Queridos jóvenes:
Dentro de muy pocos días, muchos miles de jóvenes procedentes de todo el mundo se encontrarán en Cracovia (Polonia) con el Papa Francisco; el Papa mismo ha convocado a los jóvenes del mundo en la Jornada Mundial de la Juventud, que se organiza cada tres años y que inició el Papa San Juan Pablo II, el Papa de los jóvenes: cuántos recuerdos, cuántas enseñanzas, cuántas experiencias, cuántas vivencias, y cuántas huellas dejó San Juan Pablo II en el corazón de los jóvenes. Porque fue vuestro Papa por antonomasia, al que queríais y queréis tanto los jóvenes de ayer y de hoy. Estos días van a ser inolvidables para los muchísimos jóvenes que asistan, también de Valencia. Este año, además, coincidiendo con el Año de la Misericordia este encuentro mundial se va a celebrar en Polonia, patria de santa Faustina Kowalska, la santa de la Divina Misericordia, y patria también del siempre recordado y querido San Juan Pablo II, gran difusor de la Divina Misericordia, instaurador de la fiesta de la misericordia, día en que, precisamente, es llamado por el Padre a contemplar su rostro misericordioso
Por eso, el próximo Encuentro Mundial de Jóvenes en Cracovia, junto a los lugares de mayor sufrimiento como fue el campo de exterminio nazi en Auschwitz, ha de constituir una llamada muy honda a todos vosotros, jóvenes, a vivir intensamente la misericordia y a ser misericordiosos, como nuestro Padre del Cielo es misericordioso. Por eso mismo, queridos jóvenes, mirad con mirada de misericordia a vuestro entorno y veréis cuántos hay que no saben de qué van por la vida; andan, en efecto, como desorientados, fugitivos de sí mismos y sin otro ideal que la evasión, el disfrute a toda costa, el sexo o la diversión que enajena. Muchos de ellos, jóvenes también como vosotros, parecen estar satisfechos, pero viven profundamente infelices, privados de la verdad, esclavos de sí mismos, o de las pasiones o del ambiente que los amenaza y envuelve, privados de la auténtica alegría, tristes, vacíos y desalentados. Caminan como ovejas sin pastor. Jesús tuvo compasión de los que andaban así, es decir, como ovejas sin pastor, sin norte y perdidos. Y dio su vida por ellos; y compartió su vida con ellos y multiplicó ante ellos y para ellos el pan. Así, Él es Buena Noticia. ¿Por qué no sois vosotros, jóvenes, quienes, solidarios y compasivos, misericordiosos, os acercáis ahora a ellos y, con Jesús, les anunciáis la Buena Noticia que andan buscando? Ellos os necesitan. Dadles vosotros de comer. Dadles vosotros ese alimento que necesitan para ser saciados en su hambre de verdad, de justicia, de paz, de felicidad, de esperanza, de vida. Ese pan, ese alimento es Jesucristo. Dadles vosotros de comer, dadles a Cristo, dadles el Evangelio. No los defraudéis. Mostradles palpablemente cómo se vive con entera juventud cuando se sigue a Jesús, cómo uno no queda defraudado, cómo uno queda saciado, calma el hambre que se siente en esa penumbra de la tarde que es el desaliento y la desesperanza, esa oscuridad que os da las noches de diversión y hasta desenfreno que nada os llenan y sí os sumen más en la noche y en el tedio de la desilusión.
Conocéis mejor que nadie el ambiente juvenil y sois testigos privilegiados de los muchos y grandes problemas que en él están sufriendo en el momento presente: el paro, la dificultad para lograr el primer empleo, la caída de valores, la duda, el desaliento, el pasotismo, el consumismo, la droga, el alcohol, la violencia, la delincuencia, el erotismo, el sexo fácil… Pero, al mismo tiempo, sabéis bien que en todo joven está viva, sigue viva una sed grande de Dios, aunque, a veces, esa sed se esconda dentro de una actitud de indiferencia y aun de hostilidad hacia lo religioso.
