Queridos todos, hermanos y hermanas en el Señor: ¡Es la hora de la fe y de la confianza, no del miedo ni del pánico! Digo esto ante la epidemia del ‘coronavirus’, que tan atemorizados y atados nos tiene a la población, y que el Presidente del Gobierno de España calificó de “emergencia de salud pública global”. Caminamos, como los discípulos de Emaús, desconcertados, como echándose las sombras de la noche encima. Andamos perplejos y sin esperanza por lo que nos pasa, sin claridad en el horizonte de hacia dónde ir, pero, al mismo tiempo, con la certeza de que no estamos solos, que Alguien va con nosotros; urge en esta situación caer en la cuenta de quién nos acompaña, el Señor, en esta situación, y abrirnos a la esperanza por esta compañía que no nos deja solos. Es necesario volver a Dios, orar, suplicar su actuación compasiva. Nadie o muy pocos lo dicen o dirán, pero en estos momentos duros que atravesamos es preciso, como hijos necesitados, que volvamos al Padre misericordioso y Dios de todo consuelo; porque lo hemos o estamos olvidando.
Volvamos nuestro corazón y nuestra mirada a Dios, al rostro compasivo de Dios, frente a las insidias del enemigo que nos quiere devorar -porque algo o mucho de diabólico hay en esta circunstancia o epidemia-; escuchemos su voz y supliquemos a Dios y a la santísima Virgen, Madre de los Desamparados, implorando su auxilio que tanto necesitamos ante la grave, para algunos o muchos, angustiosa situación que vivimos.
En los momentos cruciales que vivimos en el mundo y particularmente en España y en Valencia, sentimos la gran necesidad de acudir a la oración. Esto no por evasión ni huida, ni por cruzarse de brazos, o alienación alguna; todo lo contrario, porque la oración sincera hecha desde la fe es el mayor de los realismos y del compromiso con nuestro pueblo, la más poderosa arma amiga y filial con que contamos los creyentes y todos los humanos. La oración es confiar en Dios y a Dios, para quien nada es imposible, las situaciones duras y aparentemente sin salida pueden ser cambiadas; y la oración es el arma poderosa de los creyentes buscando la ayuda de lo alto de donde, con toda certeza, nos vendrá el auxilio; es reconocer y confesar con total confianza que de la debilidad y la incapacidad no es posible que nos venga la vida, el aliento y la esperanza.
Sentimos la necesidad de ver más claro, que se nos abran los ojos, de superar cegueras y obcecaciones, de suplicar la ayuda y el favor de Dios sobre nosotros, sobre todos y cada uno de los hombres, sobre la sociedad y sobre la Iglesia, sobre nuestras familias y sobre nuestros pueblos con sus inquietudes y sufrimientos. En momentos difíciles y cruciales como los que atravesamos me surgen espontáneas las palabras del Salmo: “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor”. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y los sufrimientos de los hombres, son también de la Iglesia y los hace suyos, son también de nosotros, los que creemos en Dios y en su Hijo Jesucristo, y nos acercamos a su madre y nuestra Madre, la Virgen María, Madre de los Desamparados e Inocentes. Nada que sea verdaderamente humano le es ajeno a Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha asumido todo lo humano menos el pecado; nada verdaderamente humano nos es ajeno a la Iglesia, como no le es ajeno a Jesucristo y a su humanidad, que es la nuestra. ¿Quién se atrevería a decir que le es ajena a la Iglesia la situación delicada que atravesamos, los sufrimientos que en estos tiempos se ciernen sobre nuestra población, o que no le importan los dolores, las expectativas, o las tensiones entre los hombres o que no debe meterse en esas cuestiones -no sólo técnicas, médicas, o concernientes a las autoridades sanitarias- de la situación actual originadas o derivadas de esta epidemia, todas ellas tan humanas y con tantísimas connotaciones profundamente humanas y tantas repercusiones y graves consecuencias humanas que afectan tan directamente a lo más serio del hombre? Por esto rezamos, tratando de conocer, buscar y cumplir la voluntad de Dios manifestada en Jesucristo, que vino a cumplir su voluntad y mostró su compasión con los enfermos y elevando los ojos al cielo pidió por los necesitados y sin fuerzas, y se mostró con misericordia para con todos, especialmente los pecadores y los que andaban como ovejas sin pastor y sin sentido por la vida.
