Si pudiésemos representar gráficamente la situación en la que nos encontramos, es posible que la imagen se pareciese bastante a la de un río muy crecido, desbordado, como consecuencia de las intensas lluvias o a la de un vaso al que no le cabe una gota más de agua y que comienza a derramarse.
Teniendo estas dos imágenes en la mente, no es difícil mostrarse de acuerdo en que la realidad parece no darnos respiro, en esta sucesión de crisis que acumulamos unas sobre otras, sin tiempo para reparar lo que cada una de ellas resquebraja.
Este escenario es perceptible para el conjunto de la sociedad, pero lo es especialmente para las familias sin ningún tipo de ingresos o para aquellas sin ingresos estables. Para ellas, cada crisis no es solo “un nuevo revés”, sino uno más entre un cúmulo de obstáculos que se suman a situaciones muy complejas, de mucha dificultad y sostenidas en el tiempo. Para estas familias, llueve sobre mojado.
Independientemente del aumento de precios, la crisis covid-19, la guerra de Ucrania y demás asuntos coyunturales, estamos ante un problema estructural que, además, afecta mayoritariamente a las familias con ingresos inestables y en situación de mayor vulnerabilidad.
La evidencia principal es que estas familias han perdido poder adquisitivo, no solo por el reciente aumento de precios, ni tampoco por las distintas crisis que hemos encadenado en tan solo tres años, sino por la situación de inestabilidad y precariedad con que afrontan cada uno de esos momentos. Y es importante tener en cuenta que el punto de partida de la crisis covid-19 no era para nada similar al punto de partida de la crisis de 2008. Ni qué decir tiene la situación desde la que afrontan ahora las familias las subidas de precios, alquileres, suministros, hipotecas, etc.
Las familias deben seguir cubriendo sus necesidades básicas para una vida digna, pero lo tienen que hacer con menos ingresos. Y la fórmula no es difícil de entender: a menos ingresos, más dificultad para garantizarlas.
Esto se traduce en reducir el gasto en alimentación; no comprar artículos socio-sanitarios necesarios como gafas, prótesis, audífonos, etc.; no seguir dietas o tratamientos por no poder pagarlos; reducir el consumo de electricidad, calefacción, gas, etc.; cambiar de vivienda a una opción más barata pero quizá inadecuada para las necesidades de la familia; renunciar a las actividades de ocio y extraescolares de los menores; dejar de comprar material escolar; reducir las relaciones sociales y un largo etcétera que restringe el pleno disfrute de los derechos humanos de cientos de miles de personas en nuestra Comunitat.
Podríamos pensar que las familias toman estas decisiones o activan estas estrategias desde la libertad de elección, pero no es así. Mantenerse activados, en ocasiones, les lleva a tomar decisiones que pueden incluso perjudicarles y, finalmente, las familias sin ingresos o sin ingresos estables, renuncian a sus necesidades básicas, por no poder hacerles frente económicamente.
No debemos analizar esta situación solo a partir de cuestiones coyunturales para encontrar la explicación a lo que está ocurriendo, sino que la mirada debe ampliarse para abrazar también aquellas cuestiones estructurales que perpetúan situaciones de pobreza y exclusión. El contexto que vivimos nos exige un análisis social, económico, político, demográfico, etc., que trate de explicar los fenómenos que se producen, se agravan o se pueden anticipar o prever, con la finalidad de evitar que ocurran o para intentar mitigar las consecuencias. No solo necesitamos políticas públicas de rescate, sino también de prevención.