Ante la aprobación para que pase a trámite en Comisión Parlamentaria el proyecto de ley del Gobierno sobre la eutanasia, o ante decreto sobre memoria democrática, o ante la previsible ley de educación próxima por lo que expresamente ya se anuncia en esta ley de memoria democrática, y ante declaraciones sobre el futuro de la Comunidad Benedictina de la Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, en algunos sectores surge la duda sobre si la Iglesia es o no es partidaria de la democracia y defensora de la democracia o no, sino todo lo contrario. Ante esta previsible duda hay que decir con toda nitidez, firmeza y verdad que la Iglesia es defensora y promotora de la democracia, y reclama que ésta se asiente y fundamente en unos valores fundamentales e insoslayables sin los cuales o no habrá democracia o se la pondrá en un serio peligro.


Así, el magisterio de la Iglesia afirma una y otra vez, que la democracia necesita de una base antropológica adecuada. “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana’’ (CA 46). La persona humana y su dignidad, el hombre, el ser humano es el fin inmediato de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático que afirma basarse en sus derechos y en el bien común, que siempre ha de apoyarse en el bien de la persona y en derechos fundamentales e inalienables.


El Estado, mejor aún el sistema democrático, está al servicio del hombre, de cada ser humano, de su defensa y de su dignidad. Los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto del consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social. Estos derechos son anteriores e incluso superiores al mismo Estado o a cualquier ordenamiento jurídico regulador de las relaciones sociales; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano por el hecho de serlo, a su verdad más profunda en la que radica la base y posibilidad de su realización en libertad. El ser humano, el ciudadano, su desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar es el objetivo de toda democracia y de todo orden jurídico. Cualquier desviación o quiebra por parte de los ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos o de los Estados en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo.


Por esto mismo, la democracia para ser verdadera, crecer y fortalecerse, como debe ser, necesita una ética que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de la persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente, es insuficiente como base para un orden social honrado, justo y estable.


“La democracia no implica que todo se pueda votar, que el sistema jurídico dependa sólo de la mayoría y que no se pueda pretender la verdad en la política. Por el contrario es preciso rechazar con firmeza la tesis, según la cual el relativismo y el agnosticismo serian la mejor base filosófica para la democracia, ya que ésta, para funcionar, exigiría que los ciudadanos son incapaces de comprender la verdad y que todos sus conocimientos son relativos, varios o dictados por intereses y acuerdos ocasionales. Este tipo de democracia correría el riesgo de convertirse en la peor tiranía, pues la libertad, elemento fundamental de una democracia es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad’’ (Juan Pablo II a los Obispos portugueses, 27, 11,92).


Aquí conviene advertir del riesgo que se viene observando, se diga o no se diga, en ciertas realizaciones de las democracias formales. En efecto se está abriendo paso en la opinión ciudadana una teoría del derecho neopositivista, para la cual la mayoría electoral y parlamentaria, establecida según las reglas de La democracia formal, es la fuente última del orden jurídico, incluidas sus primeras bases constitucionales, sin excepción alguna, ni siquiera en lo que se refiere a la definición de los derechos fundamentales de la persona humana. Y así, en sintonía con esto, se está reaccionado por la gente ante el anuncio de las mencionadas leyes o proyectos de leyes.


El problema de la dignidad de la persona humana y de su reconocimiento pleno es piedra angular del Estado y de todo su ordenamiento jurídico, afecta, por ello, a los fundamentos mismos de la comunidad política que necesita de una ética fundante.


No todo lo que se hace y decide por el procedimiento de las democracias formales tiene de por sí la garantía de ser también justo y conforme con la dignidad de la persona. Esto dependerá de que lo decidido esté efectivamente de acuerdo con el orden moral objetivo, que no está sometido al juego de mayorías y de consensos, sino que radica en la verdad de la condición humana.


Hay unas pautas o exigencias morales objetivas, que son anteriores a la sociedad o al sistema democrático como ordenamiento jurídico y social, que han de ser garantizadas. Algunos reclaman el relativismo ético como condición de la democracia porque piensan que sólo ese relativismo, como alude el Papa San Juan Pablo II en Veritatis Splendor y Evangelium Vitae, “garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de las mayorías, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes llevarían al autoritarismo”. Pero esta concepción hace tambalearse el mismo ordenamiento democrático en sus fundamentos, reduciéndolo a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos contrapuestos.


Ante lo que está sucediendo tan a las claras en España, respecto a la democracia, y en buena parte del mundo, como Obispo he de dirigirme a los fieles diocesanos, a través de PARAULA, para enseñar lo que es verdad y decirles que no podemos olvidar que “el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el bien común como fin y regulador de la vida pública. En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles ´mayorías’ de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva, que, en cuanto ley natural “inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil” (San Juan Pablo II) .
En los últimos años del siglo XX se ha introducido y sigue introduciéndose y aun avanzando-también en la política- una pseudoética, en la que se basa con frecuencia la “sociedad del bienestar” que es claramente antidemocrática o debilita la democracia. Ha subvertido gran parte de los valores en que la democracia se basa. Ha acentuado en la sociedad la idea de que el fin justifica los medios y del todo vale. Por eso, es necesario reinstalar en la sociedad la ética del esfuerzo, del sacrificio, del sufrimiento, del trabajo y de la obra bien hecha. Sólo así la democracia volverá a encontrar su sustrato moral y su quicio.
La democracia no puede convertirse en un sustitutivo o sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad, a no ser que la prostituyamos en su entraña más propia. Es un instrumento y no un fin, su valor cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne y promueva. Afirmar esto es servir de verdad a la democracia participativa y formal. La democracia y el pluralismo de grupos e ideas que ella presupone y respeta, no tiene por qué ir unida al relativismo epistemológico y ético. Este es justamente el mayor peligro que hoy la amenaza.


No podemos negar la evidencia de que “existe actualmente la tentación de fundar la democracia en un relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales. Cuando semejante mentalidad toma cuerpo, tarde o temprano se produce una crisis moral de las democracias. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifiestan en el entramado de la sociedad, entre el bien y el mal. La vida de la sociedad se basa en decisiones que suponen una firme convicción moral. Cuando ya no se tiene confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia: ésta cede ante las diversas formas de corrupción y manipulación de sus instituciones’’ (S. Juan Pablo II, Discurso a los líderes de partidos demócrata-cristianos, 23,XI, 1991)


Cuando se pierde o sistemáticamente se destruye el sentido del valor trascendente de la persona humana, o cuando se dejan de lado las exigencias morales objetivas o la verdad moral y se las cambia por un relativismo ético, como frecuentemente sucede entre nosotros, se resiente, pues, el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve poco a poco comprometida, amenazada y abocada a su disolución. El riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético es evidente. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en visible o encubierto totalitarismo, como demuestra la historia, (Juan Pablo II). ¿No nos encontramos ahora en eso?. Lo que propugnan algunos de los poderosos poderes que intentan el “Nuevo Orden Mundial”, ¿no van en el fondo por ahí? ¿No es esto una quiebra del hombre, la destrucción de un verdadero humanismo que está en la base de las democracias con futuro?