Estamos al comienzo todavía de un nuevo año, y ofrezco a todos, fieles cristianos y ciudadanos en general que viven en España, unas reflexiones en las que brindo, con toda sinceridad y apertura, mi aportación personal a retos y necesidades que observo entre nosotros, en España. Debo advertir, en estos preliminares, que las ofrezco como lo que soy, como Obispo, como hombre de Iglesia. En este sentido, comparto y hago enteramente mías las palabras, pronunciadas hace treinta y cinco años, pero muy actuales, por aquel hombre de fe que fue gran Cardenal de la Iglesia, Primado de España en la sede de Toledo, gran español, lúcido, apasionado por la verdad, clarividente y libre, D. Marcelo González Martín: «Como Obispo, dijo entonces y digo yo ahora, vivo exclusivamente entregado a un quehacer religioso. Creo en la Iglesia católica y la amo. Y siento vivamente el deseo, nacido de mi convicción interna y de mi fe, de que la verdad de que es depositaria sea conocida y amada por el mayor número posible de gentes en el mundo entero. Como español e hijo de mi tiempo, contemplo la evolución política y social de nuestra patria, y dado que la religión no es únicamente para vivirla en el interior de la conciencia, sino que por exigencia de su naturaleza ha de proyectarse sobre la ciudad terrestre» ( Marcelo González, Conferencia en el Club siglo XXI de Madrid, 22, 5, 1979), ofrezco a quien me quiera escuchar lo que a mí modesto y leal entender, en comunión con el magisterio eclesial, el de los Papas y el de mis hermanos Obispos de la Conferencia Episcopal Española, la Iglesia puede aportar en esta hora crucial que vivimos. Este magisterio es el que estará, como cañamazo de fondo, en esta reflexión en voz alta.
Que nadie espere, pues, ni las palabras de un político o de un sociólogo, ni las de un filósofo, ni las de un economista o un hombre de la cátedra o de los medios, ni las de un ingeniero social. Sólo las de un Obispo y pastor, que ama con verdadera pasión a su Patria y que la ve hoy -como muchos- en una situación que a tantos nos duele y preocupa grandemente; deseo que mis palabras sean sólo las de un hombre de fe que, ante la situación de nuestro pueblo, no quiere pasar de largo de él. Quiero que mis palabras sean las de quien no tiene tampoco ningún poder, pero que, al mismo tiempo, -¡nada menos!- tiene una riqueza única que no puede ocultar, ni silenciar, que es para todos: Jesucristo, y en su nombre, como Juan y Pedro ante el paralítico, decirle a nuestra España, herida por tantas cosas: «¡Lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda!».
Porque esto es, digo ya de entrada, lo que necesita España: levantarse, ponerse a andar, caminar, mirar al futuro, labrar un nuevo futuro, con esperanza. Y la esperanza y el futuro que la Iglesia ofrece no es nada más que Jesucristo, Revelación, Verdad de Dios y del hombre, Luz, Camino y Vida. Y la voz y fuerza poderosa, en cuyo nombre y con cuya luz podría con toda certeza reemprender el camino, y llevar a cabo el proyecto común que nos une a todos e identifica, es, para la Iglesia, el que encuentra su base y mas firme cimiento en Jesucristo. Así, como siempre ha sido en nuestra historia: en las mayores y en las más complicadas encrucijadas, en las más terribles desgracias, así como en sus mayores gestas y grandezas.
No voy a detenerme ahora en ningún análisis de situación, ni voy hacer ningún diagnóstico particular. Tampoco quiero entrar en hechos susceptibles de legítimas y plurales interpretaciones, como, por ejemplo, los próximos comicios electorales, avatares políticos, o las soluciones técnicas que corresponda aplicar para el bien común. Eso sí, no hablo en el vacío o en la abstracción, ni vivo de espaldas a la realidad; tengo muy presente el momento que vivimos y la situación que atravesamos y lo miro desde la fe, con esperanza, mirada que no es separable en modo alguno de la mirada de la razón. No miro tampoco a España como una realidad aislada ni aislable, como una isla. Debido a la globalización, a nustra pertenencia a la Unión Europea y a otros fenómenos culturales y sociales en gran parte, vivimos y participamos de lo mismo que está afectando a otros lugares; eso sí, con peculiaridades muy propias; vivimos, por ejemplo, la misma crisis con connotaciones e incidencias muy nuestras que no se dan en otras partes y están en la mente de todos.
