Cardenal Antonio Cañizares
Arzobispo de Valencia
El domingo pasado, tercero de Adviento, domingo de la alegría, celebramos también la fiesta de la Virgen de Guadalupe y dije entre otras cosas:) Se apareció, en 1531, en el cerro Tepeyac de Méjico al indiecito, pobre y humilde, siervo, Juan Diego, hoy San Juan Diego y le dijo: “Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que soy la siempre Virgen María. Madre del verdadero Dios, por quien se vive; del Creador, cabe quien está todo, Señor del cielo y de la tierra”. Ella, perfecta y siempre Virgen, Madre del verdadero y único Dios, Creador y Señor del Cielo y de la tierra. Ella es, en efecto, para Méjico, para todo el continente americano, pero también para todo el mundo, signo y mensaje de confianza plena, de cumplimiento de la esperanza que Dios ha sembrado irrevocablemente y ha abrigado en nuestro corazón, en el corazón de los hombres, desde los primeros momentos de la historia.
En medio de tantos dolores de entonces y de ahora, en medio de penas, sufrimientos y enfermedades, en medio de dificultades y contradicciones, Ella, siempre y en todo momento, sigue diciéndonos lo mismo que el indiecito San Juan Diego, afligido y angustiado por la enfermedad grave de su tío, escuchó de sus labios, los de María: “Oye y ten entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se te turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí? ¿No soy yo tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has de menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá de ella; está seguro de que sanó” (Y sanó).
Estas palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego, a lo largo de siglos hasta hoy, siguen teniendo para todos la misma y plena actualidad y vigencia, en y fuera del templo que Ella pidió edificar para mostrar su ternura y solicitud maternal para con los pobres, los afligidos y sumidos en la desgracia y el dolor que la invoquen: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”. Estas palabras conmovedoras de la siempre Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, en este mundo herido de tanta desesperanza, nos invitan a la esperanza, a la confianza, al abandono en sus manos y corazón maternal, así allanaremos y prepararemos el camino del Señor, como allanó por completo María en su confianza incondicional e inquebrantable con su SI a lo que Dios le pide: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según , tu palabra”. Ella, en este día, nos invita a confiar en el Omnipotente y Misericordioso, que nos guía, nos guarda y cobija.
En aquella aparición de 1531, la Virgen expresa a San Juan Diego la misma voluntad, que siglos más tarde manifestará a santa Bernardita Soubirous en Lourdes: Y es que el mundo siempre tiene necesidad de una Madre que atienda tantas miserias como envuelven a los hombres, hoy como entonces. Quiere María una casa donde acoger a sus hijos y revelarles su amor, donde sanar enfermos y pecadores, donde dar consuelo y fuerza a los tristes y fatigados: esa casa es la Iglesia a la que afluyan continuamente “peregrinos, hijos de Eva”, un río interminable de hijos de Dios al encuentro con la Madre de Cristo, madre de compasión y su Hijo salvador, carne, humanidad de la misericordia infinita de Dios. “Allí, dijo Ella a san Juan Diego, daré a cada uno mi amor personal, mi auxilio; allí escucharé su llanto y tristeza para curar penas, miserias y dolores”: “allí, en la Iglesia…”. El gozo, el consuelo y la confianza en la solicitud maternal de María, es allanar los caminos para que llegue a nosotros la sanación, la salvación, la esperanza de los hombres: Jesucristo.
La Virgen Guadalupana, como señaló San Juan Pablo II en Méjico, sigue siendo “aún hoy el gran signo de la cercanía de Cristo, al invitar a todos los hombres -y todos los pueblos- a entrar en comunión con Él para tener acceso a Dios”, que es Amor, rico en misericordia y piedad, atento a todos los que le invocan y ponen en Él su confianza. La Virgen de Guadalupe señala el camino de futuro y esperanza para los pueblos del continente americano y del mundo entero. Es luz que ilumina el camino hacia el futuro esperanzador de nuestros pueblos. Que Ella, la Virgen María, Nuestra Señora de Guadalupe indique a la Iglesia y a todos los caminos mejores que hay que recorrer, para hacer presente, anunciar y llevar de nuevo el Evangelio que trae la misericordia, la paz, el consuelo, y la alegría, la salvación y la liberación, para todas las gentes, como nos muestra su ternura de Madre de Dios y Madre nuestra la Guadalupana”.
Que nos ayude a todos a llevar la alegría profunda y la inmensa y cierta esperanza que Ella lleva en su seno, el fruto bendito de su bendito vientre, Jesús. Que Ella ayude a Méjico, la nación querida y hermana, a todos los pueblos de América y España, hermanados en la misma cultura y lengua aún con la misma sangre, en el mismo destino, en la misma fe, y guiados por María, la Guadalupana. Es el camino que todos juntos, unidos en una unidad muy profunda y sin fisuras, hemos de recorrer los pueblos de América y España. Ahí, en ese caminar juntos, bajo María, está nuestro futuro lleno de esperanza.
Invoquemos a María, Madre de la alegría, que nos dé fuerza para tratar de llevar la honda alegría de haber conocido a Dios, Amor y misericordia, en su Hijo Jesucristo, rostro humano suyo; que nos ayude a trasparentar en todo esta presencia de la alegría liberadora y el consuelo de Dios-con-nosotros. Ella, en su singular ternura misericordiosa, nos ayuda, como dice san Pablo, a estar siempre alegres, a ser constantes en orar y en dar gracias, a que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios en Cristo a favor nuestro, a no apagar el espíritu, quedarnos con lo bueno, a guardarnos de toda forma de maldad, a que todo nuestro ser sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Ella nos llama e invita como su Hijo a ir y contar lo que estamos viendo y oyendo en Jesús, por medio de su Iglesia, nos llama a evangelizar y dar la buena noticia a los pobres, con obras y palabras que son amados por Dios.
Este es nuestro norte diocesano, como nos marca nuestro Sínodo Diocesano y se puede ver en el libro de las Constituciones Sinodales que intentamos llevar a cabo con la obra de una nueva evangelización.
Tened por seguro que la alegría que brota del amor de Dios nadie nos la podrá arrebatar. Esto es posible, si como, al igual que María, creemos y confiamos plenamente en Dios, que nos ha llamado, es fiel y cumplirá sus promesas. “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Dichosos nosotros si nos fiamos de Dios, si creemos en Él, dichosos los pueblos y naciones que confían en Dios, porque entonces se manifestará la alegría y el consuelo de Dios en la tribulación, que es el saber y comprender que nos ama sin límite alguno, infinitamente, en un verdadero derroche de gracia y de generosidad, en su Hijo, Jesucristo. Aquí, en la Eucaristía, se hace presente, se cumple y actualiza esta visita de Dios a su pueblo, y nos llena de gozo y esperanza.