¡Cuántos jóvenes, cuántos sedientos de verdad y de salvación, ansiosos de felicidad y de amor, cuántos son los que están deseosos de dar sentido verdadero a la propia existencia! Vosotros sabéis muy bien que otros jóvenes como vosotros querrían ser más, valer más, dar más, no vivir presos del tener ni de las cosas; pero no hay quien les invite ni les ayude a que eso sea posible. Mientras hay tantos jóvenes que buscan a Cristo, como a tientas y sin saberlo, son pocos los apóstoles, los jóvenes trabajadores que se prestan a ir a trabajar a este campo. Se necesitan jóvenes, animados por el Espíritu Santo, que anuncien el Evangelio, que se lo entreguen de propia mano. ¿Por qué no vosotros? Sois vosotros, los jóvenes, los primeros y más inmediatos evangelizadores de los jóvenes. Ese es vuestro, nuestro, primero y principal servicio hoy en relación con los hombres de nuestro tiempo: entregarles el Evangelio, que es Jesucristo. Como le dice san Pedro al tullido que se encuentra pidiendo a la puerta del templo de Jerusalén «No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy; en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!». Eso es lo que necesitan tantos jóvenes tirados por los suelos y sin capacidad para andar el camino de la vida con vigor y con esperanza, que alguien les entregue a Jesucristo, que les entreguen esta verdadera y plena riqueza, y que en su nombre se levanten esperanzados y vuelvan a andar y reemprendan el camino de la vida con sentido, con esperanza, con vigor y aliento de vida. Evangelizad. Anunciad a Jesucristo, sin complejos; nos os echéis atrás ni os avergoncéis en el anuncio del Evangelio, que es fuerza de salvación, realidad de esperanza, para todo el que lo acepta. ¡Sí!, «anunciad a vuestros compañeros el Evangelio de Jesús, palabra siempre nueva y joven que continuamente renueva y rejuvenece a la humanidad. Emplead para esto todos los medios y ocasiones. Testimoniad la fe donde haya jóvenes como vosotros. Sabed ser críticos, cuando sea preciso, con respecto a la cultura en la que crecéis y que no siempre está atenta a los valores evangélicos y al respeto del hombre» (San Juan Pablo II).
Mirad, queridos jóvenes, a tantas gentes sumidas en extrema e inhumana pobreza, carentes de trabajo y de pan, hambrientos de pan y de justicia, sin lo mínimo necesario y sin el calor y el cobijo de un techo y de un hogar. Miradlos bien. Jesús siente compasión y lástima de ellos, como aquellos que le seguían extenuados en la escena de los panes y los peces; y también, como a los discípulos -vosotros también sois discípulos suyos- os dice:»Dadles vosotros de comer». Tal vez digáis, como aquellos discípulos, que con lo poco que tenemos no hay ni para empezar para tantos. Pero Jesús sigue insistiendo: «Dadles vosotros, jóvenes de hoy, dadles de comer, dadles de lo poco o mucho que tenéis, cambiad vuestras actitudes, no cerréis vuestras entrañas, empezad ya a compartir, no os dejéis enredar por una sociedad consumista y de disfrute, pensad de manera nueva y diferente a como suelen pensar los que dicen «ese es su problema», y «pasan”; todo puede ser distinto; también hoy puede darse el milagro de la multiplicación de los panes para que el pan llegue a todos los hambrientos y extenuados, se sacie y hasta sobre; basta abrirse al amor del Señor y seguir su palabra que nos dice «Dadles».
