Queridos hermanos y amigos: Acabamos, prácticamente, de iniciar un nuevo año en el que todos nos deseamos mutuamente lo mejor, que es como desearnos que sea un año de gracia, de esperanza, abierto al don y la bendición de Dios. Que así sea para todos. Por mi parte, como sabéis, hace unos días regresé de Tierra Santa, donde, dirigida espléndidamente por nuestro querido D. Esteban Escudero, hemos tenido una tanda de ejercicios espirituales, centrada en la persona de Jesús en sus diversos lugares y momentos de su existencia histórica, en su misterio más hondo inseparable de su realidad histórica y geográfica. Esos días hemos contemplado el rostro humano de Jesús, Hijo de Dios, hemos meditado sobre los misterios de Jesús, hemos orado con gran sosiego y tiempo en aquellos lugares que fueron los de Jesús mismo: Nazaret, donde vivió la mayoría de sus días y aprendió a hacerse hombre judío, el lago en torno al cual acaecieron tantos hecho de la vida pública de Jesús, Cafarnaúm, Magdala, el sitio donde Jesús se compadeció de las gentes extenuadas y multiplicó los panes, el monte de las Bienaventuranzas, lugares todos por donde pasó haciendo el bien, curando de enfermedades, y anunció el Reino de Dios llamando a la conversión¡ hemos estado en el Monte Tabor, orando, escuchando, celebrando la Eucaristía -verdadera transfiguración-, hemos vivido el encuentro con Jesús, hecho carne, en Jerusalén, en el huerto de los Olivos, en Getsemaní, en el Cenáculo que vio la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, dirigió al Padre la oración sacerdotal y ocurrió el Pentecostés que puso en pie la Iglesia y le hizo “salir”, hemos estado en el Calvario donde murió en la Cruz, donde fue sepultado y donde resucitó entre los muertos, el lugar de la dormición de María y su asunción a los cielos. Los principales momentos de la vida de Jesús, de la redención, han sido objeto y regalo para nuestra contemplación y oración. En definitiva, han sido unos días con Jesús, vida nuestra, con la santísima Virgen María.
Han participado: 12 sacerdotes diocesanos, 5 sacerdotes hispanoamericanos estudiantes en los centros de estudios superiores de la diócesis y colaboradores en las tareas parroquiales, don Esteban y un servidor. Estos días os hemos tenido muy presentes en nuestra oración -litúrgica y personal y en la Santa Misa. Personalmente os he recordado muchísimo, os he tenido muy cerca de mí, y pensaba en lo que habríais gozado compartiendo esta experiencia única e inolvidable. ¡Otra vez será! Tal vez haya que buscar otras fechas mejores, donde otros podáis participar en una experiencia semejante, que merece la pena tenerla.
El drama de nuestro tiempo
Ahora, permitidme que comparta con vosotros unas reflexiones durante los ejercicios e inmediatamente posteriores a ellos, rubricadas el día de San Vicente Mártir, patrono principal de la diócesis, hechas con todo el amor y la fraternidad sacerdotal, sacramental, que somos, buscando lo mejor para todos nosotros, para nuestro presbiterio y para la diócesis. Viviendo aquellos días pasados en la intimidad de Jesús, el Señor y nuestro Maestro que nos ha elegido, llamado y enviado; viviéndolos en comunión plena con la Iglesia, cuya identidad y gozo más profundo es evangelizar, y en sintonía y comunión con el mundo, con sus gozos y esperanzas, alegrías y tristezas, con sus inquietudes, búsquedas, trabajos y dolores, quiero, con esta carta dirigida a todos vosotros mis hermanos sacerdotes, compartir algo que siento muy dentro de mí y que no puedo ocultaros.
La llamada de Cristo, por medio de la Iglesia, a una nueva y urgente evangelización requiere de nosotros sacerdotes el cultivo de una experiencia religiosa viva, una vida teologal intensa. Exige, ante todo, por evidente que parezca, que seamos hombres de fe, que lo que se dice vivir, vivir, vivamos, como el justo, de la fe. La afirmación del Señorío de Dios, la confesión de que Dios es Dios y reina, el reconocimiento y el anuncio de la supremacía y de la gracia del Dios único y vivo, rico en misericordia y compasión, la búsqueda sencilla y amorosa del Dios escondido que se revela en Cristo y de su voluntad por encima de todo, el vivirnos como lo que somos, “don de Dios” a su Iglesia, imprescindibles por la realidad sacramental de lo que somos, el estar fundados en la adoración humilde del Dios vivo, son dimensiones que, por más elementares que parezcan, necesitamos fortalecer en nuestra existencia sacerdotal, en nuestro presbiterio.
