diste de comer….”, en otro momento aparecerá comiendo con los pecadores y publicanos, perdonando, y eso sí que escandaliza.
Como escandaliza lo que escuchábamos en el Evangelio: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, los bien pensantes, los hombres de la oficialidad del pueblo elegido, como cuando, sentado a la mesa amarga de los pecadores, le criticaban, o como en el evangelio del domingo anterior de la mujer pecadora, el fariseo Simón decía, «si supiera éste quién es esta mujer?” No tenían idea del Mesías de Dios, del rostro humano de Dios, de Dios mismo que es bondad suprema, amor sin límite, misericordia y compasión. Ese es Cristo, el de la cruz, el que se despoja de su rango y se rebaja hasta lo último, el que trae la buena noticia a los pobres, y liberta a los esclavos, el que nos hace hijos de Dios, hermanos unos de otros. Ése es el Cristo, el Hijo de Dios. No hay otra respuesta.
Pero creer esto, ser, por la fe y el bautismo, hijo de Dios, conlleva: negarse a sí mismo, cargar con la cruz de cada día, seguir a Jesús, irse con Él y tras de Él.
La verdad de nuestra fe
Hoy el mundo pide que digamos la verdad de nuestra fe: no creemos en un personaje del pasado, en un fantasma, en una idea, en un conjunto de valores e ideales. Ésa es la trampa. Creemos en el Hijo de Dios hecho hombre, que se rebajó hasta la muerte y una muerte tan ignominiosa e infamante, como la muerte en Cruz como un condenado, condenado por el error porque no le conocen o el odio que ignora al otro y lo aplasta y lo mata o trata de matarlo. Pero no saben que ha vencido y que vive vencedor, porque el Amor y la Vida, que es Dios, no perecen.
La fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, el Mesías de Dios, que ha venido a evangelizar a los pobres y amenazados, es lo que da sentido y esperanza a lo que estamos viviendo en nuestros días, especialmente aquí en Valencia, pero también en otras partes del mundo donde existe la persecución y la negación de Dios o caminar de espaldas, en dirección contraria a Dios.
Cristo es nuestra esperanza: ¿A dónde podemos ir? No tenemos otro Nombre en el que haya salvación. Lo que tengo te doy…
Avivemos hoy nuestra fe y respondamos con nuestras palabras y con nuestra vida diciendo la verdad de lo que decimos que es Él: El Hijo de Dios venido en carne, el Mesías de Dios a quien esperan los pobres y afligidos, los que esperan un mundo de hombres y mujeres libres, sin diferencias ni oposiciones, hermanos de verdad, que anticipen en una nueva civilización del amor y en una nueva cultura de la vida que anticipe, vislumbre, haga ya realidad el triunfo del Mesías de Dios sobre la mentira, el odio y la muerte.
Que la Santísima Virgen, a quien tanto queremos como demostramos una vez más el jueves de la semana pasada, nos acompañe y que nos dejemos ayudar por Ella, Madre del Mesías de Dios, Jesucristo, Hijo de Dios vivo venido en carne para nuestra redención y salvación.