En una sociedad vertebrada y democrática como es la española, por coherencia, se deben mantener tanto la escuela católica como la enseñanza de la religión y de la moral en la escuela. Tal vez esta afirmación pueda sonar a algunos a una abusiva intromisión en el marco secular y autónomo de la escuela o a no respeto al real pluralismo social o a las exigencias de una sistema democrático o a privilegio de la Iglesia. No olvido, por supuesto, todo lo contrario, que nos encontramos en una sociedad democrática que se rige por unas reglas de juego, basadas en el reconocimiento de unos derechos fundamentales del hombre, asumidos y recogidos normativamente en el marco constitucional. Este marco nos sitúa la escuela católica, en conformidad con el derecho que asiste a los padres a que sus hijos puedan recibir una educación conforme a sus propias convicciones morales y religiosas y el que también asiste a personas físicas o jurídicas -instituciones- a crear centros escolares con un carácter propio que se ofrecen a la libertad de elección que tienen los padres. Se trata sencillamente del ejercicio, garantizado por nuestra Constitución, de derechos humanos fundamentales en materia educativa y de libertad religiosa.
Un derecho básico
La escuela católica, en efecto, y la enseñanza religiosa tanto en la escuela de iniciativa social como en la del Estado, son un elemento imprescindible en el ejercicio del derecho de libertad religiosa, tan básico como que es la garantía de todas las demás libertades. Tanto la enseñanza de la religión en la escuela, como la escuela católica, no son una concepción graciosa que hace la Administración Pública a unos determinados ciudadanos; tampoco son un privilegio a extinguir de la Iglesia Católica en el marco escolar. Cuando el Estado garantiza la enseñanza de la Religión y de la Moral en la escuela y cuando reconoce la escuela católica cumple sencillamente con su deber; y fallaría en ese mismo deber para con los ciudadanos y para con la sociedad, cuando no propiciase el libre y pleno ejercicio de este derecho no posibilitase de manera suficiente su desarrollo.
Por algunos grupos se vierte la idea de que la clase de Religión o la escuela católica es algo atávico o una rémora para la modernización de la sociedad que la Iglesia trata de mantener empecinadamente como privilegio particular. Pienso que deberíamos haber aprendido ya que el progreso económico y social no está unido al recorte de la libertad religiosa: y recorte sería el que la enseñanza religiosa y la escuela católica no poseyesen el estatuto propio que habría de corresponderle conforme a la naturaleza educativa de la escuela y a la necesidad de formación integral de la persona. No caigamos en la trampa de considerar que el tema de la enseñanza religiosa o el de la escuela católica es un asunto privado o de la Iglesia, aunque ella, como servidora de los hombres, tiene la obligación de promover los derechos que asisten a la persona humana y de trabajar por la humanización integral. Es una cuestión en la que está en juego la persona y la sociedad. Lo que se haga en este terreno contribuirá al realme moral de nuestra sociedad y a la humanización de la misma, sin lo que no hay progreso digno de llamarse así. Garantizar esta enseñanza será garantía también de futuro de humanidad libre para la escuela. Este es un reto y un anhelo para el Tercer Milenio en el que estamos. Se trata, en definitiva, del reto de la libertad.
El gran reto de la libertad
Insisto en ese gran reto de la libertad, concretamente de enseñanza. Hay libertad de enseñanza entre nosotros. No se puede poner en duda; sería injusto y falso el negarlo. Pero tampoco podemos negar que existen problemas en este punto. Pienso que se puede y se debe avanzar. Hay, en principio, una cuestión de fondo que debería quedar clara, y tan definitiva como debidamente garantizada: el derecho originario y competencia de los padres en la educación; sin embargo no lo está suficientemente. Se diga lo que se diga, se sigue empeñados por parte de amplios sectores, sobre todo del ámbito político, en una concepción estatalista de la educación, como si fuese al Estado a quien correspondiese y no a los padres la educación, o como si la educación fuese un derecho primario del Estado y una competencia primariamente suya. El Estado no es de suyo ni primariamente el educador. Son los padres quienes tienen el derecho y el deber natural de educar a sus hijos en la familia y en centro educativo que libremente elijan. Ninguna escuela, tampoco la estatal, puede estar al servicio de una ideología estatal o del Gobierno correspondiente, por muy democrática que haya sido su elección o por muy legítima que sea. La llamada «escuela pública» también está al servicio de los padres, actúa subsidiariamente con ellos, ha de escucharlos, atender y respetar sus derechos y deberes en materia educativa; también en la escuela «pública» ha de respetarse la libertad y demanda de los padres y, en modo alguno, se les puede imponer un determinado tipo de formación de la conciencia moral por parte del Estado; la escuela “pública” en modo alguno es ni puede ser la escuela del Estado «educador» o formador de la conciencia de los ciudadanos. El que la «escuela pública» sea de titularidad del Estado no le exime a éste de respetar y salvaguardar los derechos y de los padres -también ha de reclamar el cumplimiento de sus obligaciones por parte de éstos-; tampoco le da patente de corso para imponer un tipo de enseñanza que no conlleve cuantos elementos requiere la educación integral de la persona y el ayudar en todos los aspectos a los alumnos en su aprender a ser hombres o no garantice la formación moral o religiosa que elijan los padres para sus hijos.
El Estado tiene, sin duda alguna, su responsabilidad propia y no se le pueden negar las insoslayables competencias que también le corresponden en el campo educativo. Pero, en todo, al Estado y a los poderes públicos, por el principio fundamental de subsidiariedad, les corresponde regular las condiciones necesarias para que la sociedad pueda ejercitar por sí misma los derechos y deberes que le son originariamente propios en el campo de la enseñanza. La legislación debería regular adecuadamente, por tanto, el derecho y deber de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales, religiosas y pedagógicas, entre otras cosas eligiendo el proyecto educativo que les parezca mejor a tal fin.