Queridos jóvenes, no podemos permanecer impasibles. No podéis seguir con el mismo sentido de vida. Permitidme que, con todo afecto, os lo diga. Pasamos de largo de tantísimos millones de hermanos nuestros que no tienen lo necesario; cuando aparece alguna noticia de calamidades en los medios de comunicación nos condolemos y hasta nos quejamos y protestamos; pero continuamos igual, pasando de ese «mundo de pobreza e inhumano»; vivimos tal vez «muy a gusto» , derrochamos mucho; cuánto se malgasta en modas o «marcas»; cuánto se consume y gasta en droga y alcohol, cuánta inversión en la industria del sexo .. Sois los jóvenes -creo que lo sabéis bien, pero no veis cómo puede ser de otra manera- los objetos directos del mayor de los negocios actuales al lado del negocio del armamento. No podemos quedarnos así; no os dejéis que os manejen; sed libres; buscad una humanidad nueva hecha de hombres que, como buenos samaritanos, no «pasen» del sufrimiento de los hermanos, de los hombres «tirados». Seamos buenos samaritanos de hoy cambiando de actitudes: más austeros, más sensibles. Seamos buenos samaritanos, unidos a Jesús, que hacen posible la nueva civilización del amor, que se plasma en la cultura de la solidaridad y de la vida, frente a la cultura de muerte e individualismo que nos envuelve. Seamos buenos samaritanos ante esos más de cincuenta millones de seres humanos, inocentes, indefensos, débiles, no nacidos, que no verán nunca la luz porque son asesinados legalmente por medio del aborto. Seamos, queridos jóvenes, buenos y nuevos samaritanos de hoy haciendo que surja la cultura de la vida, donde todo ser humano sea querido por sí mismo, sea respetado en su dignidad inviolable, sea promovido en su desarrollo, sea alentado. Haciendo mías las palabras de vuestro gran, y seguramente mejor amigo que habéis tenido los jóvenes de hoy, el Papa San Juan Pablo II, os repito: «En esta época, amenazada por la cultura de la muerte, los jóvenes cristianos debéis ser testigos valientes de la dignidad de la persona, defensores de la vida humana en todas sus formas y promotores incansables de sus derechos. Frente a una cultura de la muerte y ante alienaciones como el narcotráfico, la violencia, la negligencia ante las necesidades de los niños abandonados, de los enfermos y los ancianos, y particularmente ante gestos destructivos como el aborto, os invito a ser `profetas de la vida´ trabajando por la cultura de la vida con la creatividad y generosidad que os caracterizan».
Todo esto pertenece a la entraña del Evangelio. Llevad el Evangelio del amor a todos. Implantad el Evangelio de la vida. Os lo digo de nuevo, mirad, contemplando este mundo nuestro, y observad esa otra impresionante pobreza, la que surge por la falta del consuelo y de la dicha que es el conocimiento del Evangelio, porque no hay apóstoles ni evangelizadores suficientes que se lo entreguen en obras y palabras: Aquí está la raíz de todas las pobrezas, ¡les falta el Evangelio! Escuchad atentos el poderoso llamamiento que nos llega de ellos a ser evangelizados llaman a nuestras puertas, las puertas de la Iglesia, para que les hagamos presente en obras y palabras el Evangelio que es Jesucristo. Mostradles que ellos son amados por Dios, que Cristo ha muerto por ellos. Mostradles vuestro amor. Mostradles lo que habéis aprendido en la escuela de Cristo: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, sin medida y hasta el extremo. Llevadles el Evangelio, porque ésa es la exigencia del amor de Cristo. No tengáis miedo de las exigencias del amor de Cristo. El Espíritu Santo está con vosotros. El Espíritu que sacó del miedo y del refugio a los apóstoles para anunciar a Cristo, que es nuestra esperanza y el único en que podemos ser salvados. Vosotros necesitáis a Cristo; pero Cristo ha querido necesitar de vosotros y os pide ayuda. ¿Se la vais a negar vosotros, que tenéis un corazón grande y generoso, y que no resistís cuando alguien os quiere como Jesucristo, que se ha entregado por vosotros? El necesita de vosotros para seguir siendo «Buen samaritano» en medio de los hombres de hoy, los desgraciados y necesitados de nuestro tiempo; vosotros necesitáis de Él para vivir, como El, siendo hermanos.
Queridos jóvenes, haciéndome eco de las palabras que ese gran amigo vuestro, San Juan Pablo II, os recuerdo y os repito unas palabras suyas en la Eucaristía inaugural de su pontificado: «¡No temáis! ¡No tengáis miedo a Cristo! Al contrario, abridle vuestra vida, vuestra mente, vuestro corazón, vuestros ámbitos de estudio o de trabajo, vuestras alegrías y vuestros sufrimientos, vuestras relaciones y vuestros amigos, para que podáis experimentar el gusto por la vida que tienen los que son de Cristo! Es posible que el cristianismo os parezca a muchos una cosa aburrida y triste, o un conjunto de ritos incomprensibles o de normas extrañas y curiosas que viene a hacer la vida más difícil de lo que ya es en sí. Os podemos asegurar que no es así, que esa imagen es una deformación terrible del cristianismo. Tal vez los cristianos hemos dado esa impresión en ciertos momentos de la historia, o todavía la damos a veces hoy, pero entonces lo que veis no es el cristianismo, sino unos pobres sustitutivos moralistas o formalistas de la fe, casi una señal cierta de una fe raquítica, débil. Quienes hemos tenido la gracia inmensa de conocer a muchos cristianos verdaderos, os podemos asegurar que Jesucristo es una fuente inagotable de gusto de vivir, de amistad y de alegría. Cuanto más unido está uno a Cristo, cuanto más vive uno de Cristo y para Cristo, más grande es el amor por la vida, la gratitud por ella y por todas las cosas buenas que hay en ella, y más indestructibles el gozo y la esperanza».