No puedo olvidar, por lo demás, que, cuando hablamos de la España de hoy, nos referimos a la España con sus peculiaridades, la España real marcada, como no se puede negar, por la fe católica, «con todas las imperfecciones y fallos que se quieran, pero con una capacidad de encarnación en los individuos y en las familias, y un despliegue social tan variado y tan rico, que ha constituido la empresa cultural y «política» de España a lo largo de los siglos con más fuerza creadora a través de su historia» (Marcelo González Martín, ¿Qué queda de la España católica?). Es la España a la que, a pesar de la fuerte secularización imperante, no se le puede negar su todavía persistente «idiosincrasia» católica, de la que, es justo reconocer, aún queda mucho; en efecto «queda la realidad de una fe compartida por una gran parte del pueblo con más o menos imperfecciones; quedan una creencia y una piedad, como externas manifestaciones de esa fe, en el ámbito individual y familiar, a veces deterioradas, pero eficaces aún; queda una impregnación cultural católica, difusa en el ambiente, cuyos testimonios artísticos, literarios, políticos, religiosos, obligan a pensar en el pasado con respeto y a veces con instintiva adhesión; queda un sentido moral que se manifiesta en la práctica de muchos y en la repugnancia -todavía los más- a aceptar el amoralismo de tantos y tantos, cada vez más extendido; queda una Iglesia institucional -(digo, una Iglesia viva y firme, en medio de los vientos adversos que la azotan desde dentro y desde fuera), una Iglesia que aún ejerce influencia en la conciencia y el comportamiento de muchos… Más brevemente,…, de la España católica tal como la hemos entendido, en el pensamiento queda mucho; en los sentimientos aún más; en las costumbres menos » (Marcelo González Martín). Ciertamente menos en las costumbres y en ciertos sectores y edades de nuestra sociedad, menos en el ámbito social y cultural, en el ambiente que respiramos como clima impregnado de un fuerte y agresivo secularismo, y de una nueva y agresiva laicidad que ha nacido entre nosotros, con unas notas o con unas características propias en las que no es necesario insistir. Es esa España a la que se ha referido el Papa Benedicto XVI en tantas ocasiones, por ejemplo en su viaje a Santiago de Compostela y a Barcelona, bien cuando hablaba a los periodistas, bien cuando se dirigía a los fieles en la Catedral de Santiago o en la Basílica de la Sagrada Familia de Barcelona. En estos momentos no puedo olvidar aquellas palabras de San Juan Pablo II, referidas a Europa, en el Sínodo sobre Europa, en la que se encuentra España: “Además de estar dividida en el plano civil, también está dividida en el plano religioso, no tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida que garantiza equilibrio a las personas y a las comunidades”. Y añadirá en otra ocasión: “No puedo silenciar el estado de crisis en que se encuentra Europa al asomarse al tercer milenio de la era cristiana”. Y en su Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa añadirá: “La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera. De esta cultura forma parte un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno. Los signos de la falta de esperanza se manifiestan a veces en las formas preocupantes de lo que se puede llamar una cultura de muerte”. A esto habría que sumar la imposición de la “dictadura del relativismo”, que tan lúcidamente expuso en la sesión inaugural del Cónclave en el que sería elegido Papa. Y con no menor claridad y contundencia se expresa el papa Francisco en su Exhortación Apostólica “Evangelii gaudium”, cuando afirma que “en algunos lugares se produjo una desertización espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios, o que destruyen sus raíces cristianas”. Estos análisis de los tres últimos papas se difunden por doquier entre los individuos y la sociedad, también la española, de una manera muy peligrosa en instituciones básicas como la familia, la política, la educación y los medios de comunicación social. Es una realidad muy de fondo ante la que es preciso actuar, y es la preocupación que subyace a todas estas reflexiones que siguen. ¿Cómo estamos tan ciegos y tan aletargados que no reaccionamos ante esto?
1.1.- El principal y primer servicio de la Iglesia: una nueva evangelización
La Iglesia existe porque es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser, de su actuar, de su desear y esperar. Cuando vive de Dios y para Dios, se asienta en la adoración, en la plegaria, en la confianza, en dar gloria a Dios, y toda ella da testimonio de Dios, entonces es, en toda su fuerza, servidora de los hombres, -que es lo único que moverla y animarla-.
A esa España, católica todavía, aunque bastante debilitada religiosamente, envuelta en un clima social y cultural muy concreto, -el descrito en las últimas líneas- sumida en una profunda y extensa crisis social y política que connota una grave quiebra moral y humana que hace aún más dura y de más difícil superación a corto plazo esta crisis, a esta España la Iglesia, solidaria de sus gozos, esperanzas, y dolores, testigo de Dios y de su amor, como su principal y primer servicio, como su obra insoslayable, urgente e inaplazable hoy y aquí de Buen Samaritano que no pasa de largo ni abandona a nadie que sufre, le ofrece, debe ofrecerle lo que tiene: Jesucristo, el Evangelio, esto es, el testimonio y la verdad de Dios, una nueva, intensa y vigorosa evangelización. La obra de evangelización a la que se siente urgida la Iglesia hoy y siempre -ella existe para evangelizar-, ante la crisis que atravesamos, le obliga sobre todo a hablar de Dios en el centro de nuestra vida para ayudar a los hombres a aprender el arte de vivir, de aprender a ser, de aprender a vivir en la verdad de lo que somos los
hombres, en la verdad que se realiza en el amor.
1.2.- La Iglesia, testigo de Dios vivo. Mirar a Dios. Volver a Dios. Dar a Dios
El Papa Benedicto XVI, hace unos años, convocó un «Año de la Fe»; una convocatoria semejante hizo el Papa San Pablo VI poco después de ser clausurado el Concilio Vaticano II. Y la primera encíclica del papa Francisco fue sobre la fe. Reavivar la fe de los creyentes, fortalecerla, ofrecerla y transmitirla a los que no creen o la tienen debilitada, es algo que urge y apremia. Creer o no creer es una cuestión decisiva: creer en Dios, creer en la vida eterna. Reconocer a Dios, adorarle y confiar en Él, esperar en la vida eterna inseparable de la fe, es determinante para el futuro de los hombres -de cada uno y de todos-: no da lo mismo creer que no creer para este futuro. Por eso, es necesario y apremiante, imprescindible, que la Iglesia, centrando por completo su vida entera en Dios, sólo en Dios, y obedeciendo a Dios, sea ante todo y sobre todo testigo de Dios vivo en nuestra sociedad y ante los hombres. La fe se propone, no se impone; se ofrece. Por ello, ante los graves desafíos del momento, la tarea y aportación principal de la Iglesia y de los cristianos, por servicio al hombre y a la sociedad, es avivar y cultivar la experiencia de Dios, reavivar su fe, entregar, dar a Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia, pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa incluso en las fatigas y dolores de nuestra existencia. Suscitar, transmitir y alimentar la fe es algo básico.
Es preciso llegar al convencimiento que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir con Dios y ante su mirada y en comunión con Él. Y esto, es decir la fe, no es alienación; sino todo lo contrario: es darle todo el realismo que entraña y toda la fuerza de vida, de salvación, de verdad que libera y hace nacer y crecer el amor y el servicio al hombre, abrir la esperanza del hombre, cuya mirada no está para mirar miopemente lo inmediato del presente sino con una mirada larga que mira a lo lejos, al futuro decisivo. En todo momento histórico, somos testigos de excepción en España, el encuentro con Dios, con su Palabra siempre nueva del Evangelio, ha sido fuente de vida, de civilización, ha enriquecido y humanizado el tejido social de nuestra ciudad terrena, expresándose en la cultura, en las artes, en miles formas de caridad evangélica y de servicio al hombre.
