Es verdad comúnmente admitida que compete a la familia, a los padres, el derecho y el deber originario de educar a la persona humana, a los hijos, en cuanto personas que son. Esta misión educadora de los padres, arraigada en la más profunda entraña de su ser padres, está basada en su participación, para los creyentes, en la obra creadora de Dios y, para todos, en la razón. Sólo los sistemas dictatoriales, las dictaduras, afirman que este derecho-deber le corresponde al Estado, porque los hijos no son de los padres, no pertenecen a los padres, sino al Estado.
Los padres, en efecto, “engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir una vida plenamente humana» (San Juan Pablo II). La familia, comunidad de personas, está al servicio de la vida. Este servicio de la vida por parte de la familia no acaba, como es obvio, en la mera transmisión de la vida, sino que se prolonga en esa »procreación» incesante que es la ayuda permanente y eficaz de los padres al nuevo ser humano a vivir una vida verdadera y auténticamente humana por medio de la educación. La educación es también un servicio a la vida. La familia es la estructura del amor en donde se descubre el acontecimiento maravilloso de la vida: donde se aprende a amar, en donde toma cuerpo de verdad la libertad, y en donde se aprende a ser verdadera y plenamente hombre.
Como señaló tan magistralmente el Concilio Vaticano II en su Declaración sobre la educación, “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos (y primeros y principales responsables de su educación). Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse” (GEM 3). El servicio a la vida mediante la educación es un elemento clave, un elemento base y fundamental de la familia. Ser padre o madre es ser educador y responsable insoslayable de su educación.
San Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica postsinodal sobre la Familia, define de manera precisa y admirable el lugar de la educación en la familia con estas palabras: «El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás; por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros. Por encima de estas características no puede olvidarse que el elemento más radical, que determina el deber y el derecho primario y original educativo de los padres, es el amor paterno y materno, que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se transforma de fuente, en alma, y, por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrifico, que son el fruto más precioso del amor” (San Juan Pablo II).
La familia es la gran escuela de la sociedad. Constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de aprendizaje y realización del ser hombre, así como de personalización de la sociedad; es, sin duda alguna, “la escuela más completa y rica de humanismo” (GS 52), la primera y fundamental escuela de los valores y de las virtudes más fundamentales de la vida humana. No puede ser suplantada por nada ni por nadie. Así lo reclama no sólo el bien privado de cada persona humana sino el bien común, el bien de la sociedad, inseparable siempre del bien de la persona. La sociedad está, debe estar, al servicio de la familia y de la persona, también en el campo de la educación; debe respetarla y promoverla, también en este campo; no puede sustituirla en modo alguno, ni invadir su inalienable misión.
¿Se quiere volver al pasado y resucitar una nueva dictadura? Porque el artículo 27 de la Constitución, clave y quicio de la Ley Fundamental de nuestra Nación, reconoce y garantiza este deber y derecho de los padres. ¿Se pretende que sea como Cuba, o China, o lo que fue la Unión Soviética donde los hijos eran del Estado y no pertenecían a los padres? Es tan evidente que pertenecen a los padres, que no deberíamos emplear ni un minuto en discutirlo. En el paradigma en que se sitúa la Sra. Ministra, ¿dónde queda la libertad de enseñanza, la libertad religiosa y moral y qué espacio queda para lo que no sea el pensamiento único y dominante? ¿Así se piensa progresar? Esto es un retroceso muy grande. Lo siento. Debe aclararse el Gobierno y no falsear ni engañar, porque va contra el bien común, objetivo ineludible que debería buscarse.