En el desierto de Lima, en aquel lugar árido, sin agua, sin nutrientes, con montañas de arena carente de todo, menos de necesidades, el sacerdote valenciano Vicent Font puso una semilla que fructifica. Allí se levanta desde el año 2010 el colegio Santo Tomás de Valencia. Un colegio que, con 809 alumnos a día de hoy, es el único de la barriada de Adesesep Profam. Son pues 809 semillas que con mucha dedicación fructifican, al tener una formación, antes impensable.
❐ ALBERTO SÁIZ | 20.10.22
El padre Vicent Font (Gata de Gorgos, 1970) siembra personas y valores cristianos en el desierto de Lima (Perú). En unos cerros polvorientos de arena gris oscura frente al oceáno Pacífico, lugar que debería ser idílico, se presenta la cruda realidad de la miseria. Varios montículos muy empinados, están repletos de casas de madera y tejados de uralita, asentadas sobre cimientos de neumáticos viejos de coches, para amortiguar sismos y nivelar el terreno. Los hogares allí no tienen agua corriente, ni saneamientos, y algunos ni luz, por no hablar de otros servicios. En el borde del camino de rodadura, se van sucediendo cientos de cisternas de agua, conectadas por mangueras de jardín con no más presión que la altura con respecto a la casa a la que pertenecen. Un camión pasa de vez en cuando a rellanar las cisternas de aquel que lo necesite y lo pague.
En aquel lugar árido, sin agua, sin nutrientes. Montañas de arena carente de todo, menos de necesidades. El padre Vicent puso una semilla que fructifica. Allí se levanta desde el año 2010 el colegio Santo Tomás de Valencia. Colegio que, con 809 alumnos a día de hoy, es el único de la barriada de Adesesep Profam. Son pues 809 semillas que con mucha dedicación fructifican, al tener una formación, antes impensable. Esos niños y niñas, reciben la formación básica completa. El colegio imparte Infantil, Primaria y Secundaria. Muchos, una vez cumplida su etapa educativa, se ponen a trabajar para ayudar a la economía familiar. Más de un tercio de ellos continúan su formación en estudios superiores, gracias a las becas y convenios que tiene el colegio con institutos profesionales y con la universidad católica de Lima.
“Apoyeu-nos, apoyeu-nos”, grita el padre Vicent. El dinero es al colegio, como el agua a los sembrados, imprescindible. Allí la sequía es mucha y el dinero poco. Más de una noche el padre Vicent no ha dormido pensando en cómo poder pagar las nóminas de los 41 profesoras y personal del colegio, pues ni el agua, ni el futuro están asegurados. Los doce años que existe el colegio ha sido gracias a la ayuda de algunas instituciones y de personas particulares que aportan su granito de arena a aquel desierto sembrado de letras, carteles, dibujos y colores.
“Es de bien nacidos ser agradecidos” por eso Vicent se acuerda de todos y cada uno que lo han apoyado. Da gracias a la buena gente: amigos, familiares y feligreses de Gata de Gorgos, Xàbia, Valencia, Bétera, Torre de Lloris, Ondara, Barxeta, Beniarbeig, Llocnou, algunos de Madrid e Italia, y sobre todo al colegio Santo Tomás de Villanueva, de Valencia.
En el año 2007 el padre Vicent llegó a Lima, como párroco del barrio de Santa Rosa del Mar, a una hora de la capital peruana. En 2010, unos feligreses le hablaron de una nueva barriada de chabolas ubicada detrás de la montaña y le propusieron hacer una capilla para aquella gente. Hasta allí solo se podía ir con vehículos 4×4 pues no había ni tan siquiera caminos para llegar, tuvieron que entrar desde la costa. Al llegar allí se dio cuenta de que muchos niños deambulaban por los solares arenosos, aun siendo día y hora de estar en el colegio. Fue así como, iluminado por aquella realidad y por el Espíritu Santo, les dijo a los feligreses que le acompañaban: “Claro que habría que hacer una capilla, pero lo que es aún más necesario es un colegio para aquellos niños”. Desde aquel día subió a celebrar misa. Lo hacía sobre unos ‘palets’ de madera dejados caer sobre el suelo arenoso, creando un pequeño altar.
En realidad lo primero que plantó Vicent en aquel desierto de arena fue una sombrilla de Coca-Cola, una mesa y una silla. Allí se puso junto con María Elena, ahora directora del colegio, con unos folios a inscribir a los primeros niños.
Era tanta la falta de escolarización que las madres los apuntaban, aunque solo veían allí, una sombrilla y dos personas con más ilusión que medios. Tal era la estampa que cuando el obispo fue invitado a conocer la capilla y le explicaron que estaban haciendo un colegio, les dijo: “O me falla la vista o me falla la fe, ¡aquí no hay nada!”.