Desde la fe es cómo podemos percatarnos y vivir de verdad el drama de nuestro tiempo. Este drama se caracteriza por la caída del sentido de Dios en la vida de los hombres, el desplazamiento de Dios a los márgenes de la vida, la insignificancia a la que es reducido Dios por el mundo contemporáneo, con todas las consecuencias que esto entraña para la atención prioritaria a los pobres sus preferidos, a los que sufren, a los necesitados en cualquier causa Sólo desde la fe podemos percibir, como tal y con toda su dureza y laceración, esa noche oscura del ateísmo de nuestro tiempo, así como la pobreza y la angostura que entraña una vida sin Dios. Sólo cuando se vive de la fe y desde ella, como creyentes adoradores y humildes, se puede anunciar al Dios vivo y hablar de Él y actuar ante Él como misericordia, como del sólo y único necesario, que lo llena todo y se encuentra en nuestro hermano, compañero y amigo, Jesucristo, que se identifica con los pobres, con los sin techo, con los crucificados: “Creí, por eso hablé” y actué llevando su caridad. Cuando se vive bien fundado en la fe, con la solidez y firmeza que ésta da, se sabe que Dios no abandona al hombre definitivamente; que El, que en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo dejará en la estacada, por muy sin salida que se encuentre. Es la hora de avivar nuestra fe y vivir con la confianza de “un niño recién amamantado en brazos de su madre”, es confianza, como María, como su Hijo, abandonado por completo hasta la muerte en una confianza inigualable de Hijo.
Llamados a dar testimonio de esperanza
Como hombres de fe, estamos llamados, en esta hora, a mantener, vivir y difundir la esperanza en Dios y abrir así a las nuevas generaciones un futuro mejor, que sólo el Dios de la misericordia, manifestado en el rostro humano de su Hijo, tan escarnecido y humillado por nosotros. Dar testimonio de esperanza, alentar la esperanza, mirar al futuro, ayudar a abrirse al futuro y señalar caminos que conduzcan a él son reclamos a nuestro ministerio que se verán cumplidos si nos fundamos en una vida de fe. Como Pedro, también nosotros creemos y le amamos, pero necesitamos que el Señor y su gracia aumenten nuestra fe y nuestra caridad pastoral Necesitamos vivir de una fe esperanzada y amorosa en la noche de nuestro tiempo, una fe vivida en la esperanza que irradia la luz que llega a iluminar la humanidad a oscuras por el olvido de Dios y que actúa por la caridad y la misericordia. Una fe debilitada, una falta de fe, es, sin duda, la carencia mayor y más grave que pudiera acecharnos hoy. Cuando se vive como hombres de fe y de esperanza, afincados en ella, no se puede vivir resignados o satisfechos simplemente con lo que hay y ante lo que hay, ignorando al pobre y al necesitado.
La esperanza no le quita al hombre de fe nada de realismo; al contrario, desde la fe comprueba los fracasos del siglo XX marcado por la ilusión y la voluntad de llegar a una sociedad perfecta, liberada de toda injusticia y explotación, de construir por sus propias fuerzas, con sus propios ordenamientos racionales y dentro de su historia, una sociedad enteramente reconciliada y nueva. Y es que el hombre de fe es consciente de que el contenido y la realidad, objeto de la esperanza, es don de Dios y que el futuro no es obra de nuestras solas fuerzas, sino promesa y obra de la misericordia y de la gracia del Señor que viene y reclama nuestra colaboración.
Demasiados silencios
Siendo creyentes de verdad, no podemos ser ni hombres resignados, inactivos o faltos de interés, ni activistas o voluntaristas de la acción humana. Nada más lejos de los hombres de fe que todo tipo de pelagianismo o cualquier asomo semipelagiano, y nada más ausente de ellos, de sus obras y de sus inquietudes, que la falta de compromiso, de caridad y misericordia con nuestro mundo. Como hombres de fe y cristianos de esperanza, los sacerdotes estamos llamados a afirmar constantemente la fe en la resurrección y la esperanza en la vida eterna; perdida esta fe en la resurrección de la carne, como profesamos en el Credo, se desvanece el sentido de la gracia y de la misericordia, se difumina el sentido de la iniciativa y del poder salvador de Dios por el camino de la Cruz de Jesucristo y del amor sin límite, el cristianismo pierde su fuerza salvadora y se reduce a una mera ética, sin capacidad para aportar las verdaderas razones para vivir o para ofrecer algo consistente y con fuerza para impulsar la renovación de nuestro mundo. En estos años se ha debilitado la fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna; se han producido demasiados silencios sobre estas afirmaciones del Credo tanto en la predicación como en la catequesis. Con todo ello el cristianismo se reduce a una moral y deja de ser un acontecimiento de gracia y salvación, obra de la misericordia infinita de Dios.
