Después del nacimiento de Jesús no hay motivos ni para la tristeza ni para la desesperanza o el desaliento; sólo hay motivos para estar alegres, para mirar el presente y el futuro con una inmensa esperanza. La razón que nada ni nadie puede arrebatarnos -los hechos son los hechos-, es que en este acontecimiento que ahora celebramos encontramos el gran ‘sí’ que Dios dice al hombre y a su vida, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; Dios tiene rostro humano y trae la alegría al mundo. Al nacer de la Santísima Virgen María, por obra y gracia del Espíritu Santo, Jesucristo nos revela la verdad profunda de nuestra propia humanidad; Él no quita nada y lo da todo.
El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. Ante él se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo quedan iluminados por este acontecimiento. Este nacimiento, único en toda la historia, supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre. Constituye el único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación a la que está llamado. “En el Niño de Belén la pequeñez de Dios hecho hombre nos revela la grandeza del hombre y la belleza de nuestra dignidad de hijos de Dios, de hermanos de Jesús” (Benedicto XVI).
Aquí está el centro de la historia. Todo converge ahí. Ahí está la gran esperanza. Nace Jesús en Belén de Judá. En Belén la noche oscura se hace día radiante y la fragilidad de un Niño recién nacido en la más radical pobreza de un establo se convierte en fuerza de todos los débiles y esperanza para todos los hombres y todos los pueblos. En Jesucristo, el Hijo de Dios, Dios mismo, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, se hizo hombre por nosotros: éste es el gran y decisivo mensaje que cada año se difunde desde el silencioso portal de Belén hasta los rincones más lejanos de la tierra. Ahí está toda la esperanza y en todo para el hombre. La Navidad es fiesta de luz y de paz, es día de asombro y de alegría interior que se expande al universo entero, porque “Dios se ha hecho hombre”. “Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan poderoso que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso para que podamos amarlo. Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos comunique y continúe actuando a través de nosotros… Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos estar con Él, para que podamos llegar a ser semejantes a Él. Ha elegido como signo suyo al Niño en el pesebre: Él es así. De este modo aprendemos a conocerlo” (Benedicto XVI).
En la fragilidad, debilidad, pequeñez de este Niño que nace en la más extrema de las pobrezas Dios nos lo ha dicho todo acerca de Él, y sobre nosotros. Ahí está todo; ese Niño, por así decirlo, es el alfabeto de Dios; ahí está, y es, toda su Palabra, la única que tiene y que nos ha dicho toda junta, de una vez.
En esto hemos conocido el amor: en que Dios nos dado a su Hijo Unigénito, venido en carne. Ha sido un verdadero derroche de amor el que el Hijo de Dios se haga carne de nuestra carne, nazca en condiciones dignas del último de los pobres. Ahí está el infinito amor de Dios a los hombres: “Tanto amó Dios al mundo, que le dió a su Hijo Unigénito”, y de tal manera se unió íntimamente a nuestra humanidad, que quiso compartirla hasta hacerse hombre entre los hombres, uno de nosotros.
En este misterio, el creyente, siente la cercanía de Dios en Jesús. Detrás del ajetreo de estas fiestas, se encuentra la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado de una vez para siempre al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él.
Entró Dios con todo silencio en nuestro abandono y ahí nos aceptó y ahí nos guarda incansable su amor escondido.
Con ello no queremos decir que en Navidad se nos recorta la lejanía inconmensurable de Dios. Dios no deja de serlo y de habitar su luz inaccesible, pero no quiere serlo sin el hombre, sin participar en su desamparo. En la Navidad, Dios se ha unido, de uno u otro modo, con todos y cada uno de los hombres, se den o no se den cuenta de ello, lo acepten o no lo acepten. Dios se lo juega todo, por decirlo así, en el hombre. El destino de todos los hombres y de cada uno de ellos le importa supremamente a Dios mismo, desde que se ha hecho uno de nosotros y ha entrado en la historia. Más allá de nuestras atenciones o desatenciones, nos aguarda en el silencio el Dios apasionado hasta el extremo por el hombre. Por eso la celebración de la Navidad nos llama a que nos demos cuenta de que los espacios inmensos en que erramos perdidos, no están vacíos y helados, sino colmados del amor de Dios que nos aguarda incansable.
