María, en la parroquia Sagrada Familia de la localidad valenciana de Torrent, donde el pasado día 15 compartió su testimonio de fe. En la imagen, con un rosario que sujetó en su mano durante toda su intervención. FOTO: A.SÁIZ

EDUARDO MARTÍNEZ | 28.01.2021
Vista desde el espacio, la cordillera del Himalaya tiene forma de sonrisa. Una enorme sonrisa de 2.600 km de ancho y una altura tan elevada (8.000 metros, la mayor de todo el planeta) que casi llega hasta el cielo. “La sonrisa de Dios”, la llama María de Himalaya. Allí, durante un viaje en el que tenía planeado suicidarse, sintió que Dios le sonrió, con un amor tan profundo que transformó radicalmente su vida. De atea, anticlerical y enfermera abortista, a cristiana provida que recorre el mundo dando testimonio de su fe y de su asombrosa conversión. Estos días visitó Valencia y compartió su experiencia en la parroquia de San Miguel y San Sebastián, así como en la de la Sagrada Familia de Torrent. También concedió una entrevista a PARAULA. Esta que sigue es la historia de una mujer cuya vida demuestra que, verdaderamente, la fe mueve montañas, hasta las más altas.

Amaia Martínez Gómez (Barakaldo, 1973) había sido bautizada en la Iglesia católica. Cuarenta años después cambiará su nombre por el de María, pero antes tendrá que hacer una durísima travesía por el desierto, hasta volver a nacer de nuevo. Se distanció de la Iglesia hasta el punto de aborrecerla y de buscar la apostasía. Se volvió atea y se abrazó a la versión más radical del feminismo, experimentando así un odio visceral hacia los hombres y hacia la maternidad, y convirtiéndose en una defensora a ultranza del aborto en nombre de la liberación de las mujeres.

Con esos ideales, comenzó a ejercer como enfermera en una prestigiosa clínica abortista de Bilbao. Al poco de ser contratada, mientras arrojaba los restos de un bebé a la trituradora, vio un diminuto pie de unas ocho semanas. Por un momento se turbó y se preguntó qué estaba haciendo: “¿Y si ese pie es de una niña? ¿Así defiendo yo a las mujeres?”. Lo comentó con una compañera y esta le aconsejó: “Si quieres seguir trabajando aquí, eso que has visto es un coágulo de sangre”.

Tras ese desconcertante diálogo, Amaia prosiguió su oficio aún durante varios años más. Su labor principal consistía en preparar el instrumental del quirófano y calmar a las madres durante la intervención. “El aborto es un negocio, así que hay que procurar que las mujeres no se levanten de la camilla, cosa que muchas intentan cuando ya notan los hierros dentro”, explica.

Para evitar complicaciones, sus jefes no le dejaban mostrar ni un atisbo de empatía con las madres, ni siquiera mirarles a los ojos. En tres ocasiones llegaron a corregirle severamente y a expulsarle del box por ceder a la compasión. “Tienen que garantizar que todas nos convirtamos en robots –argumenta–, porque si hay emociones puede brotar el arrepentimiento”. Tan frío y aséptico debía ser todo que incluso apagaban el sonido del ecógrafo para que no se escucharan los latidos de la vida. De ese modo, todo iba rápido: un aborto cada siete minutos.

Con el tiempo, Amaia acabó cambiando de trabajo. Abrió una clínica de fisioterapia junto a su marido. Se habían casado por la Iglesia no por convicción religiosa, desde luego, sino por no disgustar a sus padres. El negocio funcionaba de maravilla, el dinero fluía a raudales, pero ella se sentía hueca. Y para llenar ese vacío, comenzó a practicar deportes de montaña a alto nivel (hacía alpinismo o corría ultramaratones de 120 km) y empezó también a introducirse en el budismo (“parecía algo más de moda y era más estiloso decir aquello de ‘es una filosofía, no una religión’”).

En una de sus travesías por la cordillera del Himalaya.

Se lo tomó muy en serio: en muchas de las carreras de montaña llegaba a hacer pódium; y para su meditación budista dedicaba horas y horas cada día. Empezó a ejercitar a fondo también el precepto de “desapegarse de todo y de todos” para así “no sufrir por nada ni por nadie”.

Como ella misma dice, se sentía “en la cima del mundo: una mujer liberada, moderna y a la que todo el mundo felicitaba y adulaba”. Pero es justo entonces cuando esa alta cota a la que se había subido se derrumbó. Después de casi veinte años casados, su marido la abandonó. Era el año 2017. El golpe fue tan duro que una amiga le llamaba cada mañana por teléfono para ayudarle a despertarse y a ponerse en pie. Sus esquemas se vinieron abajo y hubo de aprender por la vía del sufrimiento una lección de verdadera sabiduría: “Comprendí que todas aquellas cosas que tanto idolatraba no tenían el valor que yo creía y que lo realmente importante era mi familia, en este caso mi marido… pero lo había perdido”.

