Escribo este artículo el día de Reyes, un día antes de la elección de investidura del Candidato a la Presidencia del Gobierno, y al día siguiente de finalizar el correspondiente debate de investidura. Ignoro, en estos momentos, el resultado final aunque se intuye ya. Por eso no quiero ni debo omitir mi felicitación al Sr. Presidente electo y desearle todo lo mejor en su gestión como Presidente, para el bien de España. Tenga la seguridad, Sr. Presidente, que por mi parte tendrá en mí un colaborador leal, sincero, independiente, y libre, dispuesto a apoyar y ayudar cuanto se haga al servicio del bien común, de la justicia y de la solidaridad, sobre todo con los más pobres, dentro de los cauces legales y de participación, como hasta ahora he hecho con todos los Presidentes y gobiernos legítimamente constituidos, fuesen del signo que fuesen.
Quiero añadir que en la medida de mis posibilidades, responsablemente, he seguido los debates de investidura, los cuales me han provocado desconcierto e incertidumbre, preocupación y un cierto desasosiego. ¿Por qué? Porque he podido comprobar que la situación que estamos viviendo es más crítica y crucial de lo que pensaba y creía.
He comprobado una España sin norte, hecha un lío, desconcertada y sin proyecto. Una España dividida que vuelve a etapas de división y de confrontación, he visto odios, rostros crispados y de rechazo, intransigencia, una memoria que nos hace mirar al futuro. El espíritu de la transición se ha vaciado y olvidado; aquel espíritu de concordia y de convivencia que dio lugar a la ley básica de una España unida en la Constitución se ha roto, y aunque se apele al Estado de derecho, que se basa en esta ley básica, el respeto al derecho que en ella se nos ofrece y de ella dimana como marco y criterio de nuestras relaciones sociales y de los pueblos que integramos España, no se tiene en cuenta, se omite. Un pilar básico que aúna y sostiene el Estado de derecho es la Monarquía y por parte de algunos ha sido incluso atacada y por parte de algunos otros no ha sido defendida de inmediato como se merece y se debería exigir en esa España de la concordia, máxime cuando la Monarquía ha sido clave en la transición y para el espíritu de la transición en España y garantía y árbitro de la concordia y el entendimiento entre los españoles, de la reconciliación entre ellos, como ha venido siendo desde su reinstauración y también motor e impulso de desarrollo y de ser considerados en el mundo entero con respeto y hasta con admiración.
He podido comprobar, lamentablemente, que el interés por el bien común único que durante el tiempo de la transición ha primado, que ha sido España misma, se ha olvidado, ha casi desaparecido para primar, sin embargo, el interés particular, incluso egoísta y personal, o de grupo marcado por ideologías que siempre dividen y nunca unen. He podido comprobar, además, que aunque se hable de bien común, no se acierta en el sentido que se da a esta expresión con la consiguiente repercusión negativa para la sociedad y las personas que la integran. Me ha dolido comprobar la caída de los principios éticos y morales que configuran nuestro patrimonio común, se han debilitado notablemente y hasta se han desvanecido; por ejemplo, el valor de la verdad, la verdad que nos hace libres, ha sido sustituido por un relativismo gnoseológico y ético que me ha hecho recordar aquello de la película de los hermanos Marx: «Si no le gustan estos principios, tengo estos otros para cambiarlos». Sin la verdad no cabe la transparencia y no es posible el diálogo: el engaño y la mentira son sus enemigos; el bien de la persona, en cuya base está la vida, no cuenta; se habló del tema de la eutanasia de manera brutal y superficialmente; me llamó mucho la atención que la cuestión de los pobres y de las muchas y múltiples pobrezas nuevas no se resaltase más, como tampoco se resaltó el tema educativo que es clave ante la emergencia educativa que está planteada; el marxismo-comunismo, que parecía desterrado a partir de la caída del muro de Berlín, renace y seguro que va a gobernar España; la socialdemocracia se desfigura, el sentido democrático se sustituye por la imposición de un pensamiento único, y por el autoritarismo y absolutismo incompatibles con la democracia y con el reconocimiento de las libertades que tiene su fundamento en la libertad de conciencia y religiosa que he visto amenazadas en el debate.
En algunos momentos llegué a pensar que se estaba trasladando lo que está pasando en algunos países de América, por ejemplo Venezuela, o trasportando populismos al hemiciclo del Parlamento de España. Con mucho dolor, debo decirlo y advertirlo, he percibido un intento de que España deje de ser España: los principios y valores que le han hecho ser lo que es, desde la época visigótica, portadora y realizadora de grandes empresas, como América, ya no están, ni cuentan y su unidad se pretende fragmentarla y romperla. En fin, no querría haber hecho este diagnóstico pero es lo que nos ofreció netamente el debate de investidura. Espero, de verdad, que esta situación cambie, y que entre todos, los responsables de la política y del gobierno, y los ciudadanos de a pie, colaboremos, todos juntos y sin exclusiones, a este cambio. Por mi parte estoy dispuesto y decidido a hacerlo.
Que conste que tengo gran esperanza, virtud que corresponde siempre a tiempos difíciles, y a los hombres de fe, y por eso, en estos momentos escribí, como Arzobispo, a toda la diócesis de Valencia la semana pasada que orase insistentemente por España, porque para Dios nada hay imposible y Él todo lo puede, nos ama de verdad, y nos salva, la prueba la tenemos en lo que hemos celebrado en la Navidad: Dios con nosotros, en nuestra fragilidad, debilidad y pobreza.
A todos digo: ¡Animo! ¡Adelante! Peores momentos hemos vivido. Y salimos. Ahora también. ¡Seguro!