Imagen de archivo de la procesión de la Mare de Déu.

El Pueblo Valenciano, el domingo 10 de mayo, vamos a celebrar una vez más la fiesta de nuestra Patrona, la Santísima Virgen de los Desamparados, con todo nuestro fervor y amor, con reduplicada devoción, la más santa e intensa que se pueda profesar, aunque este año, desgraciadamente, tenga que ser de otra manera la fiesta-memoria de Nuestra Señora, Mare de Déu i dels Desamparats, nuestra queridísima Patrona, jamás olvidada.
Rodeada de mágico resplandor, el pueblo valenciano, y este año con mayor motivo, contempla a la Virgen y Madre, llevando en sus brazos, abrazando y mostrando a su Pequeño, Jesús, y ve y palpa en Ella el pueblo valenciano la ternura y la cercanía inigualables de Dios, que lo ha apostado todo por el hombre, hasta el extremo de un rebajamiento inimaginable y de un despojamiento total por amor al hombre, como nos hace ver el Niño con la cruz en sus diminutas manos y sobre sus pequeños hombros, y con su mirada puesta en esos niños que a sus pies y bajo el manto de la Madre imploran amor, compasión, misericordia, en su desamparo e inocencia. Esta ternura indescriptible de María es la ternura de la Madre de Dios que nos fue dada por Madre nuestra, junto a la Cruz, momento del máximo sufrimiento y de amor de Dios en la historia, en favor nuestro.


En la imagen de la Madre así inclinada, “Geperudeta”, con su tierna mirada sobre los débiles, indefensos y vulnerables así como en la imagen del Niño que Ella muestra y aprieta tiernamente en su brazo, -pequeño y frágil, como los niños de sus pies-, advertimos la bondad, la ternura y el corazón misericordioso y compasivo, que no es de acá y que lo inunda todo. En ese Hijo de sus entrañas, nacido de Ella por obra del Espíritu Santo en el mayor de los desamparos humanos, Dios empieza a estar con nosotros para siempre. Nada ni nadie podrá separarlo de nosotros, ni a nosotros de Él. Dios no quiere ser sin el hombre, sin tomar parte en su desamparo y soledad. Así, se ha comprometido irrevocablemente con todos y cada uno de nosotros, con los más pequeños y los más vulnerables, tan necesitados de todo, particularmente de cariño y de ayuda. Ha entrado en la tierra con el llanto de la criatura que llega al mundo. Ahí nos aceptó y ahí nos aguarda incansable su amor escondido.


El Niño lleva la Cruz, la prueba de mayor amor de Dios en nuestro desamparo, en esa cruz sufre y muere con nosotros y por nosotros. Jesús, Hijo de Dios vivo, no se ha reservado nada, ni siquiera su Madre, en quien se expresa y recoge toda la cercanía y ternura misericordiosa de Dios, y de la Madre, Dolorosa unida total e inquebrantablemente a su Hijo fruto bendito de su bendito vientre. Acepta sus palabras y se queda con nosotros como amparo permanente que nunca falla, ni se separa de los desamparados. Tampoco ahora, en la pandemia del coronavirus, abandona a todos sus nuevos hijos, desterrados hijos de Eva en este valle de lágrimas, en la cruz dura de la pandemia, afectados por la pandemia, pero no dejados solos en el desamparo de esa cruz tan amarga, sobre todo para quienes han padecido la muerte de seres queridos o sufrido la enfermedad, con quienes me siento a su lado, muy unido.


Los valencianos, de manera particular, experimentamos en los ojos misericordiosos de María y en su dolorido y expresivo rostro, el fulgor y el brillo de un nuevo resplandor. Y le decimos, como nos ha enseñado el Papa Francisco en su plegaria ante la pandemia, “Oh María, tu resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y esperanza. Nosotros nos confiamos a ti, Salud de los enfermos, que bajo la cruz estuviste asociada al dolor de Jesús, manteniendo tu fe”, asociada también al dolor de tus hijos afligidos por la pandemia.


María, nuestra Madre del cielo: en medio de tristezas y desconsuelos, nos llena de alegría y de gozo saber que siempre te tenemos a ti como Madre y en estos momentos nos dirigimos a ti, como nos ha enseñado tu siervo el Papa Francisco, y te decimos: “Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes de qué tenemos necesidad y estamos seguros de que proveerás, para que como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba”.

