Queridos hermanos y hermanas en el Señor: Antes de llegar a Belén, antes de participar en el gozo de la noche santa de la Navidad, en la que todo queda inundado por la claridad y la alegría del amor de Dios en el Niño Jesús, el Salvador de los hombres, parémonos y contemplemos a Santa María, la Virgen de la que nos habla el profeta Isaías en la profecía del Enmanuel, la toda llena de gracia y fiel esclava del Señor que se entrega por completo al querer de Dios y es hecha por el Espíritu Santo morada santa del Hijo del Altísimo, Madre de Dios. Hoy, particularmente, nos detenemos a contemplar y meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel que acabamos de proclamar en la lectura evangélica del 4º domingo de Adviento.
Antes de esta escena evangélica, María había recibido el anuncio del Ángel Gabriel, que la saluda «llena de gracia» y le comunica que iba a ser Madre de Jesús. Cuando María llega a casa de Isabel, en Aim Karem, acababa de acontecer prácticamente la hora más estelar y central de la historia humana: la encarnación del Hijo de Dios en el seno virginal de María. Había comenzado entonces la verdadera presencia de Dios con nosotros: Enmanuel. Aquella hora de la encarnación o momento estelar de la historia humana había sido una hora silenciosa, una hora olvidada que, caso de existir en aquella época los medios de comunicación de hoy, no habría tenido en ellos ningún eco ni la hubiesen dado como noticia con un mínimo recuadro. María lo había recibido todo de Dios en aquel silencio y sosiego de Nazaret.
Ella, virgen, iba a ser Madre, por obra y gracia del Espíritu Santo. Todo en Ella es gracia y obra de la gracia de Dios. El misterio de María, la Virgen Madre, está preparado en pasajes decisivos de la historia de la salvación. «El inicio está en la madre de Isaac, Sara, que era estéril y que por el poder de Dios concibió a Isaac, convirtiéndose así en madre del pueblo elegido, cuando era muy anciana y habían desaparecido sus fuerzas. Continúa con Ana, la madre de Samuel, que también da a luz siendo estéril; e igualmente le acaece a la madre de Sansón y a Isabel, la madre de Juan el Bautista. En todos estos casos, el significado de lo que sucede es lo mismo: la salvación no procede en absoluto del hombre y de su poder, sino de Dios, de su acción de gracia. Por eso la actuación de Dios se da allí donde humanamente no cabe esperar nada: hace nacer del seno materno de Sara el destinatario de la promesa y sigue esta ley hasta el nacimiento del Señor del seno de la Virgen» (J. Ratzinger).
Y esto significa que la salvación del mundo es obra exclusiva de Dios, y por eso surge en medio de la debilidad y la incapacidad humana. El nacimiento del seno de la Virgen significa el carácter gratuito, gracioso, de este hecho. Es símbolo de la gracia, la más genuina realización de las palabras que la misma Virgen dirá después en el Magníficat: «A los soberbios derriba de su trono y engrandeció a los humildes».
Pero este misterio de la gracia que se produjo en María no la aleja de nosotros, no la hace inaccesible, sino que la convierte en un confortante signo de la gracia: Ella anuncia al Dios que es más grande que nuestro corazón, y cuya gracia es más fuerte que nuestra debilidad, a la que ya de antemano ha superado. Ella, Virgen y Madre, es señal de la alegría recóndita, pero profunda. Por ello es saludada: «Alégrate»; por eso trae la alegría donde va, porque lleva al Hijo de Dios y lo hace presente, está con Él, en quien está toda gracia, toda suerte de bendiciones celestiales, toda la misericordia, todo el amor: Dios mismo que es amor. Donde está Dios está la alegría, está la gracia, está el amor.
La Virgen María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, visita la casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril, y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios, para quien nada hay imposible, como le dice el Ángel a la Virgen María en la Anunciación. Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con Ella, dentro de Ella. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la Alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquél a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.
La presencia de Jesús llena de alegría, es el gran gozo la gran alegría que llena el mundo entero. Cuando es anunciado a la Virgen María, ésta es saludada por el Ángel: «Alégrate, llena de gracia»; cuando visita a Isabel, ya vemos, la criatura que lleva Isabel en su seno, salta de alegría; Isabel prorrumpe en la alegría de: «¿Cómo a mí, que me visite la madre de mi Señor? Dichosa Tú, que has creído». La Virgen misma prorrumpe en ese maravilloso canto: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador». María lleva al Señor, lleva la alegría, la comunica, la hace presente. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelio, buena nueva. La verdadera alegría está en el Señor, y fuera de Él no puede haber ninguna, salvo esa alegría facilona y banal que nace de cualquier diversión pasajera. Y de hecho toda alegría que se da fuera del Señor o en contra de Él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento. Por eso en el Evangelio se nos hace ver que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y a comprender a Cristo, el Dios de la gracia y de la misericordia, del amor sin límites, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamenten por el contrario en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por -fuerza alguna del mundo. Esa alegría profunda es la que trae María, como en esta escena de Aim Karem ante santa Isabel: lleva y trae a Jesucristo, alegría del mundo, resplandor de la gloria del Padre.
Ése es también el compromiso del Adviento: llevar la alegría a los demás. La alegría es el verdadero regalo de Navidad; no los costosos regalos y gastos que requieren mucho dinero y tiempo. Esta alegría podemos comunicarla de un modo sencillo: con un gesto bueno, con una pequeña ayuda, con un perdón, con una visita; todo eso es signo de que llevamos dentro al Señor. Llevemos esta alegría y la alegría dada volverá a nosotros. En especial tratemos de llevar la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo; que se trasparente en todo esta presencia de la alegría liberadora de Dios, de Dios con nosotros.
Esto es posible, si como leemos en el Evangelio de hoy, al igual de María, creemos. «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Dichosos nosotros si creemos, porque entonces la alegría que es Dios, que es el saber y comprender que nos ama y nos quiere infinitamente, en un verdadero derroche de gracia, en su Hijo, Jesucristo. No sabemos, hermanos, lo que tenemos con la fe. Es lo más grande, lo más importante para cada hombre, la mayor de las riquezas y la mejor de las herencias que hemos recibido. Como para que se nos quiera arrebatar con una cultura laicista donde la fe no cuenta ni signifique nada. El camino de futuro es el camino de la fe. La esperanza de un futuro nuevo está en seguir la senda de la fe. Andando ese camino somos capaces de ver las maravillas de la gracia de Dios y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Jesucristo. El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa infinita, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón, el amor, y la salvación de Dios. Quien viva así su vida, permanente adviento, podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval. Por eso, desde esta fe, con esta fe, a todos vosotros, feliz Nochebuena, feliz navidad; feliz Navidad a todos los espectadores y radioyentes de los medios de comunicación diocesanos; sobre todo, a vosotros queridísimos enfermos o impedidos, a todos los que sufrís, feliz y santa Navidad, venturosa Navidad, llena de gracia.