Hundida y desesperada, se planteó el suicidio. Tenía ya las llaves del coche en la mano para ejecutarlo. Quería arrojarse desde el puente donde su marido le pidió matrimonio. Pero al levantarse del sofá para emprender el trayecto, uno de sus dos perros (“el que nunca me hacía ni caso”) saltó sobre ella sin ningún motivo aparente, “como poseído”, y la inmovilizó. “Es un pastor vasco, grande, sí, pero yo forcejeé con todas mis fuerzas, que en aquella época además eran muchas, y no conseguí quitármelo de encima, era como si de repente pesara toneladas”. Así que su plan de acabar con su vida quedó frustrado… por el momento.

Una llamada desde Nepal que cambiará su vida
Apenas un par de días después, Amaia recibió una llamada que cambiaría su vida por entero. Era Suddep, su amigo de Nepal, un guía de montaña con el que había realizado unos años antes el llamado ‘circuito de los Annapurnas’, la que muchos dicen que es la travesía más bella de todo el Himalaya. Esta vez la requería para una labor solidaria: participar como fisioterapeuta en un proyecto humanitario en varias aldeas nepalís que todavía permanecían con graves necesidades tras el terremoto que devastó la zona en 2015. Dijo que sí. Le pareció una forma hermosa de acabar sus días. Primero ayudaría a aquellas gentes y, una vez acabada su misión, se despeñaría por algún precipicio. A fin de cuentas, “¿qué mejor sitio para una alpinista que morir allí?”.

Así que Amaia se montó en el avión para no volver jamás. Ya en Nepal, disponía de algunas semanas antes de que llegaran el resto de voluntarios para comenzar las actividades humanitarias. Así que aprovechó para visitar el campo base del Everest y para recorrer la caótica Katmandú.

En la capital del país, mientras deambulaba por el centro con su amigo, vio a dos monjas cuya congregación reconoció inmediatamente por su popular atuendo. En seguida apartó la mirada porque, literalmente, no podía ni verlas. Eran de las Misioneras de la Caridad, con sus inconfundibles sharis en blanco y azul. Amaia detestaba a su fundadora, la Madre Teresa de Calcuta. No soportaba su denodada defensa de los no nacidos, su oposición frontal al aborto. No sabía que algo parecido a la santa estaba a punto de ocurrirle a ella. Pues si Madre Teresa sintió la llamada de Dios a dedicarse a los pobres precisamente en las estribaciones del Himalaya, en su conocido viaje en tren a la ciudad montañosa de Darjeeling, Amaia iba a experimentar también allí, a los pies de las montañas más altas del planeta, donde la tierra parece juntarse con el cielo, una voz divina que transformaría completamente su vida.

Una de aquellas dos monjas se acercó súbitamente a ella y la agarró por el brazo, pidiéndole que las acompañara hasta su residencia. Amaia se negó rotundamente y las religiosas se marcharon. Esa noche no pudo dormir. No cesaba de recrear esa extraña escena y de preguntarse qué querría aquella misteriosa monja. No había amanecido aún cuando despertó a su amigo y le pidió que le acompañara de nuevo a aquel cruce de calles. ¿Pero cómo encontrar ahora a aquella religiosa? Suddep intentó disuadirla, pero no hubo forma. Al alba, se presentaron en el mismo lugar. Merodearon y acabaron llamando a una puerta. “Providencialmente, ¡nos abrió la misma monja!”, recuerda. Pero la religiosa no le dijo gran cosa: se limitó a citarle para el día siguiente en la capilla, para la misa de las seis de la mañana. A Amaia, claro está, no le hacía la menor ilusión asistir a una eucaristía, pero la curiosidad le consumía y necesitaba desvelar de una vez el enigma.

“Estaba tan ansiosa que a las seis menos cuarto de la mañana ya estaba allí”, en aquella pequeña capilla sin bancos, con una gran cruz con la imagen de Cristo, otra imagen de la Virgen y una foto de Madre Teresa.