Por evidente que pueda parecer, nuestra fe es una fe cristiana, fe en Jesucristo, en la totalidad de su Misterio, adhesión personal a Él, encuentro efectivo y personal con Él, pues sólo en Él podemos encontrar a Dios sin confundirlo extraviados por nuestros propios deseos. No hay otro camino; recorrer el camino hasta Dios, es recorrerlo con El. No necesitamos plantearnos difíciles mediaciones o acudir a complicaciones que pudieran apartar del centro, necesitamos colocarnos sencillamente ante Cristo, en toda su desnudez y realidad, en toda su encarnación e historia; lo que lo decide todo es el encuentro personal con Cristo, que “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,21), Y ahora, resucitado, vive y tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo (Cfr. Ap.1,18). Dejarnos ganar por este acontecimiento, inseparable de la Iglesia, es lo decisivo. No se trata aquí primariamente de un saber ni de una práctica, sino de algo que ocurre efectivamente entre Jesucristo y la persona del sacerdote y que lo toma desde su raíz y lo compromete. Cada instante de nuestra vida sacerdotal será como aquella gracia de la llamada de Cristo y del encuentro con Él que se renueva constantemente. Y con el paso del tiempo, nuestro gozo de ser sacerdotes crecerá y nadie nos podrá arrebatar esa alegría, porque “el amor no pasa nunca”.
En tiempos de evangelización es tanto más necesario insistir en la necesidad de revitalizar la fe, también -y tal vez sobre todo- en nosotros, sacerdotes; insistir sobre otras cosas, sin dedicarnos expresa y preferentemente a reanimar en nosotros, sacerdotes, y en los fieles, la llama de la fe y de la conversión es exponernos a la esterilidad. Los Apóstoles, los grandes misioneros que han abierto campos nuevos al Evangelio, en la historia de la Iglesia y de la humanidad, han sido hombres de fe – “creí por eso hablé”- y se han movido por la fe, han perseguido la obediencia de la fe. Sólo anuncia y transmite la fe el que la vive intensamente. Necesitamos pedir que el Señor, dador de todo bien – y no hay otro como la fe-, aumente nuestra fe, que consolide en nosotros la experiencia personal de la fe y la fidelidad teologal; se trata de la fe teologal en Dios la que cree gozosamente en Dios y le descubre como luz reconfortante en la noche del mundo o en la propia noche interior, la que pone en el centro del deseo y de la esperanza la vida eterna y la salvación personal, la que lleva a vivir con el corazón puesto en Dios y en el amor sobrenatural como norma suprema de vida.
Ante el desierto de la increencia
La evangelización parte de la fe y conduce a la fe “De fe en fe. Como dice la Escritura” (Rm 1,17). “Comenzamos a estar evangelizados cuando adoramos a Dios como Creador y Salvador, cuando esperamos con gratitud la salvación eterna, cuando comenzamos a vivir según el orden de la caridad sobrenatural en las relaciones y actividades propias de nuestra vida de cada día. A partir de ahí, el que ha sido evangelizado alcanza la paz, una paz comunicada por Dios, no por nosotros; a partir de ahí se puede consolar y transmitir esperanza; a partir de ahí la opción por los pobres y el servicio a los que sufren puede ser real, efectivo, con tiempos y lugares concretos, con caras conocidas y nombres propios; sin declamaciones, sin retóricas, sin snobismos. Pero ayudar a creer sólo lo puede hacer el que puede transmitir de verdad la experiencia, el gozo y la paz de vivir con Cristo en las cercanías de Dios, de su palabra, de su mirada, de su amor misericordioso.
Oremos, por ello, con toda confianza e insistencia: “Señor, creo, pero aumenta mi fe”, que se expresa en la caridad, en la caridad pastoral de nosotros sacerdotes. Es esa fe que necesitamos para sabernos lo que somos, presencia sacramental de Cristo sacerdote, don de Dios a su Iglesia y a los hombres, necesarios e imprescindibles para que sea la Iglesia. Esa fe que necesitamos para vivirnos no como algo inútil de lo que el mundo y las gentes de hoy no parecen tener necesidad, sino como instrumentos queridos por Dios para hacer presente su vida y la salvación de su Hijo, que sí son absolutamente necesarios para que la vida de los hombres no sea un eterno fracaso. Es la fe que lleva a decir “No hemos pescado apenas en toda la noche, pero en tu Palabra, echaremos de nuevo las redes con renovada alegría, ilusión y esperanza; ¡en tu Nombre podemos!. Todo lo podemos en Aquel que nos da consistencia y fuerza; ¡nos basta tu gracia!”.
