Ante el Día de la Mujer, quiero una vez más rendir homenaje a la mujer, contribuir sincera y humildemente a resaltar, propagar y propugnar la defensa de la mujer y de sus derechos inviolables, de su dignidad, grandeza y hermosura, de la verdad tan propia y tan grande de la mujer, y más hoy que, con frecuencia, no es considerada así como muestran publicaciones, gestos y hechos que, aunque provengan de ciertos feminismos, no están en esta línea que toda mujer merece.
Al resaltar la dignidad y grandeza de la mujer, y al reclamar su defensa firme no podemos olvidar y lamentar los sufrimientos y amenazas a su verdad y dignidad que sufre la mujer. Repetidamente, en los últimos tiempos, -este año está siendo particularmente terrible en este punto- los medios de comunicación social nos alertan sobre los malos tratos, las agresiones y violencia de los que la mujer está siendo víctima con demasiada e incomprensible frecuencia, la trata de mujeres tan cruel, denigrante y vejatoria. Suceden deplorablemente hechos violentos de muerte o de sangre, o de agresiones sexuales, o de imposición del matrimonio a niñas en países del subdesarrollo, explotaciones inhumanas, violaciones, ve­jaciones e injusticias, tantas otras agresiones, y hechos denigrantes, de la mujer, de su dignidad y grandeza, que deberían provocar, con toda razón y justicia una reacción unánime y clamorosa frente a estas agresiones contra la mujer, que, por desgracia, constituyen hoy una de las violaciones más difundidas de los derechos humanos y de la dignidad de la persona humana, así como del bien común. Y no sólo condena, sino defensa sin fisuras e inquebrantable por parte de todos, firme, firmísima, de la mujer.
Todos iguales en dignidad
Junta a la condena y el rechazo más completo de tales crímenes, agresiones y vejaciones, es necesario, sin duda alguna, promover decididamente iniciativas concretas que frenen, hasta la supresión total, estas y otras múltiples formas de violencia, agresión y esclavización. Entre estas medidas especialmente se requieren medidas legales apropiadas. Se impone, al mismo tiempo, un arduo trabajo educativo y de promoción cultural para que se reconozca y se respete la dignidad de cada persona, por tanto de la mujer. En efecto, hay algo que no puede absolutamente faltar en el patrimonio ético-cultural de la humanidad entera y de cada persona: la conciencia de que los seres humanos –hombre y mujer- son todos iguales en dignidad, merecen el mismo respeto y son sujetos de los mismos derechos y deberes.
En la perspectiva de la antropología cristiana, toda persona tiene su dignidad inviolable, no devaluable, ni vulnerable ni mucho menos suprimible. El hombre y la mujer, por el hecho de ser personas, son iguales en dignidad. La imagen de Dios se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna. Como persona, la mujer no tiene menos dignidad que el hombre. Y por eso, no puede convertirse en modo alguno en objeto de dominio, ni de posesión masculina, ni de vejación o minusvaloración por parte del varón. Desgraciadamente, el mensaje cristiano sobre la dignidad inviolable de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad, o en ideologías imperantes o que tratan de imponerse contrarias en grado sumo a la mujer, que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, como instrumento del interés egoísta y del sólo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer, que con demasiada frecuencia es considerada como un objeto del egoísmo masculino, o de dominio de diferentes agentes de poder, manifestado en muchas formas del pasado y en nuestros días.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio e instrumentalización de la mujer, los malos tratos, la violencia sexual, las violaciones, la pornografía, la prostitución – tanto más cuanto esta es organizada, a veces desde posiciones cercanas al poder- y todas las discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, de la maternidad, de las labores domésticas, de las viudas, las separadas, las divorciadas, o las madres solteras.
Respeto
Mirando la situación femenina en el mundo, ¿cómo no recordar la larga y humillante- a menudo subterránea- historia de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad? Dentro del tercer milenio no podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual y de toda violencia y agresión que con frecuencia tiene por objeto las mujeres. Y esto sencillamente en nombre del respeto a la persona.
Todos, y de manera muy especial los cristianos, estamos llamados a una acción enérgica e incisiva, decidida y eficaz, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente; todos nos sentimos urgidos a luchar contra las formas de discriminación y aún degradación que asumen esta mentalidad imperante, incluso cuando se expresa en espectáculos o en publicidad encaminados a acentuar la carrera frenética del consumo. Pero las mujeres tienen el deber de contribuir ellas mismas a lograr el respeto de su persona no rebajándose a ninguna forma de complicidad con lo que va contra su dignidad, por ejemplo, la ideología de género, que no las defiende, sino todo lo contrario, las degrada. La perfección para la mujer no consiste en ser como el hombre, en masculinizarse hasta perder sus cualidades específicas de mujer. Su perfección y grandeza consiste en ser mujer, igual que el hombre, pero diferente. La verdadera promoción de la mujer consiste en promoverla a aquello que le es propio y le conviene según su cualidad de ser mujer, es decir de criatura diferente al hombre, pero con su realidad propia y específica de personalidad humana inalienable.
Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de la persona en su diferencia, es urgente que por todos sea reconocida la dignidad de cada ser humano por el hecho de serlo, nos apremia una cultura y una educación donde la persona,-hombre y mujer-, sea respetada y reconocida sin ninguna reticencia. En nuestras manos, en las de todos está, el hacer lo necesario para devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y su papel. Es necesario avanzar en la legislación en que todo esto quede garantizado, y en decisiones no ceder ante ideologías degradantes de la verdad y maravilla de ser mujer. Se trata de un acto de justicia, pero también de necesidad.
Permítanme que concluya citando a un hombre que fue quizá el mayor paladín y defensor de la mujer, de las glorias de la mujer, San Juan Pablo II: “Si nuestro siglo, en las sociedades liberales, está caracterizado por un creciente feminismo, se puede suponer que este feminismo sea una reacción a la falta de respeto debido a toda mujer… Quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer”. No era para el Papa San Juan Pablo II ajena la problemática actual en torno a la mujer, ni los movimientos feministas radicales o los así llamados movimientos actuales de liberación de la mujer. Porque los conocía, y porque tenía, como él mismo confesaba, un gran respeto, consideración y afecto entrañable, desde niño, a la mujer, es por lo que habló como habló tan maravillosa y realísticamente de la mujer. Y además, porque siempre tuvo delante a la que es modelo de mujer y de feminidad: la Virgen María que, por lo demás, siempre se plegó a la voluntad de Dios y ésa es su grandeza y su libertad. Nuestro mundo actual, las sociedades de hoy necesitamos ir a los fundamentos antropológicos en los que se sienta una verdadera consideración de la mujer, con todas las consecuencias que comporta para el respeto real a su dignidad y grandeza que le corresponde en igualdad con los varones. Ahí radica su liberación; esforcémonos todos, luchemos, por conseguirla sobre esas bases y fundamentos. Las mujeres encontrarán en María, la más grande de las mujeres, el secreto de vivir su feminidad y conseguir para sí un progreso verdadero.