La Iglesia existe para hacer habitable la tierra a la luz de Dios y en la presencia y compañía de su amor en favor de los hombres a los que tanto ha amado y ama y promete vida eterna. La Iglesia no existe para sí misma. Para la Iglesia nunca -y menos en situaciones difíciles y críticas de los pueblos- se trata sólo de mantener su existencia, mucho menos tener poder o privilegios, obtener aplausos o dominio impositivo sobre conciencias, ni tampoco de aumentar o extender su propia duración. No se parece a una institución que quiere mantenerse a flote en circunstancias adversas. La Iglesia existe porque es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser, de su actuar, de su desear y esperar. Cuando vive de Dios y para Dios, se asienta en la adoración, en la plegaria, en la confianza, en dar gloria a Dios, y toda ella da testimonio de Dios, entonces es, en toda su fuerza, servidora de los hombres, -que es lo único que debe moverla y animarla-, y contribuye así a hacer surgir una humanidad nueva, hecha de hombres nuevos, una nueva civilización del amor y una nueva cultura de la vida, hombres que esperan en la promesa de Dios y se sienten llamados, por esta esperanza, a transformar nuestro mundo y el tejido y realidad social conforme a su voluntad, que siempre es el bien del hombre.
La Iglesia, hoy y siempre, particularmente en estos momentos cruciales de la humanidad y de España, para ofrecer su ineludible ayuda precisamente, está llamada a ser el espacio en el que se crea y confíe en Dios firmemente, se adore a Dios y se honre su santo Nombre ante los hombres con sus consecuencias morales y sociales, y contribuya positivamente a acercar la vida humana al Reino de Dios, Reino de paz, de verdad, de justicia, de libertad y de amor. Sin separarse de la historia y sin confundirse con ella, formando parte del mundo y sin conformarse con él, formando parte solidaria de la sociedad y no dejándose asimilar por nada ni por nadie, postrándose siempre y en todo momento ante Dios de quien viene todo don y esperanza. La Iglesia ha de sobrevivir hoy más que nunca, porque su desaparición, reducción o debilitamiento conduciría al torbellino del eclipse de Dios, de la disolución de la fe y de la consecuente destrucción de lo humano.
La Iglesia vive una hora de responsabilidad histórica. Por eso, sólo se devolverá a la Iglesia toda su vitalidad y razón, toda su capacidad de servicio, humanización y esperanza, si se ve sumergida en la experiencia de fe, en la experiencia teologal, en la experiencia de Dios, si vive de la fe, si volvemos a Dios, y si se le devuelve a Dios el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre. «Nuestra gran tarea ahora, dice el Papa Benedicto, consiste ante todo en sacar nuevamente a luz la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece, por más ilustradas que sean las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por eso, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la pregunta sobre Dios», la realidad de Dios, que origina y fundamenta la fe. Viendo en toda su hondura y compartiendo el dramatismo de nuestro tiempo y la situación en la que el mundo y España se hallan sumergidos, la Iglesia, con renovado vigor, firme convicción y sin derrotismo alguno, ha de seguir sosteniendo en este momento histórico «la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar» (Benedicto XVI), ha de seguir sosteniendo y asentándose en la fe para transmitirla y que los hombres crean. La Iglesia, atenta a tantas indigencias, carencias, pobrezas, quiebras humanas, heridas y sufrimientos de los hombres, no puede dejar de estar atenta a la carencia e indigencia fundamental, su herida más letal, que es la ausencia o el eclipse de Dios entre los hombres y de la fe, y acudir a ellos ofreciendo la ayuda necesaria e inaplazable de Dios mismo en toda su realidad y amor, traer, entregar, como Jesús, a Dios: vivir, confesar, proclamar y transmitir la fe.
El Papa Benedicto XVI en su visita a España a dos lugares emblemáticos: Santiago de Compostela y Barcelona, como «peregrino de Dios» en el Año Jubilar Compostelano -convocado, como todos, para renovar y fortalecer nuestra fe en Jesucristo y nuestras raíces apostólicas-, vino también para consagrar el templo de la Sagrada Familia, que nos evoca a Dios en el centro de la vida y la ciudad del hombre, inseparable de la familia. Fue un viaje intenso e inolvidable, -lo recordamos- en el que el Santo Padre era muy consciente de la grave situación que atravesábamos como demuestran sus palabras y sus gestos, y, con ese amor tan grande que nos tiene, signo del amor de la Iglesia, nos dejó un mensaje central, casi único y principalísimo -todo lo demás se deriva de él-; en ese mensaje encontramos la gran palabra y la inmensidad de una luz que necesitamos en estos tiempos de crisis y encrucijada, por tanto, de oscuridad y de incertidumbre. España -también Europa- necesita asimilar este mensaje. «Peregrino de Dios», en Santiago de Compostela, Benedicto XVI, solidario con la suerte de Europa, proclamaba en España: «Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas?¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es el absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto santa Teresa de Jesús cuando escribió: ‘¡Sólo Dios basta!’. Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo su Hijo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 2,16)».
El mensaje constante del pontificado de Benedicto XVI, e incluso en su renuncia y en su retirarse a una vida contemplativa, fue dicho en el mencionado viaje concretamente a nosotros, a España, en su situación real, -por tanto lo que la Iglesia debe aportar ante los desafíos del presente en España- es una apelación a que volvamos a Dios. Es como si surgiese en nuestro mundo de hoy, un nuevo profeta Isaías -así es la Iglesia, profética, ante el pueblo de Dios, del Israel de entonces -temeroso, acobardado, débil y vacilante ante la difícil situación que atravesaba (cf. Is ⋅5, 3-4)- que clama: «¡Mirad a vuestro Dios!». También hoy, como entonces, ante la situación que vivimos en nuestro mundo, en nuestra España con todas sus dificultades y temores, necesitamos acoger esta apelación tan apremiante -lo que la Iglesia ofrece como servidora y solidaria nuestra en nuestros problemas nada fáciles-: «¡Mirad a vuestro Dios!». Necesitamos mirar a Dios, volver a poner a Dios en el centro de todo: Dios como centro de la realidad y Dios como centro de la vida. «¿Cómo es posible, se preguntaba el Papa, que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana?¿Cómo es posible remitirla a la penumbra?».