El 10 de mayo es día de alegría, aun manteniendo el dolor. Pido a todos que lo celebremos como una gran fiesta


Y el día 10 de mayo es, para todos nosotros valencianos, día de alegría y de fiesta, aun manteniendo el dolor. Por eso pido a todos que, en la actual situación, que es la que es, celebremos este día como una gran fiesta, desde nuestras casas donde, como Juan el discípulo amado, la hemos acogido, y que ese día le hablemos, le recemos e invoquemos, le llevemos las flores de nuestra plegaria y de las buenas obras de caridad y justicia, y le digamos los mismos piropos que diríamos otro año en este día. Que la recordemos con alegría en lo más vivo y hondo de nuestro corazón de hijos, como el domingo pasado, el día de la Madre, recordábamos con tanto gozo, gratitud y cariño a nuestras queridísimas madres que nos gestaron, alimentaron y educaron en la tierra, que aunque no fuese físicamente, porque no pudimos, las rodeábamos de abrazos y besos.


También rodeémosla de besos y de flores, de los mejores deseos y sentimientos filiales de nuestro corazón a nuestra Mareta, Mare dels Desamparats, y que a pesar de que no podamos estar en la plaza de la Virgen durante la Misa d’Infants, la sigamos por TV que será celebrada desde su Real Basílica. Que contemplemos su imagen bella, que “portem sempre en lo cor”. Verla y admirarla en el Camarín como asomándose desde allí a su plaza y a toda Valencia y sus pueblos para bendecirlos. Aunque no podamos aclamarla en su traslado a la Catedral o durante la procesión, desde nuestras casas, que son su casa, desde nuestros balcones y ventanas, podamos gritarle a corazón abierto el tradicional e ininterrumpido “Vixca la Mare de Déu! Tots a una véu”. Sería bonito y cargado de emoción, que desde los balcones de nuestras casas salgamos todos a las doce de la mañana, hora del Ángelus, y a las seis de la tarde, hora de la procesión, a decir con toda la fuerza un grito y clamor unánime: “Valencians, tots a una veu: Vixca la mare de Déu!”. Pido a las emisoras de radio y de TV valencianas, que nos ayuden en esto y a esto.
Pero no sólo se ha de quedar en lo exterior y en el sentimiento. En ese día recomiendo a todas las familias que os reunáis en el silencio de vuestros hogares y recéis juntos el Santo Rosario, digáis con todo vuestro inmenso cariño y devoción el Ave María, y lo ofrezcáis por el cese y liberación de la pandemia, por sus víctimas y en especial por los que han muerto y por sus familias, por los que tanto están ayudando en estos momentos, particularmente, los sanitarios, por las autoridades, por los sacerdotes, por los que nadie se acuerda y por las intenciones del Papa, y que hagáis vuestras sus palabras que dirige en su hermosa oración a María en la pandemia: “Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y hacer lo que nos dirá Jesús, quien ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos y ha cargado nuestros dolores para conducirnos, a través de la cruz, a la alegría de la resurrección. Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No desprecies nuestras súplicas, que estamos en la prueba, y libéranos de todo pecado, oh Virgen gloriosa y bendita”.


No cabe mayor cercanía de Dios al hombre que María, que la Virgen Inmaculada, la nostra Mareta. Nada hace tan presente lo largo, ancho y profundo del misterio de Dios que este Niño y su Madre, reflejados en la imagen santa de Nuestra Señora de los Desamparados, que Él mismo nos entrega como Madre nuestra para que la acojamos y la hagamos cada vez más nuestra. El Niño y la Madre, acompañados por dos niños inocentes y desamparados. El Niño y la Madre, identificados con esas criaturas frágiles, pequeñas, débiles, que son los hombres en desamparo. Como los enfermos del coronavirus, los más vulnerables, acompañándolos a ellos, provocan amor, ternura, compasión, misericordia y serena confianza, la confianza de un niño recién amamantado en brazos de su madre. Ahí, Dios nos muestra su decidida voluntad de acogida, de abrazo amoroso, de paz: paz a todos los hombres a los que Él ama. ¿Cómo no ver, por todo ello, en esta Mujer, Virgen y Madre, Madre de Dios y de los Desamparados, nuestro verdadero, real, permanente y más seguro amparo? ¿O cómo dejar de venir y acudir a Ella para invocar, con clamor y lágrimas de gozo o dolor, sobre todos los hombres, sobre todos los desterrados hijos de Eva, sobre todos los desamparados de la tierra, sobre todos los débiles, frágiles, vulnerables e inocentes, como los niños, su protección, amparo y su intercesión maternal que siempre nos auxilian?


