03-07-2016
Al ser ungidos con la unción del Espíritu Santo acaban de ser consagrados y constituidos sacramentalmente siete nuevos sacerdotes más para nuestra diócesis. No han recibido meramente un encargo para ejercer una función. El Espíritu les hace sacerdotes, ungidos para llevar acabo en toda su persona, en cuanto son y hacen la misma misión con la que Cristo ha sido enviado y ungido: dar la buena noticia a los que sufren, sanar o vendar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros y esclavizados la libertad, para consolar a los afligidos, para proclamar el año de gracia del Señor. Todo, manifestación del amor de Dios, porque el Espíritu derrama en nuestros corazones el amor para amar con el mismo amor de Dios. Por eso toda existencia sacerdotal es la manifestación del amor de Dios entregado en su Hijo, Buen y Supremo Pastor que ha venido a dar su vida por nosotros. Han sido ungidos y consagrados, constituidos pastores que van a hacer presente el don de Dios que es Jesucristo; por eso Él les dice: «apacienta a mis ovejas, quiere a mis ovejas, dalo todo y date todo por ellas, como yo me doy»; son constituidos pastores que han recibido el poder de actuar en la persona de Cristo, cabeza y pastor de su Iglesia, para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los sacramentos. Los sacerdotes somos enteramente necesarios para la vida de los fieles y para su participación en la misión de la Iglesia: «apacienta a mis ovejas, cuida de ellas, dales vida, porque sin mi nada pueden», sin nosotros sacerdotes nada pueden, no pueden vivir si no son apacentadas.
Ante un mundo de increencia, paganizado, que vive prácticamente de espaldas a Dios, alejado de El, el sacerdote debe ser para los fieles testigo del Dios vivo. Para ser testigos de Dios los sacerdotes necesitamos vivir la experiencia de Dios en lo más hondo de nosotros, amar, amar con todo el corazón a Dios. Tenemos que acoger el Misterio de Dios en la soledad que es donde podemos encontrarnos con nuestro más profundo centro en el que se hace presente Dios, más íntimo a nosotros que nuestra más honda intimidad. En este mundo nuestro, es necesario que enseñemos a conocer a Dios, conocer y gustar su amor; esto es lo esencial. Conocer a Dios, amar a Dios, darlo a conocer, llevarlos a gustar el amor de Dios, manifestado en Cristo el Ungido por el Espíritu. Esta es la vida eterna, nos dice Jesús : «conocerte a ti, Padre, y a tu enviado Jesucristo»; conocerlo no de oídas, conocerlo no sólo con la inteligencia, sino conocerlo de corazón y con el corazón, amándole. Y este conocimiento, sabiduría manifiesta sólo a los sencillos y limpios de corazón, únicamente se aprende en la oración, acogiendo a Dios y el Misterio insondable de su vida y de su amor en la profundidad del silencio, poniéndonos a la escucha de su Palabra, hablando con El, más real que nuestra propia realidad. Necesitamos espacios que nos permitan un encuentro renovador y auténtico con Dios. Nunca hay que olvidar esto. Para ser testigos del Dios vivo, tenemos que adquirir una cierta familiaridad con Dios. El Evangelio de san Marcos dice que el Señor llamó a los que quiso para que estuvieran con El para enviarlos a predicar (Mc 3,13-15). Antes de predicar, los sacerdotes debemos estar con El, antes de ser Apóstoles tenemos que ser discípulos, antes de ser evangelizadores tenemos que ser constantemente evangelizados.
Hoy es absolutamente necesario que los pastores de la Iglesia sobresalgamos por el testimonio de nuestra santidad.
Necesitamos asimismo ser sacerdotes, como nos corresponde por el sacramento recibido para presidir la Eucaristía, ministros e instrumentos de la comunión eclesial. No podemos olvidar que la Iglesia es, ante todo, misterio de comunión, es «como un sacramento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) La comunión está en el centro de la Iglesia, es su esencia más íntima, es don de Dios, enraizado en la comunión de la Trinidad Santísima, que la hace ser Iglesia. Somos ministros de la comunión eclesial, constituidos para reunir la comunidad cristiana por la Palabra y los sacramentos, para presidir la Eucaristía y, por ello, para edificar la comunidad, para impartir el sacramento de la penitencia que nos lleva a la reconciliación y nos restablece en la comunión. Este servicio a la comunión a veces no resulta fácil; quizá vivamos uno de esos momentos en que la dificultad arrecia por el mundo fragmentado y a veces contrapuesto que vivimos y que también se deja traslucir en la Iglesia. A los presbíteros nos corresponde «armonizar de tal manera las diversas mentalidades, que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles, y llevarlos todos en la unidad de los files” (PO 9). Como ministros de la comunión y de la Reconciliación, como pastores llamados y elegidos para «reunir el pueblo que estaba disperso», hemos de «estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos» (Juan Pablo II, ChL 31). Esto significa, además, que habremos de emularnos en la estimación mutua, en adelantarnos en el mutuo afecto y en la voluntad de colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al sacrificio que esto a veces puede comportar; significa, en último término, el vivir la fraternidad sacerdotal sacramental.
Los sacerdotes tenemos una misión importante e insustituible en la Iglesia: evangelizar, pero no acaparamos ni agotamos toda esa misión. No podemos olvidar que la Iglesia es todo el Pueblo de Dios; y que es todo el Pueblo de Dios el que ha recibido la misión y el mandato de evangelizar. Por ello, una Iglesia si se ve impedida, en buena medida, a llevar a cabo la evangelización que es su identidad más profunda queda limitada en su ser más propio. Para llevar a cabo la nueva evangelización a la que estamos convocados es necesario promover, formar, saber acompañar y orientar al laicado en cada una de nuestras comunidades, cuya presidencia corresponde al presbítero. En esto los nuevos sacerdotes han de poner todo su empeño. Presidir, apacentar, ser pastor es hacer posible que la Iglesia, en todos sus miembros sea Iglesia evangelizadora; es hacer posible que todos se sientan corresponsables en la obra evangelizadora de la Iglesia, cada uno según sus capacidades y dones recibidos. Habrán de poner sumo cuidado en escuchar a los laicos, en valorar su experiencia, en recoger sus iniciativas y darles cauce eclesial, en atender a sus sugerencias, en fomentar su participación, en distribuir entre ellos, en alentarles para que se hagan presentes en nuestras sociedad como discípulos de Cristo que sienten la urgencia de recomponer el tejido de nuestra sociedad, donde se hace presente el Evangelio y la humanidad nueva de Jesucristo.
Abrir las puertas a Cristo es el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores. No podemos olvidar que ser evangelizadores es llevar la Buena Noticia a los que sufren y a los pobres, una multitud ingente de hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos, en una palabra de personas humanas concretas e irrepetibles, sufre el peso intolerable de la miseria. Los pobres son los destinatarios privilegiados del anuncio de la Buena Nueva y es de nuestra responsabilidad sacerdotal optar por los más pobres, asemejándonos a Cristo que se hizo pobre. La solidaridad con los sufrimientos y con las reivindicaciones y esperanzas de los más pobres y necesitados ha sido siempre y es también hoy, signo de una evangelización auténtica.
Ante la reciente ordenación de nuevos sacerdotes, verdadero e inmenso don de Dios, sentimos aún más la necesidad que tenemos de más pastores, por ello es necesario que pidamos al Señor de la mies, a Aquel que llama, que envíe operarios a su mies, que suscite vocaciones al ministerio sacerdotal, que nos dé pastores conforme a su corazón.