«Para muchos, el ateísmo práctico es hoy la regla normal de la vida. Se piensa que tal vez haya algo o alguien que en tiempos remotísimos dio un impulso inicial al mundo, pero ese ser no nos incumbe en absoluto. Si esa postura se convierte en la actitud general en la vida, la libertad no tiene ya más parámetros, todo es posible y todo está permitido. Por supuesto, no se trata de un Dios que de alguna manera existe, sino de un Dios que nos comprende, que nos habla y que nos incumbe. Y que, después, será nuestro juez» (Benedicto XVI, en Luz del mundo). Los hombres no podemos vivir a oscuras; Dios, Luz del mundo, es necesario para el hombre. Sin Él el hombre perece y carece de futuro. Este es el gran problema de nuestro tiempo: el que está detrás de cuanto nos está aconteciendo y vivido como situación de crisis plurifacética y de quiebra moral y humana.
Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad, deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. Se ha dejado de creer que el hombre sea tan importante a los ojos de Dios y que tenga tal grandeza y dignidad -como en realidad la tiene-, que existe Dios que se ocupa de nosotros y con nosotros. Pensamos que cuanto hacemos sólo depende de nosotros, que las cosas que hacemos en definitiva son cosas nuestras, y que para Dios, si existe, no pueden tener demasiada importancia. Así hemos decidido construirnos a nosotros mismos, construir o reconstruir el mundo y la sociedad sin contar realmente con la realidad de Dios. Pero si en nuestra vida de hoy y de mañana prescindimos de Dios y de la vida eterna que Él nos da, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al final manipulable y la consecuencia inevitable es la descomposición moral.
La ausencia de Dios, el vivir como si Dios no existiese es el drama de nuestra época y de nuestra encrucijada. Por ello el deber prioritario de la Iglesia y de los cristianos es testimoniar al Dios. Lo entendieron perfectamente los Obispos españoles, con verdadera mirada y sentido proféticos, cuando en la década de los 80 publicaron aquel inolvidable documento «Testigos del Dios vivo», al que haríamos bien volviéndolo a releer y aplicar. Antes de los deberes morales y sociales que tenemos, y que son tan inaplazables, lo que la Iglesia y los cristianos deberíamos ofrecer y dar testimonio con fuerza y claridad es del centro de nuestra fe: Dios vivo. Lo que Benedicto XVI dijo a los católicos españoles en su mencionado viaje a España es sencillamente que hemos de hacer presente en nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad la realidad del Dios vivo. Por esto la tarea fundamental de la Iglesia, en España, en Europa, en todo el mundo, «si realmente se quiere contribuir a la vida humana y a la humanización de la vida en este mundo, es la de hacer presente y por así decirlo, casi tangible, esta realidad de un Dios que vive, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos, un Dios que reconoce nuestra responsabilidad y de ella espera la respuesta de nuestro amor realizado y plasmado en nuestra vida de cada día» (J. Ratzinger).

1.3. La gran cuestión es el hombre. Servir al hombre

En mis predicaciones, en mis escritos, en mis comparecencias públicas o en privado he afirmado -y seguiré afirmando, si Dios quiere- que lo que está en juego, en estos momentos, por radical que parezca, es el hombre mismo. Una vez más, lo digo sin cesar: Detrás de los hechos y situaciones que vivimos en estos momentos en España, «la cuestión principal siempre es la misma: el hombre». Promover, defender, proteger, posibilitar la realización de la grandeza, la verdad y la dignidad de todo hombre, estar al servicio de cada hombre, es siempre gran reto y desafío ineludible que siempre tenemos, que la Iglesia tiene especialmente, ella es inseparable del hombre, participa del anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía plenitud y dicha; siempre resuena la voz de Dios que dice: «¿donde está tu hermano?; ¿dónde está el hombre?». Esto quiere decir que una sociedad vertebrada y armada para afrontar el futuro reclama asentarse y fundamentarse en unos valores fundamentales insoslayables sin los cuales no habrá una sociedad en convivencia y vertebrada o se pondría en un serio peligro. La sociedad necesita de una base antropológica adecuada. La sociedad en convivencia, vertebrada y con futuro es posible sobre la base de una recta concepción de la persona humana, <del hombre>. Es principio básico de una sociedad en convivencia y vertebrada el que ‘todo hombre es un hombre’. La sociedad, para crecer como una sociedad vertebrada y con capacidad de futuro, superando las crisis en que se vea inmersa, necesita una ética, unos principios morales indeclinables, que se fundamentan en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de persona como sujeto trascendente de derechos fundamentales. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente, es insuficiente como base para un orden social honrado y justo, incluso para el orden ecológico necesario para la supervivencia humana; sin esto, tarde o temprano -más bien temprano- la sociedad se desmorona y desarticula, y el mundo se aboca a una catástrofe global, como, con tanta lucidez, Benedicto XVI aborda, por ejemplo, en su libro-entrevista Luz del mundo ( pp. 55-62), sin omitir las referencias que hace, entre otros, al concepto de progreso, a los criterios de la ciencia y del progreso, al tema de la libertad, que en la Edad Moderna «se entiende como libertad para poder hacerlo todo», y las consecuencias que de ahí se derivan; o como hace tan lúcida como magistralmente el Papa Francisco en su encíclica “Laudato sí”, que yo califico verdaderamente “revolucionaria” y de grande valor para el futuro del Hombre. Por eso, un servidor advierte una y otra vez, con ocasión o sin, ella, del gravísimo peligro para el futuro de la humanidad que entraña la “ideología de género”, que socaba en su raíz la visión antropológica adecuada, como también advierto del peligro para este futuro del debilitamiento o destrucción de la verdad de la familia porque distorsiona la verdad del hombre, y pone en grave riesgo su futuro. Esto no es desarrollo, ni progreso, es retroceso; esto no es verdadero, por lo tanto tampoco bueno.
