La semana pasada participé en la presentación de un libro, cuyo autor es Pablo Blanco y que lleva por título ‘Benedicto XVI, la Biografía’. En dicha presentación dije a propósito de Benedicto XVI: “Fue a quien los Cardenales, reunidos en Cónclave, en 2005, eligieron ‘al que Dios había escogido’ para suceder al ‘gran Papa’, Juan Pablo II, en el ministerio de Pedro”. La “elección de Dios” recayó sobre aquel que, en su primera aparición en público como Papa, se definió como “un sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor”, y, en la Eucaristía de inicio oficial de su pontificado, dijo: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca la Iglesia en esta hora de nuestra historia”. Así era y así sigue siendo este hombre providencial, Benedicto XVI: Un Papa para el presente y para un gran futuro.
A lo largo de las páginas de este libro al que vengo refiriéndome, me reafirmo en ver en el Papa Benedicto XVI, ante todo, a “un hombre de Dios”, llevado por Dios, elegido por Él. En aquellas palabras de su saludo, tan esenciales como sencillas, tan cargadas de verdad como de gran futuro para el hombre, Benedicto XVI perfilaba y definía lo que iba a ser su pontificado, marcado enteramente por la centralidad de Dios, que es Amor, y es quien lleva y hace a la Iglesia. Así es Benedicto XVI; así es su vida, el “secreto de su vida”; ahí es donde está la clave de su tan rico y cimentado pensamiento, y de su prudente, justo y libre actuar. Responde, además, por completo a lo que, según él mismo, es el problema central de nuestro tiempo: “la ausencia de Dios”, y el deber prioritario de los cristianos: “testimoniar al Dios vivo”.
Por más vueltas que le doy, y el libro tan penetrante, amplio, como sencillo, ante una personalidad, ante un pensamiento y ante una figura como la suya, tan singular y grande, siempre, de una forma u otra, me voy a lo mismo: Hemos tenido como Papa a un “hombre de Dios”, un “amigo fuerte de Dios”, en expresión teresiana. Su trato, su manera de ser, su actuar, su pensamiento, rezuman la realidad de Dios. Todo él es “la elección de Dios”, y nos remite a Dios.
Llama la atención, desde el comienzo de su pontificado, que su programa no sea otro que lo que Dios quiera y muestre. Se puso en manos de Dios, inició su camino con la mirada puesta en el Señor, y nada más. Por sencillo y simple que esto parezca (así de sencillo se mostró y sigue mostrándose desde el principio, hasta hoy después de su renuncia, como es) es donde, por contraposición a lo que impera en nuestro tiempo está la verdadera revolución de nuestro mundo. Por eso dirá a los jóvenes reunidos en Colonia, en cuyas manos está el futuro de nuestra humanidad: “En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?”.
La enseñanza y el testimonio constante del Papa Benedicto XVI, desde el comienzo de su vida, podríamos decir sin exageración y siguiendo sus lugares y sus huellas donde creció y vivió, sobre todo desde el inicio de su pontificado, es un permanente apelar a este testimonio de Dios, que es Amor, a centrar la vida en Dios, a advertir sobre lo que le adviene al hombre, a la humanidad cuando se aleja de Dios o se hace que Él no cuente: la verdad se ofusca y confunde, la razón humana se empequeñece y se torna incluso contraria al hombre, la libertad se degrada en esclavitud. Desde su primera aparición en la logia de la basílica de San Pedro, como Papa, hasta su último mensaje, pasando por su gran Encíclica “Dios es Amor”, por su discurso de Ratisbona, por su Exhortación Apostólica “Sacramentum Charitatis” o su libro “Jesús de Nazaret”, es una apremiante llamada a que los hombres vuelvan a Dios, a Dios revelado en su Hijo Jesucristo, Dios y hombre verdadero, nacido de una mujer judía, María, siempre virgen.
Es plenamente cierto y seguro: el mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿A qué Dios necesitamos?. Al que vemos, palpamos y contemplamos en Jesús de Nazaret, que murió por nosotros en la Cruz, el Hijo de Dios encarnado que aquí nos mira de manera tan penetrante, en quien está el amor hasta el extremo. Este es el Dios que necesitamos: El Dios que a la violencia opuso su sufrimiento; el Dios que ante el mal y su poder esgrime, para detenerlo y vencerlo, su misericordia. Esto es lo fundamental en la fe de la Iglesia y en quien, por elección de Dios, nos confirma en la fe. Al hombre de nuestro tiempo, desgarrado y dividido por tantos fragmentos de verdad, es preciso ofrecerle aquello esencial que requiere para encontrar la verdad que le hace libre, o para dar sentido a su vida, u orientar su existencia por el camino certero de la verdad que se realiza en el amor. En la afirmación de san Juan: “Dios es Amor”, tenemos el núcleo de la fe y el fondo de la realidad del hombre. Ahí se expresa con claridad «la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» (Benedicto XVI).