Por eso: ¡Buscad a Cristo, acogedle a Él! Él está muy cercano a cada uno de los jóvenes. Tuvo y tiene predilección por vosotros, los jóvenes, y vosotros tenéis predilección por Él. ¡Cómo vibráis, cómo estáis atentos, con una mirada limpia y fija cuando os hablo de Él! Basta miraros para comprender que os interesa, como vosotros le interesáis a Él. Cuando todos dejaron a Jesús sólo ante la inminencia de la muerte, cuando lo apresaron y, sobre todo, cuando lo crucificaron, todos sus discípulos se escondieron o huyeron; sólo un joven, Juan, estuvo allí, junto a la Cruz, junto a María, su Madre. Y es que los jóvenes intuís que sólo El tiene palabras de vida eterna. ¿A quién vais a acudir si no es a Él? Como aquel joven del Evangelio al que – ¿lo recordáis?- Jesús miró con cariño, así os mira siempre Él. Buscáis respuesta a los interrogantes fundamentales, el sentido de vuestra vida y un plan concreto para comenzar a construir vuestra vida. Los jóvenes buscáis a Dios, buscáis el sentido de la vida, buscáis respuestas definitivas. «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?», preguntó a Jesús aquel joven recogiendo la pregunta que, en el fondo, os planteáis todos los jóvenes. «¿Qué tengo que hacer para ser verdaderamente feliz?». La respuesta os la da Cristo, es el mismo Cristo, el Amigo que nunca defrauda, con el que siempre se puede contar.
Jóvenes, ¡escuchad su voz!, escuchad su voz y seguidlo, sólo Él os conducirá a la verdad plena sobre la vida. Aquel joven del Evangelio se marchó entristecido, falto de alegría, porque era rico y no quiso dejarlo todo para seguirlo. Que la tristeza no se apodere de vosotros como se apoderó del joven rico; así que no temáis, no tengáis miedo, y seguidlo. Sólo Él «llena» de verdad la vida; que Él sea vuestro dueño y Señor, que vuestro pensar y vuestro sentir, vuestro querer y vuestro actuar, sea el suyo -eso es, seguirlo dejándolo todo-, y seréis libres, os sentiréis dichosos.
¡Venid a Él todos los que estáis cansados y agobiados!
¿Dónde encontrar a Cristo vivo hoy? ¿Quién os puede llevar hasta Él? ¿Quién os lo mostrará? Preguntáis, en efecto, dónde es posible hallarlo, como una ayuda concreta para la vida, que no sea una ilusión o una fantasía, una abstracción en forma de reglas y normas, o un mero recuerdo de alguien que vivió hace dos mil años. Os aseguro que «Cristo puede ser encontrado hoy en su Cuerpo, que es la Iglesia. Sí, esta Iglesia concreta, cuya cabeza visible es ahora el Papa Francisco. Como su humanidad, su `cuerpo´, hacia visible `el verbo de la vida` durante su ministerio terreno, hace dos mil años, así la Iglesia lo hace visible hoy para los hombres de todas las razas y de todos los pueblos. Purificado por los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, alimentado con la Eucaristía, vivificado por el Espíritu Santo de Dios, ese pueblo que es la Iglesia, a pesar de todas sus debilidades, es portador de Cristo, hace presente a Cristo a lo largo de toda la historia. En ese pueblo están, indefectiblemente, su palabra y sus sacramentos: es decir, está su gracia, su fuerza redentora. En él se da también esa inefable comunión y ese amor que cambian la vida de quien sigue la vida de la Iglesia con sencillez. Y por eso, en él no dejan de florecer innumerables hombres y mujeres que ponen de manifiesto de mil modos, en mil circunstancias diversas, cómo Jesucristo hace posible al hombre vivir plenamente la verdad de su vocación. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo», ésa fue la promesa del Señor. Y nosotros somos testigos de que esa promesa se cumple. Y se cumple aquí en esta Iglesia local de Valencia. «Venid y veréis».
