|Antonio Cañizares Llovera
|Cardenal arzobispo de Valencia

Entramos, esta semana ya, el próximo domingo, en el tiempo de Adviento, tiempo de esperanza. Adviento en medio de la Pandemia de la covid 19: con el miedo del contagio, tiempo en el que tomamos mayor conciencia de nuestra gran debilidad del hombre vulnerable, muy vulnerable y frágil, en camino, sin embargo a punto casi de alcanzar la meta, el cumplimiento de las promesas de Dios, que llegarán, ya están llegando. Tiempo para la esperanza, la gran esperanza que nada ni nadie nos puede arrancar ni quitar, porque es la esperanza que se apoya en la verdad, en la fidelidad y en la lealtad del Dios, fiel y leal, que permanece para siempre. La verdad del Adviento es gozosa y al mismo tiempo seria. Es seria: vuelve a sonar en ella el “velad”, “estad despiertos”. Y es, al mismo tiempo gozosa: efectivamente, el hombre no vive en el vacío; la vida del hombre no es sólo un acercarse al término que, junto con la muerte del hombre, significaría el aniquilamiento de todo el ser humano. El Adviento lleva en sí la certeza de la indestructibilidad de este ser. A pesar de ser tan vulnerable. Si repite “ mirad, vigilad, velad”, lo hace para que podamos estar preparados a que venga el “Dueño” de todo, el Señor de nuestras vidas; preparados, bien dispuestos para el día de nuestro Señor Jesucristo, sin que podamos ser objeto de reproche en ese Día.


Es tiempo de elección; es tiempo para elegir el sentido principal de toda la vida. “Dios nos ha llamado a participar en la vida de su Hijo Jesucristo”. Todo lo que sucede entre el día del nacimiento y de la muerte de cada uno de nosotros constituye, por así decirlo, una gran prueba: el gran examen de nuestra humanidad. Y, por eso, mantenernos firmes hasta el final. El tiempo es apremiante, no podemos estar dormidos o atolondrados. Es necesaria esa forma de vivir que se apoya en Jesucristo, la que espera la manifestación gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.


Reconocer la “gracia que Dios nos ha dado en Cristo Jesús”. “Por Él hemos sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber”. Con la confianza de que el mismo Jesucristo nos mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusarnos en el día de nuestro Señor Jesucristo”.


Entre tanto, miramos nuestro mundo, el panorama que nos ofrece. Muchos opinan que la fe cristiana ya no tiene sentido hoy. Mirando a nuestro entorno, es preciso reconocer síntomas graves que denotan un cierto desplome. A veces se siente la impresión de que la conciencia cristiana en el mundo contemporáneo se ha debilitado, como muestra la escasa vitalidad misionera y evangelizadora de gran parte de los cristianos: no se propone la fe cristiana a los demás o se propone tímidamente y desprovista de toda su fuerza y originalidad. La fe se encierra en la privacidad, en el ocultamiento, sin que se note demasiado su novedad y su aportación propia a la vida.


Esta debilidad se manifiesta en un cristianismo empobrecido en aspectos que le son constitutivos, en una debilidad ética y en un pueblo, nominalmente cristiano, que no llega en muchos casos ni siquiera a una realidad socialmente identificable. En nuestro país la tradición religiosa y moral cristiana ha sido intensamente desmantelada. A Dios se le ha silenciado sistemáticamente en la vida de los hombres. Este silenciamiento de Dios, revelado en Jesucristo, creído y anunciado por la Iglesia, es el acontecimiento más grave que le ha podido suceder a nuestra humanidad. No hay otro hecho que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras.


La misma familia era el cauce normal por el que se transmitía la fe y la tradición cristiana; por consiguiente, era también el lugar básico en el que el individuo asimilaba una determinada forma de ver la vida y de conducirse en ella, en la que se habían sedimentado elementos de fe religiosa y de sabiduría humanista y popular. No todo era genuino, pero lo bueno y noble de ella se daba y recibía amasado con la carne y la sangre. Ahora los padres o han renunciado a formar lo básico de la personalidad humana de sus hijos o se ven impedidos a hacerlo.


Esta situación no nos lleva al pesimismo; puede ser un acontecimiento de gracia puesto que constituye una llamada para encaminarse hacia Jesucristo, volverse a El, sentirse interpelado a vivir la autenticidad y el vigor de la fe en Cristo que no pasa nunca. No podemos olvidar que el cristianismo no es una ideología más o menos duradera. Es la presencia de un hecho único, irrevocable, sin parangón en la historia de los hombres. Este hecho es Jesucristo, Salvador único de los hombres, el mismo ayer, hoy y siempre. Lo que constituye la esencia nuclear del cristianismo es Jesucristo, su existencia, su persona, su encarnación, su nacimiento, su obra y su destino concreto.


En este tiempo de Adviento: oración de súplica, cargada de esperanza en el Señor, nuestro Padre, nuestro Redentor. Parece que en nuestros días se repite la situación que le lleva a Isaías a una súplica que hacemos nuestra a lo largo de todo el tiempo de Adviento: “Vuélvete por amor a tus siervos y a tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes!”, como dice el texto de Isaías.


Es verdad que Él ya ha rasgado los cielos y ha venido su salvación en su Hijo. “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios que hiciera tanto por el que espera en Él”. Jamás uno se atrevería ni siquiera a imaginar lo que Dios ha hecho por nosotros en Jesucristo. Nos ha enriquecido en todo, nos ha salvado, nos ha liberado del pecado y de la muerte, nos ha hecho participar de la vida de Dios, nos ha hecho hijos suyos, nos lleva a la vida eterna, nos adentra en el secreto mismo de Dios, nos trae la paz y la reconciliación, los nuevos tiempos que anuncia Isaías, el perdón de nuestros pecados, nos ha revelado la verdad de Dios y del hombre, nos ha llamado a su reino de paz y justicia. Nos ha enriquecido en todo. Nos ha entregado todo el amor de Dios y nos ha amado hasta el extremo. Nos ha dejado su cuerpo y su sangre para que entremos en comunión con Él y nos amemos unos a otros como Él mismo nos ha amado. Nos ha enseñado el camino: Él mismo es nuestro camino, la verdad y la vida. Él es nuestro amigo. Qué derroche el suyo para con nosotros. Él ha venido para que tengamos vida, vida eterna, para que podamos entrar en la felicidad definitiva en Dios.