A lo largo de la historia, Dios y el hombre se le han presentado a la conciencia desgarrada como rivales y en pugna. La antigüedad pagana llegó a creer que los dioses envidiaban a los hombres felices. Los hay falsamente “piadosos” que creen que el combate por la libertad, los derechos y el pleno desarrollo del hombre le hace de menos a Dios, le hace sombra; y hay también falsos amigos del hombre que opinan que quienes viven en Dios y desde Dios no pueden por menos que traicionar sus compromisos con los hombres.
La fe en Dios, como “Dios con nosotros” en Jesús, vence esta conciencia desgarrada y la reconcilia en sí misma. En la Navidad podemos abrirnos, sin reservas ni sospechas a la acogida irrevocablemente decidida del amor de Dios por los hombres. Dios ha querido tener un destino en los hombres y con los hombres. No ha querido ser Dios sin los hombres.
Detrás de la exterioridad de las fiestas navideñas, se esconde la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado al hombre y se ha comprometido sin vuelta atrás, irrevocablemente, con él; Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la verdad, aquí está la gran esperanza para todo hombre que viene a este mundo! ¡Esa es la gran Luz que alumbra a todo hombre, la luz que el mundo necesita para superar toda división y enfrentamiento, toda violencia, toda guerra, todo odio, que sume al mundo en la oscuridad. Del portal de Belén nace una inmensa Luz, la luz que, en definitiva, necesita el mundo para encontrar y vivir la paz, cuya raíz se encuentra en el amor. En el establo de Belén aparece la gran luz que el mundo necesita y espera, porque, a pesar de todo lo que pueda parecer en contrario, espera la paz, ansía la unidad, anhela vivir en el amor que engrandece, alegra, llena de gozo y felicidad. “En aquel Niño acostado en el pesebre, Dios muestra su gloria “su Luz”: la gloria del amor, que se da a sí mismo como don y se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado a hombres y mujeres a lo largo de los siglos, ‘los ha envuelto en su luz’. Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y a los que sufren, la gracia del perdón, “la unidad y la paz entre los hombres”. Desde Belén, una estela de luz, de amor y de verdad impregna los siglos. Si nos fijamos en los santos…, vemos esa corriente de bondad, este camino de luz que se inflama siempre de nuevo en el misterio de Belén, en el Dios que se ha hecho Niño. Contra la violencia de este mundo Dios opone, en ese Niño, su bondad y nos llama a seguir al Niño” (Benedicto XVI), a acoger la Luz que es Él, que está en Él, que viene de Él. En el prólogo del Evangelio de san Juan que se lee mañana se nos dice que esta Luz que es Jesús, el Niño Dios, vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Que no sea así entre nosotros. Acojamos esta Luz, acojamos a Jesucristo, acojamos su Palabra, sigamos al Niño, a Jesús. A los que le acogen les da el poder ser hijos de Dios: Mirad cómo Dios nos ha amado que podemos ser hijos de Dios, pues, en verdad, lo somos.
“Desde ese humilde portal de Belén, el Hijo eterno de Dios, que se ha hecho un Niño pequeño, se dirige a cada uno de nosotros y nos invita a renacer en Él para que juntamente con Él, podamos vivir eternamente en la comunión con Dios” (Benedicto XVI), y así, como hijos renacidos por la fe, vivir también la unidad y en paz con todos los hombres.
Deseo para todos, y así lo pido a Dios, que en esta Navidad nos abramos a El y acojamos al que viene en su nombre; y que así podamos seguir su camino en toda la tierra que es el camino del hombre, el que conduce a la paz. Deseo que todos tengan el don y la dicha -la gracia- de conocer a Jesucristo, acogerle en la vida como criterio de la inteligencia y del corazón, como fuente y meta de la vida, de la razón, de la libertad, de la convivencia y del amor. Es el bien más grande y más gratificante, y dichoso que puedo pedir y desear, estos días y siempre, para la vida del hombre y de la sociedad. Que las fiestas de Navidad llenen todo y a todos de una paz honda, e inunden de una alegría profunda todos los hogares: la alegría y la paz que se hallan en el que nació en Belén de una Virgen y que es Dios-con-nosotros, rostro de Dios que es Amor.