En vuestra búsqueda no podéis dejar de encontrar a la Iglesia. No podemos encontrar a Cristo al margen de la Iglesia. Algunos dicen «Jesucristo, sí, pero la Iglesia, no»; «creo en Jesucristo, pero no creo en la Iglesia»; «amo a Cristo, pero no quiero saber nada de la Iglesia». ¿Se puede creer en Cristo, quererle a Él, y no querer a la Iglesia, cuando el más hermoso testimonio de Cristo nos lo dio San Pablo, cuando decía «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella»? ¿Podemos quererle a Él y no querer a esta Iglesia por la que lo dio todo y se dio todo sin medida? Amad a la Iglesia. Sentios muy cercanos de la Iglesia, como ella se siente cercana a cada uno; nada vuestro es ajeno a ella. Acercaos a la Iglesia, venid a ella «Venid y veréis», les dijo Jesús a Juan y Andrés, los primeros que se acercaron a Él por indicación de Juan el Bautista. Ellos también buscaban, acaso sin saber muy bien qué. Buscaban su felicidad, buscaban a Dios. Oyeron al Bautista hablar de Jesús, y llamarle «el Cordero de Dios». Y se fueron tras Él. «Maestro, ¿dónde moras?», le preguntaron. «Venid y veréis», respondió Jesús. Muchos años después, el evangelista S. Juan se acordaba todavía de la hora de aquel encuentro decisivo, el más decisivo de su vida, y el más decisivo para la historia del mundo. «Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde». Al día siguiente, les contaban a sus amigos que habían encontrado al Mesías. Lo mismo os dice a vosotros, queridos jóvenes, vuestro Obispo «Venid y veréis». Acercaos, probad seriamente a vivir la vida de la Iglesia.
Cuando se ve a Cristo sin la Iglesia o separado de ella es como si se viera a un fantasma, algo irreal, algo que se esfuma y desvanece. Así les pasó una noche a los discípulos en el lago de Genesaret; ellos iban en la barca – en el Evangelio, y desde los comienzos, la barca es símbolo de la Iglesia, como aquella barca de Noé que fue lugar para la humanidad en el diluvio- y Jesús, de madrugada, se les acercó andando sobre el agua; ellos se asustaron al verlo andar sobre el agua, pensando que era un fantasma; no lo vieron con ellos, lo vieron separado de la barca, así tuvieron miedo y creyeron que se trataba de un fantasma. ¡No tengáis miedo!, Jesús camina con la Iglesia sobre las aguas difíciles del mundo y de nuestro tiempo, va hacia ella y con ella, y, como en esa escena, llama a Pedro, llama a la Iglesia, nos llama «Ven». Id hacia Él con decisión, con Pedro, con la Iglesia, sin dudar de Él, sin dudar de que se trata de Él, en persona que está allí presente, en la Iglesia y a su lado; cuando se duda de que esto es así, ante el viento de las dificultades que azota fuerte, todo se tambalea, se pierde pie, se hunde uno, como le pasaba a Pedro. Pero Jesús, nos agarra de la mano, y nos saca de la zozobra. ¡No tengamos miedo de la Iglesia ni nos apartemos de ella! Los jóvenes necesitáis conocer la Iglesia y descubrir en ella a Cristo, que camina a través de los siglos con cada generación, con cada hombre.
No receléis de la Iglesia; que no os dominen ni vuestros prejuicios ni los de vuestro alrededor respecto de la Iglesia; se la critica mucho, se la ama poco, se la conoce menos; se dice de ella que está cargada de pecados, de faltas; siempre se alude a los mismos tópicos -el caso Galileo, la Inquisición o las Cruzadas- de manera superficial, como si eso fuese toda la vida e historia de la Iglesia; a veces se os oye decir que la veis vieja y fea: sí, fea, por mis pecados, por los tuyos, por los de todos los que la formamos, los pecados de los hombres de todas las épocas; pero gracias a que es así yo, y tú, joven, que somos pecadores podemos estar en ella, vivir en ella, conocer a Cristo en ella, gozar de su amor, participar de su perdón y de su Cuerpo, escuchar su Palabra de Luz y de Vida. Os lo digo con toda verdad: lo mejor que me ha podido pasar es encontrarme con la Iglesia, ser Iglesia, porque en ella me he encontrado con Cristo, que con mucho es lo mejor, lo más importante incomparablemente que le puede suceder al hombre.