A este respecto señala Benedicto XVI: «en la combinación que hemos tenido hasta ahora del concepto de progreso a partir de conocimiento y poder, falta una perspectiva esencial: el aspecto del bien. Se trata de la pregunta: ¿qué es bueno?¿Hacia dónde el conocimiento debe guiar el poder?¿Se trata de disponer sin más o hay que plantear también la pregunta por los parámetros internos, por aquello que es bueno para el hombre, para el mundo? Y esta cuestión, pienso yo, no se ha planteado de manera suficiente. Ésa es, en el fondo, la razón por la cual ha quedado ampliamente fuera de consideración el aspecto ético, dentro del cual está comprendida la responsabilidad ante el Creador. Si lo único que se hace es impulsar hacia delante el propio poder sirviéndose del propio conocimiento, ese tipo de progreso se hace realmente destructivo … Aparte del conocimiento y del progreso se trata también del concepto fundamental de la Edad Moderna: la libertad para poder hacerlo todo… El poder del hombre ha crecido de forma tremenda. Pero lo que no creció con ese poder es su potencial ético. Este desequilibrio se refleja hoy en los frutos de un progreso que no fue pensado en clave moral. La gran pregunta es, ahora, ¿cómo puede corregirse el concepto de progreso y su realidad, y cómo puede dominarse después positivamente desde dentro?. En tal sentido hace falta una reflexión global sobre las bases fundamentales» (Benedicto XVI, Luz del mundo, pp. 56-57). Una vez más la cuestión moral, la cuestión del hombre, inseparable de la realidad de Dios, Creador y Redentor del hombre. Esta es la gran cuestión, pues, repito, que hay que plantearse ahora, para afrontar, en España, una situación que es necesario renovar, mejorar, superar, cambiar, llenarla de futuro y de dinamismo humanizador: la cuestión del hombre, la cuestión moral, la cuestión antropológica, que es la que está en juego y en la base de lo que nos pasa. Entre todos hemos de afrontar esta cuestión. Sin duda alguna que la sociedad puede y debe contar con la Iglesia, que la Iglesia está ahí en primerísima línea, fiel a sí misma, a Dios, a su Señor, y al hombre, experta en humanidad, precisamente por Dios. La Iglesia no se echa ni se echará atrás, porque nada humano le es ajeno, porque comparte los gozos y las esperanzas, sufrimientos y dolores de los hombres -son los suyos- porque su camino es, sencillamente, el hombre; porque ella se funda en el que es el más pleno y total «sí» al hombre, todo hombre, el que Dios, infinito amor y desbordamiento de bien y verdad, puede dar, el que ha dado en Jesucristo, inseparable e inconfusamente verdad de Dios y del hombre.
La Iglesia, pues, por su misma naturaleza, está al servicio del hombre y desea servir con todas sus fuerzas a la persona humana y su dignidad; por ello está al servicio de la verdad y de la libertad del hombre, que son inseparables entre sí. No puede renunciar a ninguna de ellas, porque está en juego el ser humano, porque le mueve el amor al hombre en su integridad y unidad, que es la única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí misma (cf. GS 24): «Somos, dijo el Papa en Santiago de Compostela, de alguna manera abrazados por Dios, transformados por su amor. La Iglesia es abrazo de Dios en el que los hombres aprenden también a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su ser y que es origen de la genuina libertad». De aquí se entiende, que la aportación de la Iglesia en este momento sea concreción de la invitación del Papa Benedicto en Compostela: «Quisiera invitar a España y a Europa a edificar su presente y a proyectar su futuro desde la verdad auténtica del hombre, desde la libertad que respeta esa verdad y nunca la hiere y desde la justicia para todos, comenzando por los más pobres y desvalidos. Una España y una Europa no solo preocupadas de las necesidades materiales de los hombres, sino también las morales y sociales, de las espirituales y religiosas, porque todas ellas son exigencias genuinas del único hombre y sólo así se trabaja eficaz, íntegra y fecundamente por su bien» (Benedicto XVI, en Santiago de Compostela).

1.4.- La cuestión del hombre inseparable de la familia

No podemos omitir, por lo demás, que la cuestión del hombre es inseparable de la familia, que pertenece a la verdad del hombre. «La cuestión de la familia, recordó el Papa Benedicto XVI en el mencionado viaje a España, como célula fundamental de la sociedad, es el gran tema de hoy y nos indica hacia donde podemos ir tanto en la edificación de la sociedad como en la unidad entre fe y vida, entre sociedad y religión»(Benedicto XVI, A los periodistas) Concretaba más aún en Barcelona al señalar que «las condiciones de vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con esos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y de una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde existen el amor y la fidelidad nace y perdura la verdadera libertad. Por eso, la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización: para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente. Por eso, la Iglesia se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institución familiar» (Benedicto XVI, en la Basílica de la Sagrada Familia). Sin el apoyo decidido y total a la familia, no hay apoyo y decidido al hombre, y sin este apoyo no saldremos ni superaremos las crisis que nos afligen. Esta es respuesta muy básica de la Iglesia a los desafíos del presente.
