“Anunciar el Evangelio a todo el mundo”, “ser testigo de que Jesús es el Señor hasta los confines de la tierra”, he aquí la misión de la Iglesia, su identidad más profunda, la razón de ser más profunda de ella y de los cristianos en medio del mundo, que nos recuerda año tras año la jornada mundial de las misiones. Evangelizar a toda la tierra es un derecho y un deber de cada uno de los que creemos en Jesucristo. La vida y la actividad de la Iglesia deben responder a la apertura y a la universalidad de la misión. Nos encontramos ya entrados en el Tercer Milenio de la Redención y la misión universal nos apremia cada vez más. No nos puede dejar indiferentes el saber que millones de hombres, redimidos, como nosotros, por la sangre de Cristo, viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los pueblos. Dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo, otros se han alejado, y tienen necesidad de Él y de su mensaje de salvación. Lo más profundo de la vida de la Iglesia es compartir el amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es anunciar, en obras y palabras, a todos los hombres, especialmente a los más débiles y necesitados, a los pobres, a los enfermos y pecadores, que son amados por Dios. Cada cristiano puede y debe hacer resonar hoy este anuncio gozoso, al que todos los hombres tienen derecho: “¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti, para ti Cristo es el camino, la Verdad y la Vida”. Los mejores cristianos, en la medida en que ellos se han sentido amados por Dios, no han podido silenciarlo y se han sentido enviados al mundo para testificar este amor, en solidaridad con los sufrimientos y esperanzas de los más pobres y necesitados y sintiéndose responsables, de alguna manera, junto con Cristo de la salvación y de la liberación de los hombres. Tenemos, pues, la gran tarea de continuar y difundir la vida de la fe y la esperanza de la salvación, compartiendo el amor de Dios en esta nueva etapa de nuestra historia. “El Señor nos llama a salir de nosotros mismos y a compartir con los otros los bienes que poseemos, en primer lugar el tesoro de nuestra fe, que no podemos considerar un privilegio personal, si no un don que hemos de compartir con aquellos que no lo han recibido todavía. De esto se beneficiará también la fe misma, pues ésta se fortalece, dándola”(Juan Pablo II). Todos urgidos a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio. También a nosotros, como a Timoteo, se nos insta, ante Dios y ante Cristo Jesús, a proclamar la palabra, insistir a tiempo y a destiempo, es decir siempre, a reprender, reprochar, exhortar con toda comprensión y pedagogía.
Firmes en Jesucristo, que es la verdad y la vida, los discípulos y continuadores de los Apóstoles, que somos los cristianos de todos los tiempos desde Galilea, estamos llamados a una dedicación entera a comunicar y a hacer presente a este Cristo, verdad y salvación única para todos. Se nos urge a permanecer en la Doctrina recibida, que es Palabra de Dios consignada por escrito en la Sagrada escritura. La evangelización no es posible sin la fidelidad a lo que hemos recibido. No inventamos nosotros a Cristo ni nos hacemos un Cristo a nuestra medida. La evangelización, anuncio del Evangelio que es Jesucristo en obras y palabras, no es posible sin la fiel continuidad de la tradición viva de la Iglesia que nos lleva hasta el mismo Jesucristo, hasta Galilea, donde todo comenzó, y que está perennemente presente en su Iglesia. Anunciar el Evangelio conlleva así la perenne comunión de todas las generaciones con el mismo pensamiento de Jesús, ayer, hoy y siempre. La fuerza de la verdad es permanecer eternamente. Este deber de anunciar a todas las gentes el Evangelio cobra, este año, un especial relieve y recibe un aliento singular, al recordar la gran gesta de la evangelización de América, cuyos comienzos reconocemos, con espíritu de humildad, de verdad y de agradecimiento. Aquel hecho ha tenido en nuestra diócesis, desde sus inicios hasta hoy, una continuidad en misioneros y misioneras que han respondido generosamente a la llamada y al envío del Señor a evangelizar. Ese espíritu misionero debe ser, no sólo conservado, sino alentado y acrecido permanentemente entre nosotros. Será la mejor señal de la vitalidad de esta Iglesia que peregrina en Valencia Al celebrar cada año la jornada del Domund nos llena a todos de alegría saber y comprobar el sentido misionero de nuestra diócesis, su solidaridad con las necesidades de “las misiones”, expresada incluso en una aportación económica muy generosa, en su oración y en su solicitud por sus misioneros. Doy gracias a Dios por ello y os pido a todos que prosigáis sin descanso con ese espíritu. Con todo, nunca podemos estar contentos enteramente y, por eso, hemos de reavivar este espíritu y el esfuerzo misionero en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades. No podemos desanimarnos. Nuestro auxilio nos viene del Señor. Nunca cansarnos de hacer el bien. No desfallezcamos en nuestra fidelidad apostólica a pesar de la abrumadora debilidad por dentro, y de las grandes dificultades por fuera. No nos avergonzamos del Evangelio de Jesucristo ni nos echamos atrás en su anuncio, pues sabemos que este Evangelio es fuerza de salvación de Dios para todos los que creen en El. Es necesario perseverar: como Moisés, como aquella viuda de la parábola de Jesús que insistía en su súplica. A la omnipotente fuerza de Dios le gusta realizar sus planes a través de la paciencia activa de los humildes. Nuestro auxilio nos viene del Señor. Así vencieron los brazos abiertos de Moisés. Permanecer, en lo que se nos ha confiado.
Como los discípulos de la primera Iglesia permanezcamos en la oración, asiduos y perseverantes en la oración. Oración incansable para que venga el Reino de Dios y su justicia. Orar sin intermisión es esperar hasta el fin e ir preparando la venida del Hijo del Hombre con el incansable corazón en llamas del primer amor de la fe. En medio de tantos acontecimientos adversos para la fe que nos embargan en estos momentos, estoy plenamente convencido y lleno de esperanza ante este Tercer Milenio del acontecimiento central de la historia humana, la Encarnación del Hijo de Dios, y entreveo el alba de una nueva era misionera. La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado: ‘Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Que se cumpla su voluntad y que su bendición descienda sobre todos los misioneros y misioneras, sobre las jóvenes iglesias y sobre todos nosotros, que nos encontramos inmersos en un nuevo Sínodo diocesano para que emerja con fuerza la Iglesia diocesana de Valencia, renovada y rejuvenecida, EVANGELIZADA Y EVANGELIZADORA, MISIONERA. Que Dios, Dueño de la mies, envíe trabajadores a su mies pues son pocos y hacen falta muchos más. Esta es la solicitud y compromiso que quiero compartir, gozoso y esperanzado, con todos vosotros.