Una visión mística de Jesucristo
A los pocos minutos de iniciarse la celebración, oyó una voz potente y a la vez dulce que le decía: “Bienvenida a casa”. Estaba con los ojos cerrados. Los abrió para comprobar la reacción de los demás. Pero ni el sacerdote ni las nueve religiosas que había allí con ella se inmutaron. “Ninguno de ellos había escuchado nada”, deduce. Así que, nerviosa y descolocada, pensando que quizás la elevada altitud estaba afectando sus sentidos, volvió a cerrar los ojos. Pero de nuevo esa impactante voz: “Bienvenida a casa, cuánto has tardado en amarme…”. Y en ese instante, algo todavía mucho más extraordinario asegura que sucedió. Ella misma lo cuenta con estas palabras:
“Tuve la certeza de que la voz procedía de la cruz que había tras el altar. La capilla se llenó de una inmensa luz y toda la estancia desapareció a mis ojos. Y entonces vi descender de la cruz a Jesús de Nazaret. Caí de rodillas con mi cabeza en el suelo. Caminó hacia mí y me dijo: ‘No necesitas los ojos de la cara para ver, sino los del corazón’. Sabía que se refería a la fe, así que le contesté: ‘Pero bien sabes que yo no creo en ti’. Y en ese momento me concedió el don de la fe. Vi toda mi vida pasar delante de mí, todas las atrocidades que había cometido, mi egoísmo e idolatrías. Empecé a llorar y a pedirle perdón. Él me cubrió con su misericordia y me dijo: ‘No importa lo que ha sucedido hasta ahora sino lo que suceda en adelante, pero desde ahora siempre juntos’. Supe que había llegado a casa, al hogar de todos, al umbral de su corazón. Pensé que iba a morir, pero no había llegado aún mi día. La luz se fue y pude ver de nuevo la capilla ante mí”.

‘María’, un nuevo nombre para una nueva mujer
Habían pasado tres horas. Y Amaia ya no era la misma. Ni siquiera era ya ‘Amaia’. Durante todo el tiempo que duró esa visión mística, las nueve religiosas, que habían permanecido a su lado rezando, conscientes de lo que le estaba ocurriendo, recibieron este mensaje: “Le daré una tierra nueva y le doy un nombre nuevo, María”. De ese bautismo del Espíritu, había surgido una mujer nueva: “Estaba completamente en paz y llena de una alegría que yo no conocía”.

Pasados los primeros momentos de exultación, María pudo al fin obtener respuesta al misterioso requerimiento de la monja que le había cogido del brazo en la calle para llevarla con ella: “Llevaban meses rezando para encontrar un fisioterapeuta”. ¿Pero cómo podían saber que ella lo era? “Porque son personas del Espíritu…”, arguye la propia María. La casa de la congregación en Katmandú, efectivamente, precisaba de aquellos cuidados sanitarios, de modo que María estuvo con ellas cuatro meses, ayudándoles y enseñándoles todo lo que pudo. Y después de todo ese tiempo dichoso y lleno de prodigios, llegó al fin el momento de partir. “Yo me habría quedado en Katmandú con ellas –reconoce–, no me quería ir, pero acabé comprendiendo que debía volver, que mi misión estaba ahora en España”.

Regresó y, como buena apóstol, le contó a todo el mundo lo sucedido. Perdió a la mayoría de sus amigos al hacerlo, otros en cambio se convirtieron al escucharle, entre ellos su propia madre.
En cuanto a su marido, aunque siguen separados, María subraya que se mantiene en la fidelidad prometida en el sacramento del Matrimonio. En los antípodas de la mentalidad divorcista que tenía antes de su conversión, señala hoy: “Seguimos casados, así que me mantengo fiel a nuestra alianza esponsal y rezo cada día por su conversión y por su salvación”. Cuenta con una poderosa intercesora: la Madre Teresa de Calcuta, por supuesto, quien, casualidades o no de la vida, murió el mismo día de la boda de María, un 5 de septiembre (de 1997, en el caso de la santa; y del año siguiente, en el del matrimonio).
Poco a poco, por todo el orbe católico se ha ido corriendo la voz acerca de tan asombrosa conversión. Hoy, María de Himalaya recorre España y otros países donde también la reclaman para dar su testimonio de aquellos memorables días en Nepal.

Muchas personas, cuando la escuchan, hacen después cola para hablar con ella, como sucedió en Torrent o en Valencia. Y son ya muchos los frutos que va cosechando el relato de aquella epifanía bajo los cielos de Asia. “Mujeres que iban a abortar y siguen adelante con su embarazo, matrimonios que se iban a separar y se reconcilian, incluso personas que se iban a suicidar y vienen y me dicen que ya no lo van a hacer”, enumera. Hace falta, eso sí, los ojos de la fe, porque no es fácil creer en los milagros, y la suya es una historia repleta de ellos. Pero tampoco vienen de más los ojos de la cara, para comprobar la serena alegría con la que habla o la sensatez con la que expone aquellos hechos prodigiosos. Lo cierto es que es fácil conocer su historia de sus propios labios, porque internet está lleno de vídeos donde la cuenta en primera persona. El lector podría hacerse, así, una idea más cabal de cómo Dios le dibujó una sonrisa grande y perdurable como el Himalaya, cuando en su corazón no quedaba ya más que tristeza.