1.5.- La cuestión del hombre, cuestión moral: conversión
Ante la crisis económica, o ante la crisis ecológica, o ante la crisis política o ante cualquier otra realidad que nos afecta de forma crítica en el momento presente, es preciso tomar decisiones morales, que no pueden ser abordadas sin la cuestión del hombre, de la verdad del hombre y sin esclarecer ni escamotear esta verdad de fondo. No es posible superar las crisis que nos afectan tan fuerte y tan extensamente, ni alcanzar la felicidad infinita que buscamos, sin una conciencia moral nueva y más profunda, universal y válida para todos, donde aparece en primer término la verdad del hombre, su dignidad y su vocación por el hecho de ser hombre, su llamada a la felicidad que perdura y su vocación al verdadero amor que exige renuncia a sí mismo para dar y darse, propiciar el bien común, y que se hace concreta para el individuo y la sociedad en una norma de valores para su vida y para su actuar. «¿Quién puede lograr, se pregunta el Papa Benedicto, que esa conciencia universal penetre también en lo personal? Sólo puede lograrlo una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestaciones aparatosas. En tal sentido se dirige aquí el reto a la Iglesia. Ella no sólo tiene una gran responsabilidad, sino que, diría yo, es a menudo la única esperanza. Pues ella está tan cerca de la conciencia de muchos seres humanos que puede moverlos a determinadas renuncias e imprimir actitudes fundamentales en las almas. A su manera, las comunidades religiosas, la Iglesia puede experimentar -vivir- ejemplarmente que un estilo de vida de renuncia, moral, es enteramente practicable sin tener que excluir por ello de forma completa las posibilidades de nuestro tiempo». Que es posible como vemos en Caritas in Veritate, en las realidades económicas, dar un paso adelante y colocar las cosas en otra perspectiva y no considerarlas solamente desde el punto de vista de la factibilidad material y del éxito, sino desde la perspectiva de que hay una normatividad del amor al prójimo que se orienta por la voluntad de Dios y no sólo de nuestros deseos. En tal sentido habría que dar impulsos que correspondan a esa modalidad de que pueda darse realmente un cambio de conciencia(Cfr. Benedicto XVI, Luz del mundo, pp. 59-61). Esto tiene una palabra, un nombre: Conversión, que tiene que ver tanto con la verdad del hombre, el volver a su verdad, al «logos» que lo constituye, a su razón más íntima, del que es inseparable ese arte tan maravilloso que es el arte de vivir y de vivir con los otros.
«Esta conversión, vuelvo de nuevo al Papa Benedicto, supone que se coloque nuevamente a Dios en primer término. Entonces, todo cambia. Y que se pregunte por las palabras de Dios para dejar que ellas iluminen, como realidades, el interior de la propia vida. Por así decirlo, debemos arriesgarnos nuevamente a hacer el experimento con Dios a fin de dejarlo actuar en nuestra sociedad» (Benedicto XVI, Luz del mundo, p. 76).
1.6.- La Iglesia aporta el «sí» de Dios al hombre en Jesucristo
Este es el papel y la aportación de la Iglesia a la sociedad, lo cual significa sencillamente que aportar a nuestra sociedad lo que da sentido y razón a toda existencia humana: Jesucristo, que es el más grande, incomparable y absolutamente insuperable SÍ de Dios al hombre, a todos y cada uno de los hombres.
Cáritas y otras personas e instituciones de Iglesia están desplegando un gran servicio de caridad efectiva. Es mucho y espléndido lo realizado, -¡qué duda cabe!-, pero esto no puede dejarnos tranquilos y satisfechos ante la situación de tantos hermanos que no cuentan con lo necesario para una vida auténticamente digna.
En estos momentos, en la Iglesia y con ella, «seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran «sí» que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo» (Esto es evangelizar, esto es una nueva evangelización) … «Nos gustaría poder convencer a todos que el reconocimiento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y libertad, fuente de vida y esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confianza… Con él todo los bienes son posibles, sin Él no se puede construir nada sólido, ‘pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo» (Conferencia Episcopal Española, Orientaciones morales ante la actual situación de España, nov.2006, nn. 28 y 82). Así se expresaba la Conferencia Episcopal Española, en noviembre de 2006, en una Instrucción pastoral que, para mi, junto con lo dicho en España por el Papa en sus visitas a España, hoy resulta programática y responde enteramente -mejor que lo pueda hacer yo-al título de esta reflexión. La fe cristiana, lo que anima y motiva la Iglesia no es, en modo alguno, alienación: son más bien otras las experiencias que acosan y atacan la dignidad del hombre –que sí están alienando- y la calidad de la convivencia social, las que originan fractura humana, moral y social.
En esta perspectiva que venimos señalando, situamos en estos momentos, pues, la acción y presencia de la Iglesia, que excluye todo privilegio y cualquier trato de favor, y no sustituye la responsabilidad de las instituciones sociales y políticas, ni de nadie. En esta perspectiva, se respeta la legítima laicidad del Estado y la aconfesionalidad de nuestra Constitución; en ella, además, la Iglesia claramente apuesta por el hombre y su dignidad y se apresta a sostener los derechos fundamentales del hombre y el bien común. Entre estos, hay que colocar ante todo las instancias éticas y la apertura a la trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción estatal, en cuanto están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. En esta misma perspectiva, la Iglesia continúa ofreciendo su propia y específica contribución a la edificación del bien común, recordando a cada uno el deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de manera efectiva y real a la familia; ésta sigue siendo la primera realidad en la cual pueden crecer personas libres y responsables, formadas en aquellos valores profundos que abren a la fraternidad y permiten afrontar las adversidades de la vida. Entre estas adversidades, y no la última, hoy tenemos la gravísima dificultad para acceder a una plena y dignísima ocupación, que está tan en la entraña del hombre mismo; la Iglesia se une a quienes hoy piden a la política y al ámbito empresarial que lleven a cabo todo esfuerzo, un esfuerzo común, por superar el paro tan grande en nuestro país, la precariedad del trabajo, que compromete e impide, sobre todo a los jóvenes, la serenidad para un proyecto de vida familiar, con grave daño para un desarrollo auténtico y armónico de la sociedad, la acogida justa y razonable de los inmigrantes. La Iglesia, en esta misma perspectiva, y en esta coyuntura, siente la necesidad de animar y estimular a todos los fieles cristianos laicos, y a todos los hombres de buena voluntad a vencer cualquier espíritu de cerrazón e individualismo, de indiferencia y de distracción frente a los problemas de todos, y a participar en primera persona en la vida pública; así mismo, como en otros momentos y situaciones, se siente movida a animar y estimular iniciativas de formación inspiradas en la doctrina social de la Iglesia, para que quien se siente llamado a las responsabilidades políticas y administrativas no sea víctima de la tentación de disfrutar la propia posición por interés personal o por sed de poder. En el campo político, el Papa Francisco acaba de entregarnos el mensaje para el día o jornada de la paz, que tantísimo necesitamos en España.
