La Iglesia, siguiendo a su Señor, se siente próxima a todos los que sufren y se dirige con misericordia y compasión hacia ellos, particularmente hacia los enfermos. Enviada a proclamar la buena nueva a los más pobres y desvalidos, la Iglesia se siente especialmente cercana a los que, por la enfermedad, padecen en su carne, el dolor, la angustia, el sufrimiento, la soledad. En cada uno de ellos ve la imagen de Cristo Salvador y, por lo mismo, el rostro de Dios.


La Iglesia conoce a Dios en el Crucificado. Ante tanto dolor y sufrimiento, ante tanta enfermedad que quiebra al hombre y le hace experimentar su impotencia, sus límites y su finitud, ante tanto llanto y angustia que acompaña el largo camino de la historia humana, el hombre se pregunta “¿Dónde está Dios? ¿Se le puede encontrar acaso? ¿Dónde?”. La Iglesia responde: “Donde Él se nos ha mostrado: colgado del madero de la Cruz. Ahí vemos a Dios que hace suyas las miserias y los sufrimientos de los hombres. En el Varón de dolores, en el Siervo paciente. En el que tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”.

Cristo, Hijo de Dios vivo y hermano de los hombres, por su vida identificada compasiva y cercanamente con los enfermos, con los que sufren, con los maltrechos, y por su pasión, muerte y resurrección ha dado un nuevo sentido a la enfermedad, al sufrimiento, a todo dolor y llanto desde entonces el sufrimiento nos configura con El y nos une a su pasión redentora. Desde entonces hemos podido comprobar que Dios está en el sufrimiento, sufriendo con los que sufren; ahí muestra su amor sin límites que lo llena todo hasta ese abismo del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte : en definitiva de la quiebra y vacío del hombre.

Los enfermos, los que sufren, los que viven bajo la prueba y los que se enfrentan con el problema de la limitación y del dolor o de la soledad pueden dar un sentido a esta situación: En la cruz de Cristo, en la unión redentora con El, en el aparente fracaso del Hombre justo que sufre y que con su sacrificio salva a la humanidad, en el valor de eternidad de ese sufrimiento está la respuesta.

Los que sufren, los que están inmersos en el dolor, los que se encuentran bajo la enfermedad, o en la soledad de la vejez o de la incomprensión, o la debilidad de las fuerzas que les hace sentir aún más la necesidad de la compañía amiga y querida, en la dura soledad y el .olvido a veces de los suyos incluso, lo cual es mayor amargura, tengan presente la verdad que Dios está a su lado, les quiere y los acompaña, no los deja abandonados a la soledad; miren si no a Cristo, mírenlo al lado de los enfermo, curándolos y sanándolos, mírenlo clavado y suspendido del leño; mírenlo agonizando y abandonado de los hombres, pero no del amor del Padre que está y encuentra todo en Él; miren su inmenso dolor: Ahí tienen el Hijo de Dios, que no pasa de largo de Las heridas y dolores de los hombres, identificado con los hombres, amando a los hombres, rescatando a la humanidad sufriente, redimiendo y salvando a los hombres y que quiso ser reconocido por los hombres en ese amor suyo y de los suyos: “estuve enfermo y me visitaste”. Ahí está el secreto de Dios, el secreto de un amor infinito que se entrega todo por los hombres para liberarnos de lo que nos amenaza: el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte. Miremos a Cristo, a su amor y veremos en Él el amor de Dios, el amor del Padre que nos acompaña.

Me quedó esto muy claro en la siguiente anécdota: Era Arzobispo de Granada y visitaba en visita pastoral el pueblo más alto de España, en las Alpujarras granadinas de su Sierra Nevada Trevélez, como tengo por costumbre en mis visitas pastorales de visitar a los enfermos y a los que sufren una mayor soledad, fui a visitar a una ancianica en la parte más alta de Trevélez. Era viuda, de más de ochenta años, no tenía hijos, ni sobrinos ni nadie con ella; vivía en una vivienda con un sola habitación donde cabía la mesa, la cama, tres sillas, un hornillo de gas, el baño de dos por dos estaba fuera en la calle, con una luz tenue de 25 vatios, sobre la mesa un rosario y unas estampas de la Virgen de las Angustias y un Cristo; cuando entré le dije: “¡qué solica que está usted!”, y dándome una gran lección, me repuso, con la sonrisa en los labios y ojos de alegría: “Solica sí, pero no de Dios”, señalándome las dos estampas y el rosario. ¡Qué bien había comprendido esta ancianica la verdad de que Dios no nos deja solos, que está con nosotros y nos acompaña en la soledad; aquella bonísima mujer que tenía a Dios con ella y vivía de Dios y le invocaba con la oración no se sentía sola, sino acompañada por Dios y le hablaba y le rezaba. Esta es la verdad de Dios y del hombre: lo ama y no lo deja solo, en la soledad sentimos su compañía y su consuelo al invocarle.

Queridos hermanos a los que están solos, ancianos y enfermos, y podremos ayudar a que vean a través nuestro, de nuestra compañía y visita, que Dios los quiere, verán la ternura de Dios y que no están solos y brillarán con la alegría de que así son queridos por Dios, con esa ternura.