Sin Jesucristo el camino hacia el necesario encuentro con Dios es muy difícil. Pero sin encontrarse con Dios, el hombre no puede encontrarse con las profundidades de su humanidad, donde se encuentran las huellas de Dios. La insistencia de Benedicto XVI en que la Iglesia debe centrarse en Dios revelado y entregado en Jesucristo, y mirar por encima de todo y en su centro a Jesús es, en el Papa, una preocupación profundamente humanística y humanizadora. Le preocupa el Hombre y su futuro, y por eso nos pide a la Iglesia, y a todos, que centremos nuestra mirada en Jesucristo. Por eso su libro sobre Jesucristo, que, además de tener una altura y densidad teológica singular, nos desvela el «alma» de Benedicto XVI y nos traza el camino por donde seguir para que haya una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios vivo venido en carne. Esto es lo que, por encima de todo, necesita nuestro mundo, esto es lo más decisivo y de pleno futuro para nuestro tiempo. Y digo, finalmente. Esto en los días precedentes a la Navidad de 2019.
Han trascurrido ya varios años desde que el Papa Benedicto XVI, inesperadamente aunque muy consonante con su vida, anuncio el propósito de su renuncia a continuar ejerciendo el ministerio de Sucesor de San Pedro en la Sede de Roma, y que le sucediese en la sede de Pedro, el Papa Francisco, este gran Papa que Dios nos ha concedido, tan unido a Benedicto XVI, aunque algunos se empeñen en separarlos. Cuando fue elegido para tal ministerio el Cardenal Joseph Ratzinger tras el Papa Juan Pablo II, adoptó el nombre de Benedicto. Este nombre evoca a otro Benito, el de Nursia, que nació y vivió en medio de los escombros de una sociedad y de un mundo, entre las cenizas del Imperio Romano, buscando ante todo el Reino de Dios y, quizá sin darse cuenta, sembró así la semilla de una nueva civilización, que se desarrollaría integrando los valores cristianos con la herencia clásica, por una parte, y con las culturas germánica y eslava, por otra parte, Benedicto XVI, el Papa de la razón y de lo esencial, como Benito de Nursia, en los años de su Pontificado y hasta sus últimos días antes de su renuncia, nos mostró como objetivo fundamental de la existencia más aún, el único, el buscar a Dios. Él sabe, por la experiencia de su vida y la razón misma, que cuando el creyente entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse con vivir de modo mediocre según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Ahí está el secreto de Benedicto XVI y la fuerza y el núcleo de la verdadera revolución que el mundo necesita en nuestros días: la revolución de Dios; porque ahí está la verdad, la verdad del hombre, inmanipulable, donde se asienta la verdadera civilización, la del amor, la de la verdad, la de la dignidad de las personas y grandeza del ser humano, criatura de Dios.
El gran mensaje del Papa Benedicto XVI, su nuclear y esencial mensaje, el gran testimonio de su vida que ha proclamado en todo momento y en todo lugar, hasta ese momento estelar de su renuncia que encarna tan a lo vivo los mismos sentimientos de Cristo expresados en el Himno de la Carta a los Filipenses, la gran renovación que Benedicto ha ofrecido y ofrece al mundo de hoy y la esperanza grande que le abre no es otro que el encuentro con Dios: la Verdad en la que se asienta todo. En su importante y emblemático viaje a Estados Unidos, dijo a los Obispos de aquella nación, con tanto significado como tiene: “el encuentro con el Dios vivo, es fuente de aquella esperanza que transforma la vida de la que habla el evangelio”. Es lo que también ofreció a los jóvenes, esperanza de un mundo nuevo, en Colonia: “La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. ¿ Y qué puede salvarnos sino el amor?”. Cuando los cristianos, los hombres, queden impregnados por el reconocimiento de Dios, por la fe en Él, su vida se abrirá a la fuerza transformadora del Evangelio e irá emergiendo con fuerza una humanidad nueva y renovada por la verdad y el amor, la mirada de Benedicto XVI es, sin duda, una de las más lúcidas del momento, y su pensamiento, tan fuertemente asentado en la razón que afirma y busca la verdad, porque precisamente está asentado en la fe, es de los más rigurosos y bien fundados de nuestro tiempo. Él afirmó que “las personas necesitan hoy ser llamadas de nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitan reconocer que en su interior hay una profunda sed de Dios. Necesitan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su amor infinito. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Ésta es una ilusión. Sin Dios, el cual nos da lo que nosotros por sí solo no podemos alcanzar, nuestras vidas están realmente vacías”.
Con Benedicto XVI, y tantos con él, ya se está tratando de responder al desafío del ambiente laico con Dios, como la cuestión fundamental, y luego con Jesucristo, como la respuesta de Dios. Esta ha sido y está siendo la gran aportación del Papa Benedicto XVI, el Papa del amor y el Papa de la esperanza, el Papa de la verdad, y, por eso, el Papa que nos abre a un gran futuro, el Papa que ofrece los fundamentos de la democracia y de la paz, que no son otros que los derechos humanos fundamentales, correspondientes a la verdad misma del hombre, creatura de Dios. Ojalá escuchemos su voz y acojamos su legado.