1.7.- La aportación ineludible de la caridad. Caridad y nueva evangelización
De manera muy especial, como viene haciendo y aún más, con el despliegue de toda su energía que la anima, que no es otra que la caridad de Cristo y el amor del Espíritu que le urge, esta caridad ha de ser su gran signo, santo y seña, de su presencia en esta hora en nuestra España, lo que mueva, además, toda su acción pastoral: catequesis, predicación, educación, sacramentos, oración,…, todo ha de brotar de ahí, y todo ha de ser manifestación y obra de la caridad de Cristo que nos urge y apremia. En los momentos que vivimos y las situaciones sociales en que nos encontramos, la Iglesia se siente apremiada por la caridad social y, en virtud de ella, se siente urgida a poner todo lo que pueda de su parte en difundir el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia y propiciar su aplicación, para que esa Doctrina Social sea punto de referencia del actuar y vivir del pueblo cristiano. La Doctrina Social de la Iglesia, traducción histórica de la Redención, rostro humano de la redención de Jesucristo, signo visible del don y misterio de amor del que la Iglesia es portadora, entraña el respeto y el aprecio total de la persona humana y su dignidad inviolable en tanto que persona, siempre, en toda circunstancia: un amor apasionado por el hombre, por todo hombre; y una preferencia por los más pobres, los más débiles y los más necesitados. Dios, que es amor, en el centro de todo en la Iglesia; y, por eso mismo, el hombre. El amor del prójimo es camino para encontrar a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convertiría, nos convierte también en ciegos ante Dios, que es la razón de ser de la Iglesia y de la humanidad. La actual circunstancia constituye un momento propicio, un kairós, para que la Iglesia se manifieste como lo que es: sacramento y signo de un Amor que no tiene límite ni ribera; es una ocasión que se le brinda para alentar, propiciar y fortalecer la vida de caridad. Cáritas y otras personas e instituciones de Iglesia están desplegando, ciertamente, un gran servicio de caridad efectiva, incidiendo en los desajustes y problemas sociales que propician graves situaciones de pobreza, marginación, y a veces de injusticia, proponiendo incluso el marco más adecuado o los caminos para que el servicio de la caridad pueda responder de forma eficaz a los desafíos planteados por las nuevas y viejas pobrezas.
Es mucho y espléndido lo realizado, -¡qué duda cabe!-; pero esto no puede dejarnos tranquilos y satisfechos ante la situación de tantos hermanos que no cuentan con lo necesario para una vida auténticamente digna. Lo realizado concretamente por Cáritas es estímulo y acicate para todos, para que obremos permanentemente conforme a la caridad, para que la intensifiquemos más y más, para que reclamemos de las instancias para el bien común los apoyos necesarios, para que en todo y constantemente la Iglesia y los cristianos seamos los buenos samaritanos de nuestro tiempo y no pasemos de largo o dando rodeos ante las necesidades que tantos padecen. El amor gratuito a los pobres, el servicio samaritano a los necesitados en el nombre del Señor, la curación de tantas heridas, es un elemento esencial de la evangelización, siempre ha acompañado en la historia la obra de evangelizadora de la Iglesia: ahí están como testimonio viviente y recuerdo perenne tantos santos de la caridad, tantas personas e instituciones de Iglesia que a lo largo del tiempo han existido para la caridad. Hoy, como ayer, la caridad es esencial para la nueva evangelización que siempre es servicio prioritario; el signo de la caridad eficaz es indispensable para el anuncio real y eficaz del Evangelio en nuestra sociedad. No se puede olvidar, por lo demás, que un deber primordialísimo de la caridad es, en libertad plena y en el respeto más total, ofrecer particularmente a los pobres y entregarles la gran riqueza, la única y principal, que la Iglesia tiene: el Evangelio de Jesucristo, a Jesucristo mismo en persona, para que se encuentren con Él, sientan el gozo de su cercanía, lo acojan, y renazca en ellos la esperanza que en Él se halla. Insisto en este punto. La primera tarea de la Iglesia hoy recibida como misión propia es el anuncio de Cristo, de su Evangelio, que es raíz y fundamento de nuestras raíces como pueblo. Deber fundamental de la Iglesia, en la actual coyuntura que atravesamos en nuestra España, inseparable de sus raíces, es dar a conocer, de forma explícita y por las obras, a Jesucristo. Tal misión puede ser ayudada pero nunca sustituida por la sola tarea asistencial, ni reducida a la de una ONG, por muy noble que sea.
¡Qué gran ejemplo en todo y para todo esto nos está dando el Papa Francisco, gran apóstol de la misericordia, y qué camino tan claro nos abrió el Papa Benedicto en su viaje tantas veces citado a España! Vimos al Papa, en efecto, cercano, solícito por el hombre y por nuestra historia, tierno y delicado con los enfermos y los que sufren algunas discapacidades, con una mirada humilde de afecto entrañable y de solidaridad con nosotros, como uno de los nuestros, identificado con los graves problemas que nos afligen, solícito con nuestras necesidades, en suma, testigo de Jesucristo, nuestra esperanza. La memoria del segundo viaje apostólico a España de Benedicto XVI seguirá viva en nuestro agradecimiento, en el gran significado religioso que tuvo esta visita, y en el hondo y alentador mensaje que nos legó. Evocó nuestra historia, nuestra identidad y nuestras raíces cristianas. La evocación de lo que ha sido y es España, y de lo que está llamada a ser fue un cañamazo de fondo de este acontecimiento, cargado de futuro y de esperanza. Para reavivar, alentar y animar a la Iglesia que peregrina en España y responda a los grandes retos y necesidades de nuestra Patria, patria de todos, en la que todos cabemos y que ahora se pretende desarbolar y destruir.
Deber fundamental de la Iglesia en la actual coyuntura que atravesamos es nuestra España inseparable de sus raíces, es de dar a conocer, de forma explícita y por las obras, a Jesucristo. Tal misión puede ser ayudada pero nunca ser sustituida por la sola tarea asistencia, ni reducida a la de una ONG, por muy noble que sea. ¡Qué gran ejemplo en todo y para todo nos está dando el Papa Francisco, gran apóstol de la misericordia, y qué camino tan claro nos abrió el Papa Benedicto en su viaje tantas veces citado a España!
