Antonio Cañizares Llovera
Cardenal Arzobispo de Valencia
Entramos –esperamos–, en proceso de normalidad. Ahora a todos nos queda la grave responsabilidad de arrimar el hombro y de trabajar, con la ayuda de Dios –absolutamente necesaria e imprescindible– y de todos para alcanzar el bien común.
Haríamos muy bien en recuperar lo mejor de la etapa de la transición, que no miraba al pasado sino que nos abre al futuro, que aún sigue abierto, y trabajaba y trabaja para el futuro. En estos momentos son muy fáciles las críticas y el esperar agazapados los errores del contrario, para darle el zarpazo. Ese futuro, como la transición, nos reclama a todos edificar sobre la base de la concordia, que es lo más hermoso de la transición y lo que la constituye, edificar sobre roca firme, la de la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, y no sobre las arenas movedizas del relativismo o del engaño y la mentira que son incapaces de sostener un edificio ante las tormentas de las dificultades.
A los cristianos, a la Iglesia, nos corresponde ser Iglesia y no callar ni guardarnos para nosotros, como el empleado holgazán de la parábola, este denario que se nos ha dado para compartirlo y negociarlo con los demás: aportar lo que somos y tenemos con libertad, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, asentarnos sobre el fundamento y roca firme puesto por Dios. Sencillamente anunciar a Jesucristo, dar a Jesucristo, comerlo para que se transforme en nosotros en alimento de vida, y en luz, y adorarlo, conocerlo en su verdad válida para todos y reconocerlo. Sólo así contribuiremos a la renovación de la Iglesia y de la sociedad. Hay muchos ruidos que nos impiden escucharlo; y se interponen, porque los hay, muchos bultos que nos impiden verlo y muchas sombras ante las cuales nuestra mirada se siente impotente para verlo.
Es hora de no tener miedo y de no encerrarse en los espacios tranquilos de nuestros edificios seguros. Es hora de salir, como en Pentecostés, donde están los hombres y dar testimonio valiente y confiado de Jesucristo y mostrar el hombre nuevo, la humanidad que en Él se les ofrece, para que cambien su corazón y su mentalidad. Todo puede ser de otra manera, si vivimos en la confianza de que para Dios nada hay imposible, pero hay que ponerse a ello sin dejar de orar o aparcando la fe al salir a donde están los hombres.
Es hora de recomponer el tejido de nuestras comunidades eclesiales, para retejer una sociedad nueva donde la fe no sea arrinconada ni desechada como algo inútil e inoperante. La fe es lo más provechoso para el hombre y su futuro, su gran esperanza, ¿y ésto nos lo vamos a callar y guardarlo sólo para nosotros? ¿Tan egoístas seríamos? Si lo hiciéramos, ¿no estaríamos defraudando a los hombres, robándoles algo que les corresponde y que también les corresponde para edificar una humanidad a la que pertenecemos todos? Es más, si Dios, como es cierto, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, ¿vamos nosotros, que nos decimos creyentes, a privarles de esa salvación y de la verdad que nos hace libres, y se realiza en el amor?.
Vivimos unos momentos muy importantes y creo firmemente que la Iglesia puede y debe ofrecer la luz que en ella está presente, que no es otra que Jesucristo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; ella no es el sol, sino como gustaban decir antiguos Padres de la Iglesia, es la luna que recibe la luz del sol, Cristo, y que alumbra y guía en la noche. El pueblo que caminaba en las tinieblas, leemos en el profeta Isaías, vio una luz grande y la luz brilló y guía nuestros pasos en medio de esa obscuridad. La luz es Cristo que ilumina en la Iglesia y a través de ella. Esta es la misión de la Iglesia, siempre y ahora también: ser luz, iluminar, alumbrar y guiar los pasos de la humanidad. Esto no es arrogancia ni menosprecio o minusvaloración de nadie ni de ninguno. Esto es amor y respeto a todos, sin exclusión, sino que como su Señor, el Siervo de Yahvé, pasa por el mundo haciendo el bien, trayendo y sembrando concordia y reconciliación, difundiendo semillas de Evangelio y de fe en el mundo, trayendo amor, paz y perdón, trayendo sobre todo a Dios.
La Iglesia ante tantos problemas que tenemos no tiene otra respuesta que Jesucristo. Él mira con ternura a todos y cada uno de los hombres, los ama con pasión y se entrega y despoja por ellos sin reserva alguna, se inclina para curar y no pasar de largo de cualquier hombre robado, herido y tirado fuera del camino por donde pasa el resto, se hace último para servir a todos como esclavo de todos, se abaja y hace suyo, en solidaridad sin fisuras, el sufrimiento de los hombres; así trae la paz y planta en la tierra la misericordia, que incluye y va más allá de la justicia. Nos muestra de este modo que no es la prepotencia, ni el estar satisfecho de sí o del logro de los propios intereses, ni el poder o el mando sobre los otros, lo que nos da firmeza, solidez y seguridad de progreso y desarrollo, sino la capacidad de amor y misericordia, y ésta depende del reconocimiento de Dios que Él mismo nos desvela en una carne como la nuestra. La Iglesia mira con la misma ternura y con la misma libertad con la que mira y actúa Jesucristo, que no es otra que la libertad para amar al hombre, a todo hombre, la que refleja el rostro de Dios; la Iglesia mira a los hombres, con la mirada misericordiosa de Jesucristo, y, a partir de ahí, les abre a la esperanza de que todas las cosas pueden empezar siempre de nuevo y de reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta. La Iglesia está para decirles a los hombres: «Hay un Dios que te pensó y te dio la vida, que te ama personalmente y te encomienda el mundo; que suscita el deseo de libertad y el deseo de conocer, que quiere la dignidad de todo hombre. Por esto, permítanme, queridos lectores, confesar ante todos, con humildad y orgullo: «Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre, vino a revelar esta verdad, con su persona y su enseñanza».
Esto es lo que la Iglesia, nacida para servir y ser enviada en favor de todos los hombres, ofrece a quien quiera escucharla. Nada más. Y esto, que es manifestar toda justicia y lo que Dios quiere en su infinita benevolencia, lo hace como su Señor, el Siervo de Yahvé: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con verdad. No vacilará, ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país», el Reino de Dios, Dios y su voluntad, que es Amor. Esta es la Iglesia de hoy y de siempre. Que nos dejen ser Iglesia y que dejemos que la Iglesia sea lo que es. Ahí su contribución al futuro y el progreso. ¿A quién daña esto? A NINGUNO. Y A TODOS SALVA.