Dios escuchó, escucha el clamor de su pueblo: esta es la verdad de nuestra fe. La oración es el signo del hombre que cree. Y como personas que creen les pido a los que sepan rezar -rezar es muy fácil- que recen, que oren ante Dios para expresarle nuestra vuelta a Él, nuestra confi anza en Él, la profesión de fe en Él que sabemos nos quiere y que todo lo puede porque es amor infi nito y misericordia sin límite que no se agota y que se renueva sin cesar, que es luz que alumbra en la oscuridad que no puede ofuscarla ningún egoísmo, ni cerrazón, ni endurecimiento, ni soberbia orgullosa de los autocomplacientes de la mente o del corazón. Lo que pido es un acto de responsabilidad y solidaridad efectiva y responsable, un acto estrictamente de fe en Dios, Padre misericordioso y todopoderoso en quien confi amos plenamente y de quien esperamos la salvación, la salud, la luz, la sabiduría para saber y hacer lo que es grato a sus ojos, que siempre será el amor, la razón y la verdad. Dice un Salmo: “¡Qué dulzura, convivir los hermanos unidos!”. Por eso, mantengámonos unidos en oración, hecha en casa, en familia o en la soledad de nuestras iglesias y santuarios, ante el Sagrario. Dios quiere esto, unidad en la súplica, en la oración, que es lo que le es grato. Hay muchas personas sufriendo por lo que está sucediendo.
Y esos sufrimientos de manera impredecible pueden agravarse. En estos momentos se abre para nosotros la gran esperanza que no es otra que el amor de Dios, que no nos deja en la estacada y ha manifestado su amor hasta el extremo. Por eso hago mías, hacemos nuestras, una vez más, las palabras del Salmo: “¡El auxilio nos viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra!”. Él, con su infinito amor, está ahí asumiendo las angustias de los de siempre, los débiles como los ancianos, los últimos, los afectados que están soportando o van a soportar más que nadie las consecuencias de esta epidemia, los sanitarios, médicos, que con tanta abnegación y sentido de responsabilidad están atendiendo y previniendo a los afectados o allegados. Por eso es preciso orar unos por otros, orar por las naciones y regiones más afectadas y la totalidad de sus pueblos y de sus gentes, y orar como la mayor prueba de caridad y cercanía nuestra, como lo mejor que podemos hacer por todos cuantos formamos esta humanidad única que somos todos. La gran manifestación de caridad, de solidaridad y cercanía, de justicia para con la totalidad de nuestro pueblo, es que elevemos nuestra plegaria y clamemos desde lo hondo al Señor, todopoderoso e infinito en su compasión, que tenga piedad y nos bendiga: y su bendición es amor y paz, justicia y comprensión, ayuda y colaboración, verdad y amor, o verdad que se realiza en el amor.
En estos momentos delicados, con mis hermanos Obispos Auxiliares de Valencia, invito a la oración por quienes en esta situación crítica que atravesamos tienen la responsabilidad del gobierno de las diferentes administraciones públicas, especialmente las sanitarias, por los médicos y personal sanitario que con tanta
abnegación como generosidad cuidan de los pacientes y de la salud de todos, por los afectados incluidos los asintomáticos, por sus familias, en fin, por todos, en estos momentos de incertidumbre y dificultad que nos envuelven, pidamos para que desaparezca del mundo entero esta epidemia. Gracias a todos cuantos están contribuyendo a paliar esta situación envolvente y por lo que vienen haciendo por el bien común y el bienestar social; que todos seamos guiados por la sensatez, y el deseo de ser justos y fraternos, y con responsabilidad avanzar en el camino de la ayuda mutua y de la búsqueda de soluciones de fraternidad y de vida, don de Dios.
Que Dios esté al lado de todo para que haya cordura, razón, sabiduría, sensatez, sentido común y de responsabilidad por el bien común, de donde vendrán sabias soluciones. Que Dios muestre su bondad, su favor como nos lo ha mostrado de manera tan admirable e incomparable en el Hijo suyo enviado en carne a los hombres, a los que no desdeña llamarnos hermanos, cuyos sufrimientos ha asumido, y cuya muerte y destrucción ha vencido con su cruz y resurrección. Que ilumine su Rostro sobre España entera, sobre nuestra querida Valencia, que hace el sacrificio de aplazar sus ‘fallas’, tan valencianas y entrañables, y que hallemos en Él toda gracia, auxilio, esperanza y consuelo. Que a todos nos conceda volver a Él y disipar nuestra ceguera, que no vivamos de otra manera que confiando plenamente en su misericordia, siempre grande y fi el; que no dejemos de hacer su voluntad que es, como Jesús ora en la hora suprema de su verdad y que nos ayude a superar las tentaciones del Maligno, vencer al Maligno mismo, y nos adentre más y más en la escucha y meditación de la Palabra de Dios, que nos da la vida eterna, sobre todo en este tiempo de Cuaresma -de oración, caridad y penitencia- en el que estamos, no lo olvidemos.
Con mi afecto, oración y bendición para todos.