En esta evocación, sus palabras ponían delante de nosotros esa historia nuestra, de la que no podemos prescindir. Una historia que, si la miramos bien, es imposible entenderla sin la aportación de la fe cristiana que nos trajeron el Apóstol Santiago y el mismo San Pablo. Nuestra historia no se comprende, sin lo que supuso la superación del arrianismo por el tercer Concilio de Toledo, donde propiamente empezamos a ser lo que somos en unidad y proyecto común; durante ocho siglos se ha configurado España por la recuperación de lo que la había constituido y era el alma de nuestro pueblo: la verdadera fe en Jesucristo y la fidelidad a la Iglesia donde está presente y actúa Cristo; la gestación de una cultura, de una manera de vivir y actuar que ha producido tan grandes expresiones de arte, de literatura, de caridad en la etapa medieval; el gran esplendor y cima de su historia se encuentra, sin duda, en la incomparable gesta de evangelización, -con lo que ésta lleva consigo de humanidad nueva y de cultura- realizada en los nuevos pueblos recién descubiertos por sus hombres, imposible de entender y valorar si no se tiene en cuenta la vitalidad de la fe que animaba la España de entonces; es nuestro Siglo de Oro con la floración de santos, de pensamiento, de aportación universitaria, de las distintas artes -música, pintura, arquitectura, escultura, literatura-; sin duda un largo, etc., que han hecho de nuestra historia, aún con todas sus imperfecciones, errores, debilidades y sombras, la realización de una vocación común marcada por la vida vivida desde la fe en Jesucristo, una realidad inseparable del Evangelio, un proyecto común en el que Dios es su centro y su alma. Con la mirada de la fe, y con la apreciación de la objetividad de la historia, sobre España hay un designio divino, un plan de Dios, una elección, que no es ni vanagloria, ni presunción, menos aún exclusión, sino llamada permanente a la responsabilidad ante Dios cuya voluntad es muy clara sobre España y que no podemos romper ni destruir.
Benedicto XVI nos dejó a los católicos españoles la insistente exhortación a mantener y avivar el rasgo más sobresaliente de nuestra identidad: Que no rompamos con nuestras raíces cristianas, que nos apoyemos hoy en el fundamento más firme de lo que somos. Sólo así seremos capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza que nos constituye; somos depositarios de una rica herencia de fe y de espiritualidad que debe ser capaz de dinamizar de nuevo nuestra vitalidad cristiana, que, en otros momentos, ha contribuido de manera tan decisiva y determinante a la renovación universal de la Iglesia y a su obra evangelizadora, de la que no se puede separar su obra humanizadora. España, hoy, tiene una especial responsabilidad en la urgentísima y apremiante nueva evangelización de nuestro mundo, que vive, en gran medida y parte, de espaldas a Dios y como si Dios no existiese, con las graves consecuencias que esto entraña para nuestro mundo y su futuro.
Este es el gran mensaje y la gran llamada que el Papa Benedicto XVI nos dejó. No es extraño que afirmase que contaba con nosotros de una manera muy particular y que hubiese pensado en nosotros al crear un nuevo discasterio para la nueva evangelización, nueva sobre todo por el ardor apostólico, que animó a Santiago y los Apóstoles, o que hizo de Antonio Gaudí artífice de ese templo admirable y único que es proclamación en todas su dimensiones del Evangelio de Jesucristo, salvador y esperanza de los hombres, y se eleva hasta Dios mismo en adoración, mostrando que sólo Dios cuenta para el hombre, su libertad, su convivencia, su solidaridad y amor con los más pobre, para su futuro. «España evangelizada, España evangelizadora; ése es tu camino», nos dijo el Papa san Juan Pablo II en su última visita a España. Esto mismo nos recordó también el Papa Benedicto XVI. Y esto mismo nos recuerda, me recuerda, el Papa Francisco cada vez que lo visito. La responsabilidad, ahora, es nuestra. Dios en el centro de todo, ése es nuestro futuro; ésa es nuestra respuesta; ésa es la aportación de la Iglesia a los desafíos del momento, en España.
El Papa Benedicto XVI vino después, de nuevo a España, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid. Simplemente el hecho providencial de que la Jornada Mundial de la Juventud y la visita del Papa a Madrid fuera en estos precisos momentos, en los que la juventud sufre de manera particularmente intensa las crisis que nos afligen y, al mismo tiempo, constituye el futuro de nuestra sociedad y de la Iglesia, esta visita y esta Jornada revistieron un carácter muy especial y fue, sin duda, una puerta abierta a la esperanza. La Jornada, con todo lo que supuso, y la presencia del Papa en ella, en España, abriéndonos un futuro y confirmándonos en una gran esperanza por caminos a recorrer por los jóvenes -por todos- siguiendo a Cristo, constituye lo que la Iglesia aporta a esta situación que estamos viviendo en España. A eso no invita así mismo el Papa Francisco con el gran movimiento que está desplegando con los jóvenes, sobre todo, a partir del Sínodo: y la aplicación de lo que el propio Papa Francisco dice a los jóvenes será en España una grandísima respuesta a los desafíos y necesidades de España por parte de la Iglesia: en ellos, en los jóvenes está el futuro..
2.-Conclusión
Por eso, en el momento preciso que estamos viviendo en España, en nuestro actual contexto histórico-social no exento de dificultades y crisis, y con grandes retos y desafíos para nuestro porvenir, como respuesta-resumen de la Iglesia a esos retos y desafíos, tienen total vigencia y recobran si cabe una fuerza especial, aquellas palabras que en el año 1982 nos dirigió el Papa san Juan Pablo II: «es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto a las vuestras». Es un mensaje de una actualidad total, de una puerta abierta al futuro, de un caminar juntos por vías de unidad, paz y reconciliación para todos los católicos españoles, para España.