¡Cómo necesitamos en estos tiempos tan secularizados cultivar la vida interior, la vida teologal, la espiritualidad sacerdotal! La vida teologal, eso es la espiritualidad -del presbítero-, ha de nacer del ejercicio de nuestro ministerio. Veo con gran preocupación las dificultades que nuestros tiempos oponen a una seria y profunda espiritualidad, a una firme vida teologal, del sacerdote. Pero estoy convencido de que hoy más que nunca es, a la larga, insostenible una vida sacerdotal sin que su centro sea una experiencia creyente de Dios cultivada en la oración personal y comunitaria, en la vida espiritual propia de los sacerdotes. Cuando el desierto de la increencia y el ambiente de secularización e indiferencia crecen, nuestra vida de sacerdotes no será una vida lograda, libre, gozosa y serena, confiada en su propia misión si no se apoya firmemente en Dios, en la experiencia actualizada y siempre viva de Él, si no intensificamos nuestra vida espiritual, si no la cuidamos suficientemente.
Sin una espiritualidad recia y profunda, la vida del sacerdote está en sí misma dividida, no está él mismo en lo que dice y hace. Ésa es quizá la causa principal de su desánimo y resignación. Falta a veces libertad, el buen ánimo y la confianza serena de quien día a día empeña efectivamente ante Dios su vida en lo que dice y lo que hace. Hoy más que nunca notan las gentes si hay o no distancia entre nuestra experiencia personal y las palabras y gestos que por oficio nos toca llevar a cabo. Sin un nuevo aliento no habrá evangelización. Con un nuevo aliento encontraremos las nuevas palabras, precisas. Cualquiera que sea nuestro ánimo hoy, merece la pena desandar caminos y renovarse. Siempre es tiempo, mientras hay tiempo. Dios nos ha escogido como testigos suyos en unos tiempos en los que el Evangelio puede resonar con mayor pureza, con menos hipotecas, como mensaje liberador. Pero justamente por ello el Evangelio reclama de nosotros un nuevo testimonio.
Los Apóstoles, cuando el trabajo evangelizador de aquella comunidad se iba multiplicando – hoy también se multiplica-, tomaron una decisión, que para nosotros sigue siendo normativa: “nosotros nos dedicaremos a la oración y a la predicación” (Hech 6,4). Nosotros hemos de dedicarnos a la oración y al ministerio de la Palabra; es decir, a intensificar la experiencia de Dios en nuestras vidas, mediante el “trato de amistad con El” y una profunda vida teologal, y a la transmisión de lo que Dios nos entrega para que lo demos a los hombres, a lo que hemos contemplado de Él hecho presente en la humanidad, en la carne, historia y geo-grafía, de Jesucristo. Si para cuidar este aspecto personal de la vida sacerdotal hemos de dejar algunas tareas, dejémoslas. Por nada del mundo entremos en el torbellino de lo inmediato que nos impone falta de serenidad, de sosiego y de paz en el alma; y, por eso, nos impide transmitir a los demás la paz y la serenidad que necesitan. El sacerdote es ante todo, hombre de Dios, “amigo fuerte de Dios”, testigo de Dios, hombre de fe y de oración abundante, porque sabe que la eficacia de su ministerio depende de su unión con Jesucristo.
La oración, el test de nuestra fe
Queridos hermanos sacerdotes, en este tiempo de gracia que es el Año Jubilar, a cuyas puertas estamos todavía, prestemos, por ello, y dediquemos a la oración nuestros mejores desvelos. Todos debemos orar, para que la nueva y apremiante evangelización de nuestro mundo sea real y eficaz. Todos necesitamos volver al Señor y dejarnos convertir por El para llegar a ser testigos suyos, que anuncian lo que “han visto y oído” y proclaman a cuatro vientos lo que han escuchado en la intimidad de trato con Él, “estando con Él”. Es la oración el test de nuestra fe, el punto crítico de la existencia creyente y sacerdotal. El olvido de la oración es olvido de Dios; y el olvido de Dios es olvido del hombre; necesitamos orar para acercarnos al hombre: es la oración garantía de humanización de nuestro mundo, y de vida llena de ánimo y coraje, de ilusión y esperanza, de alegría y ganas para evangelizar “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. ¡Sí debemos vivir esta palabra, Palabra divina, es necesario “orar sin desfallecer”.