Germans i germanes, es un gran motiu de consol el saber, per la nostra fe, que la Verge està sempre atenta a les nostres necessitats, per grans i xicotetes que siguen. Nos dona una especial confiança que tenim una Mare que ens vigila desde el cel, protegint-nos contra els riscs i els perills… que sempre nos ampara! Aixina reconeguem, amb la convicciò mes gran, que la Verge María es nostra Mare, que tenim una Mare sensible a les dificultats del camí nostre, d’especial manera, en els perills i en les ansietats de l’existència nostra, quan mes desvalguts i abandonats nos trobem; quam mes destituits d’ajuda i mes indefensos nos sentim, Maria fa sentir el seu auxili. Per aixó, acudim a Ella, Mare dels Desamparats.

Tenim una Mare sensible a les dificultats del camí nostre, d’especial
manera, en els perills i en les ansietats de
l’existència nostra


En esa madre Virgen, Madre de Dios, toda santa, y en ese Niño, su Hijo, Hijo único de Dios, Dios inicia una nueva relación con nosotros, pone su morada entre nosotros, acampa entre los hombres. Esa nueva relación, seguida con la fe, con fidelidad y sencillez, da un valor y significado nuevos a lo que el hombre es y a todo lo que hace. Cambia en el tiempo el corazón del hombre, ensanchándolo, vivificándolo, plenificándolo en la esperanza a la medida del Espíritu de Dios, anhelando la nueva creación, cielos nuevos y tierra nueva, con un corazón nuevo, capaz de amor y de misericordia.
El hombre, por la misericordia de Dios, comienza a despertar, como dice el himno que cantamos a la Virgen, “reviu”, “revive”. Así se expresa en esa vida nueva, como la que describe y a la que exhorta san Pablo: “Presentaos como culto, como ofrenda viva y agradable a Dios. Ofrecedle el culto razonable, no os ajustéis a este mundo, sino transformaos y renovaos en la manera de pensar para descubrir la voluntad de Dios, lo que le agrada, lo bueno, lo perfecto, lo santo. Servid constantemente al Señor, sed cariñosos unos con otros y estimad más a los demás que a uno mismo. Contribuid a las necesidades del Pueblo de Dios, practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen y no maldigáis. Sed solidarios: estad alegres con los que ríen y llorad con los que lloran. Tened igualdad de trato, poneos al nivel de la gente sencilla”.


Esta es la verdad y esta es la vida nueva que nos mantiene en la esperanza que conduce a la alegría. Qué distinto, qué nuevo, comparado con nuestro mundo envejecido por no abrirse y acoger esa novedad que se inicia en la Encarnación del Hijo de Dios, en el seno de la siempre virgen María, que culmina en el misterio pascual de la Cruz y la Resurrección. Cuando el hombre acoge esta novedad empieza a ser capaz de tener misericordia consigo mismo y con todos, y a amar a todos con el amor nuevo que brota de Dios sin límites ni riberas, que se vuelca especialmente con los desamparados y desheredados, con los que se hallan en el mayor desamparo de la soledad y de la muerte.


Son signos de resurrección y de vida nueva, de Pascua, a la que tan ligada está la tierna devoción del pueblo valenciano hacia su Mare dels Desamparats. Todos son signos de la nueva presencia de Dios, de la presencia nueva de Jesucristo resucitado hasta el final de los siglos en su Iglesia, de la que su Madre es signo, modelo y anticipo. Son signos asímismo de la presencia del Espíritu Santo que nos hace ser hombres nuevos, como lo hizo con María, la nueva Eva, criatura humana nueva enteramente, llena de gracia, que en el desamparo de la Cruz, de los padecimientos y angustias de los hombres, nos es dada como Madre de misericordia. Llena del amor infinito de Dios, fiel para hacer la voluntad de Dios: ser cumplidora y comunicadora fiel de ese amor a sus hijos, con los que tanto se identifica el Niño con la cruz que lleva en sus brazos, y que en la Cruz ha consumado y cumplido el designio del Padre con un amor sin límites y hasta el extremo.
¡Valencianos muy queridos, uníos a la fiesta religiosa y de fe de Nuestra Señora de los Desamparados!


Vuestro Arzobispo que os quiere, reza por todos vosotros e implora la bendición de Dios sobre todos los valencianos.