Causa estremecimiento el contemplar la Encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios que se hace hombre por los hombres; provoca asombro maravillado el mirar a ese Niño y descubrir en El a Dios-con-nosotros, Dios con los hombres y para los hombres. Ahí se nos desvela la grandeza del hombre que de esta manera es amado. Y ahí el hombre deja de ser incomprensible para sí mismo, porque se le ha revelado el amor, se ha encontrado con el amor, lo experimenta y lo hace propio.
Ahí el hombre vuelve a encontrar la dignidad y el valor propio de su humanidad. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios, el Creador, si le ha dado a su Hijo para que tenga vida, vida plena y eterna, y sienta el estupor de ser hombre así querido y engrandecido! Como dice un bello texto de San Efrén: “Todo el motivo por el que el Hijo ha descendido de aquella Altura a la que el hombre no alcanza, es para que pudieran llegar a El los pequeños publicanos como Zaqueo. Y toda la razón por la que la Realidad aquella que no puede ser aprehendida, se vistió de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como los de la pecadora”.
Esta es la clave de la Encarnación de Dios y del nacimiento del Hijo de Dios venido en carne: su condescendencia extrema con el hombre perdido y desgraciado; y el origen de condescendencia tan extraña es el amor de Dios al hombre. Nadie puede abarcar la grandeza del Señor; y a pesar de ella, Dios se ha apasionado por el hombre, una criatura tan fugaz, tan poca cosa, tan injusta y desgraciada y, a veces, tan mezquina. Aunque parezca extraño y le repugne a la sabiduría de este mundo, Dios, no por necesidad ni por un impulso ciego, sino por amor se ha apasionado por el hombre, por su historia y su destino, y ha querido compartirlos; Dios lo ha apostado todo por el hombre; se lo ha jugado todo por El; se ha identificado enteramente con él: ha querido ser Dios-con-nosotros, Emmanuel, levantar y engrandecer al hombre; nuestra humanidad es la humanidad de Dios.
A partir del acontecimiento real e histórico que cada año celebramos en la Navidad experimentamos y palpamos ese estupor admirado de ser hombre. “Ese estupor profundo respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Ese estupor justifica también la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo. Ese estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de la fe, pero que de modo escondido y misterioso vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, está estrechamente vinculado con Cristo” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, lO).
Ojalá que esto sea conocido por todos los hombres y que todos los hombres vivan desde ahí para llevar a cabo el surgimiento de una humanidad verdaderamente nueva y esperanzada, capaz de comunicar ese amor con que es amada.
Ojalá que en cuanto somos, hacemos y decimos, anunciemos y demos fe de esta esperanza gozosa y mostremos así que Dios es afirmado afirmando al hombre y que el hombre nunca puede ser afirmado y reconocido plenamente al margen o en contra de Dios. Este es el camino de la vida verdaderamente digna del hombre. Ahí está el verdadero humanismo. Aquí nace el futuro y la aurora de un nuevo Día, cuya luz ilumina todo.
Y todo esto gracias a la Santísima Virgen María, que dijo que sí y obedeció a la Palabra de Dios, como fiel esclava del Señor. Antes de llegar a Belén, antes de participar en el gozo de la Noche Santa de Navidad, en la que todo queda inundado por la claridad del amor de Dios en el Niño, parémonos y contemplemos a Santa María, la doncella de la que habla Isaías, la esposa de José, la Madre de Jesús. María en la Encarnación; María acogida como esposa de José y con él pidiendo posada en la expectación de su parto virginal; María junto al pesebre, María Madre, llevando en sus brazos y acariciando al Hijo divino de sus entrañas. Ella es la fuente, Ella es la puerta del cielo que se abre a la tierra, Ella es la vivificadora y fecunda asociada de la redención. Con Ella y como Ella acerquémonos a celebrar estos días santos; que su gozo de Madre esté en nosotros…
Que las fiestas de Navidad llenen a todos y todo de una paz honda e inunden de una alegría profunda todos los hogares.