En enero de 2011 el colegio empezó a funcionar dando formación a 83 niños, con solo seis pequeñas aulitas de madera y tejado de plásticos, donadas por unos empresarios valencianos amigos de Vicent. Con el tiempo, cuando llovía, el agua calaba por los tejados de madera y plásticos envejecidos. Se creaba tanta humedad que los mosquitos criaban dentro del aula, hasta llegar a tapar los cristales de las ventanas cuando exclosionaban los huevos y prentendían salir del aula en enjambres.
Ahora las aulas son prefabricadas, pero de mucha más calidad. El gobierno peruano, en la pandemia, y visto que el colegio daba servicio a tantos niños, colaboró con 30 aulas prefabricadas de metal, térmicamente aisladas y sin goteras.
El ‘riurau’
El padre Vicent lleva a Gata de Gorgos, en todo momento, en su corazón, en su acento, en sus anécdotas, en sus aprendizajes y en su picaresca. Su casita en Santa Rosa tiene “riurau”. Es una alegoría súper mínuscula de la casa de campo familiar de Gata de Gorgos. Una reminiscencia espacio/temporal de su niñez y la época dorada de les ‘les panses’ en la comarca de la Marina. El ‘riurau’ es un porche delante de la casa de campo, con ojos ‘els ullals’, suficientemente amplios para entrar, por la noche y en caso de lluvia, los cañizos donde secaban los racimos de las uvas moscatel para hacer ‘les panses’. En su caso a escala familiar. En su momento fue una industria próspera. Se exportaba sobre todo a Inglaterra, donde de usaba para el ‘biscuit’ por excelencia, el ‘Plum Cake’. La filoxera y la competencia de la uva americana en la ley seca, acabaron con aquel esplendor. Y el tiempo también acabó con la infancia de Vicent.
De joven ya el seminario, participó en #VeranoMisión en Perú, junto a Álvaro Almenar. Estuvo en la parroquia Santa María de la Providencia, en Lima. De la mano de los también sacerdotes valencianos César Buendía y el fallecido Vicente Folgado. Allí se le abrió el gusanillo de su vocación misionera.
En el ‘riurau’ de Vicent pocas pasas se pueden secar. Demasiado pequeño y cerrado por ventanales, es el espacio menos estrecho de la diminuta casa. Es sala multiusos, comedor, salón y, apartándolo todo, también espacio, cuando toca, para reuniones de los grupos de matrimonios. Vive con la única compañía de sus dos perros, ‘Llop’ -un pastor alemán- y ‘Fosca’ -un ‘canis arbolensis’-. La guasa y la risa, junto a la fe, son los antídotos para no acabar preso de la locura. La misión, casi imposible, de poder pagar las nóminas cada mes, más imprevistos, y mejoras que van surgiendo, volvería loco a cualquiera.
‘Al alba, al alba…’
El padre Vicent se encarga ahora del colegio y de lo que allí llaman ‘Capilla de la arboleda’ en un barrio de 2.000 personas. La misa, entre semana, es al alba. A las cinco y media el Rosario y a las seis, misa. A esas horas son pocos los feligreses, pero muy devotos.
Luego al colegio, que es su mayor ocupación y preocupación. Es muy ‘charraor’, bromista y risueño. Hundiéndose los pies en la arena, va de un lugar a otro por aquel paraíso formativo y desértico por él creado. Todo es arena, tan solo las aulas se libran de la arena fina, blanda, suelta y algo polvorienta. Los barracones, algo elevados, son cubos independientes. Tienen salida al exterior sobre una rejilla inclinada para salvar la altura y para evitar la arena. También hay en cada aula una escoba para que aquellos granos, que entran pegados a los zapatos, sena expulsados fuera de nuevo. Tanto profesoras y niños se encargan de ellos.
Vicent está siempre allí, hablando con unos y con otros para ayudar a la directora y profesores en cada cosa que surge. También se dedica, junto al psicólogo, a acompañar a los niños en sus diferentes etapas, haciendo de director espiritual y personal. Los adolescentes tienen visitas personales con él. Su figura, su presencia, el acompañamiento y la cercanía, son indispensables. Por eso a Vicent Font todos le dicen ‘el padre Vicent’. Desde el colegio también se hace formación/educación de padres. Allí, en su gran mayoría, las familias son desestructuradas. En la barriada hay muchas madres jóvenes, solteras y con varios niños a su cargo. O cuanto menos los padres, varones, se pasan el día trabajando fuera de casa y no dedican tiempo a los niños. Dentro de algunas familias son muchos los peligros que acechan a los niños: alcoholismo, malos tratos, abusos, explotación…
No vive quien no tiene pasiones. Y Vicent encontró allí su vocación y su misión. En la nada sembró, y sigue cultivando su pasión. No es otra que la de dar educación y formación cristiana a cada niño de aquella barriada. que en primera línea de playa se levanta frente al océano Pacífico. Donde la humedad y nubes del océano, crean una niebla, en esta época del año que impide ver el sol casi todos los días. La luz de la formación y la esperanza la ponen todos los días el Padre y los profesores del colegio Santo Tomás de Valencia.