Vuestro Obispo necesita “orar sin desfallecer”, orar más. Dedicarse más a la oración, como los Apóstoles. También los sacerdotes, ministros del Evangelio, necesitan “orar más sin desfallecer”, tener trato de amistad con el Señor, para que su palabra no sea sino la que le ha escuchado a Él y manifieste lo que junto a Él y en unión con Él “han visto y oído”. Decía el Papa San Juan Pablo II en la ordenación sacerdotal que tuvo lugar en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla: “No podemos olvidar que una de las imágenes que los evangelios nos muestran repetidamente es la de Jesús en oración. El Señor, como enviado del Padre, ora siempre. Su oración entra dentro de su ministerio sacerdotal, y, así, vemos que donde aparece con más fuerza orando por todos es en la gran plegaria sacerdotal durante la Última Cena (Cfr Jn 17,1-26), cuando instituye la Eucaristía y el sacerdocio. ¿Cómo no ha de sentirse, pues, todo sacerdote llamado a la intimidad con el Señor en la oración? En efecto, la oración es un elemento esencial en la vida y en la actividad pastoral del presbítero”.
Todas las escuelas de vida, espiritualidad y renovación sacerdotal que se han mostrado fecundas en el tiempo -pensemos, por ejemplo, en la de san Juan de Ávila-, nos han insistido en la vida de oración como elemento fundamental de nuestra existencia sacerdotal. En este tiempo de renovación y en esta hora de llamada confiada y activa a la fecundidad evangelizadora, necesitamos entregarnos más a la oración ¿Sería mucho pedirnos que hagamos cada día una hora de oración personal? Nos hace falta alcanzar una actitud orante y contemplativa en la acción pastoral. Nos apremia valorar cada vez más la Oración Litúrgica de las Horas que hacemos en nombre de la Iglesia y con ella, y no tener pretexto para dejarla en ninguna de sus partes (es un deber de justicia que se nos encomienda al ordenarnos de diáconos). Y no dejemos ni los días de Retiro espiritual mensual, en el arciprestazgo o en la Vicaría, ni los Ejercicios Espirituales cada año, celebrados en clima de silencio y de abundante oración.
Observo con dolor y preocupación, permitidme que así lo exprese con toda sinceridad, que son muy pocos los sacerdotes de nuestro presbiterio que hacen todos los años ejercicios espirituales: las tandas de ejercicios organizadas por la diócesis son muy poco concurridas. Así no podemos avanzar; esto así, como dice el Papa Francisco, “no va”, no puede ir. Hemos de revisarnos en esto y cuidarlo. Habrá que ver cómo con la Delegación diocesana del Clero, con los Vivarios, con los Arciprestes, con el Presbiterio todo, mejoramos en este punto. Es muy decisivo para muestro futuro. Si no mejoramos seremos carne de cañón para el desánimo, la apatía, las inercias y la indiferencia. Es algo que en este Año Eucarístico y Año de la Misericordia nos hemos de preocupar con toda seriedad y confianza en el Señor y en su ayuda.
Y muy relacionado con esto, los retiros espirituales mensuales. También podemos y debemos mejorar en esto; habrá que ver cómo lo hacemos. Pero no podemos continuar caminando por una cuesta abajo que nos conduce a la nada.
Pues bien, queridos hermanos y amigos sacerdotes: estamos todavía en los comienzos del año nuevo y el Señor nos invita a cambiar y mejorar, porque su amor, el amor a los hombres, el ardor y celo pastoral que reclama la urgencia perentoria de una nueva evangelización, nos urge y apremia. Escuchamos en estos momentos lo que el Señor dijo a los discípulos en Getsemaní: “Vigilad y orad para no entrar en tentación”.
¡Ánimo, hermanos!, no desfallezcamos, ni, como les digo con frecuencia a los jóvenes, “bajemos la guardia”. Confiemos en Dios y confiémonos a Él, sigamos a Jesucristo en la oración y a su Santísima Madre, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo en nosotros que es quien nos lleva, como Maestro interior, a renovar y fortalecer nuestra vida interior, la vida Espiritual.
Que Dios os bendiga y os conceda su favor. Con mi agradecimiento y plegaria, recibid un abrazo fraterno.
Valencia, 22 de enero, 2016, Fiesta de San Vicente, Mártir
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia
PD. Y lo que digo a los sacerdotes, lo digo también a toda la comunidad diocesana, fieles cristianos laicos, personas consagradas. Sin un fortalecimiento de la fe y de la vida espiritual e interior, imposible sin la oración, no podremos evangelizar como nos urge y apremia la fe y la caridad.