No os quedéis mirándola desde fuera, entrad en ella y descubriréis su belleza, su luz esplendorosa, que no es otra que Cristo y su amor, su gracia y su verdad. ¿Qué le pasa a uno que se queda fuera de nuestra Catedral? Sólo entrando en ella se puede ver y apreciar, experimentar, su grandeza. Entrad, por eso, en la Iglesia, conocedla desde dentro, probad a vivir su vida. En el fondo es muy sencillo. Los signos de la redención están muy cerca de vosotros. Abrid los ojos, estad atentos a las personas de fe viva y verdadera que haya en vuestro entorno. El Espíritu Santo no deja de renovar las comunidades de la Iglesia y suscitar en su seno nuevos carismas, formas y estilos de vivir la misma fe. No temáis uniros a aquellos lugares donde el espectáculo de la fe vivida os provoque una claridad, un gusto y una alegría mayores, según vuestras circunstancias, vuestra historia y vuestro temperamento personal. Así podréis experimentar cómo Cristo cambia la vida y llena de gozo. Como para Juan y Andrés, y como para tantos otros después, hasta nosotros, el encuentro con Cristo es lo más grande y natural, lo más decisivo y lo más inesperado. Y, a la vez, lo más sencillo, lo más humano.
Cuando uno se encuentra con Jesucristo todo cambia, todo se renueva, porque Él afecta a todo el hombre, a todo lo humano, todas las esferas de la vida tienen que ver con Él. En caso contrario, Él no tendría que ver con nada. Nada humano le es ajeno; sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre; todo lo humano le importa. No podemos, por ello, seguir manteniendo, mis queridos jóvenes, una situación en la que la fe y la vida que se desprende del Evangelio se arrinconan en el ámbito de la más estricta privacidad, quedando así mutilada de toda la influencia de la vida social y pública. Una de las trampas peores en que podemos caer es pensar que la fe es para una esfera exclusivamente religiosa, pero no para la totalidad de la vida. Uno de los males más graves que podrían aquejarnos es una fe que, separada de la vida, no afecta a la totalidad de la existencia y a la realidad en todas sus dimensiones. El encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, la fe en Él y su seguimiento, implica un cambio real que se hace efectivo en todos los órdenes de la vida real, en la vida interior y religiosa, en la vida matrimonial y familiar, en el ejercicio de la vida profesional y social, en las actividades económicas y políticas, en todo lo que es tejido real y social en el que de hecho vivimos inmersos y nos realizamos como personas.
Hemos finalizado el curso un tanto abrumados por el peso de los exámenes. Me he permitido, con esta carta, llamar a vuestra puerta, a la puerta de cada uno, y si me has dejado, he hablado un rato contigo. He intentado sobre todo hablarte de que el Papa os ha convocado a Polonia, a la patria, a la ciudad donde vivió vuestro amigo San Juan Pablo II. Este año se celebra allí la Jornada Mundial de la Juventud. Probablemente estés apuntado a ir a Polonia e irás allí: nos veremos. Pero también es probable que, por razones y circunstancias que tú conoces, no puedas venir. Da lo mismo, únete desde aquí a los miles de jóvenes que allí se reunirán; reza por ellos y por el Papa, es una manera de ir y de estar en Polonia. Te invito a que te unas de la manera que sea. ¿Por qué? Porque te interesa. Allí otros jóvenes, de miles maneras, te van a decir y mostrar lo que buscas: alegría, esperanza, felicidad, una vida distinta… porque te van a mostrar a Jesucristo, a quien tu quieres y buscas, aunque no lo conozcas mucho. Allí se sentirá el gozo de comunicar a Cristo y mostrárselo a los demás. Eso se llama evangelizar.
Por eso, evangelizar para que los hombres se encuentren con Jesucristo, se conviertan y crean, para que hagan de la fe y de esa experiencia de Jesús la pauta inspiradora de su conducta individual, familiar, social y pública es, sin duda, la primera y la más importante respuesta que los cristianos podemos dar a los hombres, también en orden a la transformación del mundo y a una solución más justa de sus grave problemas humanos y sociales. La hora que vivimos, como tantas veces nos dice el Papa a toda la Iglesia, ha de ser la hora de la evangelización, la hora de que seamos fermento del Evangelio para la animación y transformación de las realidades temporales, con el dinamismo de la esperanza y del amor cristiano. Por eso, mis queridos amigos, si nuestra vida, «está orientada por Cristo, la cultura y la sociedad serán más cristianas, porque vosotros mismos la habréis cambiado, al menos en parte» (San Juan Pablo II). No escondáis el Evangelio, vividlo en el mundo para que sea su fermento que lo transforme y haga algo nuevo, como vosotros, en vuestro corazón limpio de joven desearíais.
«La Iglesia, os decía el Papa San Juan Pablo II, necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el Evangelio penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdadero. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y de la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio. No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros apóstoles que predicaban a Cristo y la Buena Nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio. Es tiempo de predicarlo desde los terrados. No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a los «cruces de los caminos» e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial. Jóvenes, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que estamos todavía comenzando un nuevo milenio, para el que toda la Iglesia está dispuesta, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la Cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvífica del Señor» (San Juan Pablo II).
Hay momentos y circunstancias en que es preciso hacer elecciones decisivas para toda la existencia. En estos tiempos «recios» que vivimos, cada uno de vosotros está llamado a tomar decisiones valientes y generosas para seguir a Jesús, darlo a conocer y entregarlo a los demás como sacerdotes, en la vida consagrada, en la acción misionera. En la vocación sacerdotal, religiosa o misionera encontraréis la riqueza y la alegría de la entrega de vosotros mismos para el servicio de Dios, y de vuestros hermanos. ¿Cuál será, pues, vuestra libre y generosa decisión?
¡Animo, jóvenes! ¡Adelante, jóvenes! Sé que, a veces, – tal vez muchos- experimentáis dificultades reales para afirmar y vivir vuestra fe; pero también sé de vuestra generosidad y vuestro coraje. Dios y su Iglesia esperan mucho de vosotros, confían totalmente en vosotros. Sé que se os puede pedir mucho, que deseáis que se os pida mucho; no os contentáis con medianías; no os satisfacen los sucedáneos, a los que tan acostumbrados nos tiene este mundo hedonista, placentero, y fácil. ¡Navegad mar adentro!, les dijo Jesús a sus discípulos; remad arriba, siempre adelante, a lo más hondo de nuestro mundo y de nuestra humanidad. Nada de quedaros en tierra, cómodamente instalados. Id siempre hacia lo más alto. Así viviréis en la alegría. Esa alegría que tiene su fundamento no en el tener, no en el poder o el dominio, no en el goce o disfrute individualista o en el bienestar a toda costa, sino en la donación de vosotros mismos, en el dar una preferencia absoluta a las cosas del reino de Dios. Se trata de la alegría profunda y exigente de las Bienaventuranzas, de los santos – ¡no tengáis miedo a ser santos!- de los lugares y de las personas en que se vive la entrega total a Dios, donde se tiene a Dios que basta, donde no se tiene nada porque se tiene todo, y el «todo» es Dios. Es la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena, la alegría que nada ni nadie os podrá quitar, la que es fruto del amor y por consiguiente de Dios mismo en persona, que es Amor.
El mundo actual necesita de vosotros, porque necesita evangelizadores, pero no evangelizadores tristes y desalentados, sino hombres y mujeres de fe, cuya vida irradia amor y alegría en Cristo Jesús, testimonio de salvación, disponibilidad plena para consagrar su vida a la tarea de anunciar el Evangelio del reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo. El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu. Por eso, los santos tienen que ser necesariamente alegres. Dichosos, como la Virgen María, porque creen, se fían, confían, esperan contra toda esperanza, pliegan su voluntad a la de Dios; dichosos porque escuchan la Palabra y la voz del Señor; dichosos porque viven la misma vida de Cristo, que es la vida de las Bienaventuranzas, de las alegrías profundamente humanas, dichosos los pobres, dichosos los mansos y humildes de corazón, los limpios de corazón, los que lloran, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los que trabajan por la paz, los que son perseguidos por causa de Jesús. Con alegría y esperanza, caminemos, pues, queridos jóvenes, puesta nuestra mirada en Quien es nuestra meta, al que todas las miradas del mundo se dirigen, porque en Él está la salvación, la Buena noticia de los pobres, la sanación de los corazones desgarrados, la verdadera libertad, el tiempo de gracia, toda gracia y don de Dios.
¡Ánimo y adelante! La Virgen María, Nuestra Madre y Señora, os acompaña, os guía y protege; que Ella sea para vosotros ayuda y esperanza.