Antonio Díaz Tortajada
Delegado episcopal de Religiosidad Popular
El camino de la fe en nuestro tiempo es puesto a prueba. Muchos cristianos dicen que su oración y su fe son dañadas por el silencio de Dios. Dicen, como el pequeño Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, pero no reciben respuesta
En estas circunstancias debemos optar por penetrar en el sentir de Jesús ante el silencio de Dios-Padre mientras el agonizaba en la Cruz. Por otro lado esta opción nos lleva a querer entender también el silencio de Dios ante tantos acontecimientos crueles y violentos en nuestro mundo. Me pregunto, ¿fue realmente un abandono el que sufrió Jesús en la cruz? Eso parece que fue lo que sintió Jesús mientras oraba en el huerto y, más aún, en el calvario.
Cuando miramos tanto dolor a nuestro alrededor también nos surge esa pregunta, ¿Nos ha abandonado Dios? ¿O qué está pasando con la humanidad, con su relación con Dios, se siente abandonada o es ella quien quiere vivir alejada de Él o peor aun excluir a Dios de sus vidas? ¿O es que en el misterio de la Cruz Dios nos quiere gritar algo con su silencio?
Y Cristo fue crucificado… la muerte más horrenda la padeció el Justo, el que vivió haciendo el bien, el Hijo de Dios. Jesús sube a Getsemaní, al Huerto de los Olivos en compañía de Santiago, Pedro y Juan, van a orar; comparte con ellos sus sentimientos de tristeza y miedo. Se retira solo a orar y postrado en tierra decía: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”.
Jesús siente miedo, está aterrado, suda sangre como lo manifiesta el evangelio de Lucas; lucha consigo mismo, contra sus miedos y angustias; sus amigos duermen mientras Él sufre la agonía de su muerte. Su Padre no va a evitarle el dolor de la muerte. Dios está en silencio, pero él lo ama profundamente y quiere ser fiel hasta el final; ora para no claudicar.
En ese aparente silencio de Dios, hay algo que fortalece a Jesús para no declinar, para llegar al final, para aceptar la voluntad de Dios. Sí, parece que Dios está en silencio, pero está ahí, presente en la ausencia, consolando en el silencio, dando fortaleza en la debilidad…ora con más insistencia; Jesús sale fortalecido para consumar su entrega.
De camino al Gólgota, lugar de ejecuciones; los insultos, la burla, los azotes, el inmenso dolor de su Madre, la ausencia y hasta la negación de sus amigos, el Cirineo que fue obligado a ayudarlo y la Cruz, fueron su compañía.
Jesús, aquél hombre que pasó su vida preocupado y ocupado por los demás; el que se parcializó con los más necesitados; el que se dedicó a su defensa, a devolverles su dignidad de hijos amados profundamente por Dios; el que enseñó cuál era el plan de Dios para el hombre, hecho a su imagen y semejanza; el que se enfrentó a los que en nombre de Dios ostentaban el poder; el que denunció la opresión y las injusticias ¡aquél hombre! quiso llegar hasta el final al que lo condujo su forma de vida.
Llegada su hora, Jesús es crucificado, se reparten su ropa, le ponen un inscripción con el motivo de su condenación: “El rey de los judíos”, lo crucifican entre malhechores, lo insultan, se burlan: “Salvó a otros y así mismo no puede salvarse”; llega su hora y con voz fuerte grita: “Eloí, Eloí ¿lamá sabaktaní?; que quiere decir “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” ¿Jesús experimenta el abandono de su Padre-amoroso? ¿Fue un grito de reproche? O ¿qué quiso decir realmente Jesús?
En el Evangelio de Mateo y Marcos encontramos la exclamación “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has a abandonado?”. Marcos nos presenta a un Jesús que ha sido abandonado por Dios, por sus discípulos, muere en manos del mal, sin ninguna ayuda, muere en el fracaso rotundo.
En Lucas Jesús dice: “Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu”, es decir que Lucas nos muestra a un Jesús mártir que pone su vida en manos de Dios, la entrega a Él. En Juan, Jesús dice: “Todo está cumplido”, Jesús manifiesta así el sentido de pertenencia al Padre, Tú eres mi Dios.
A nuestro pueblo, le dice mucho la expresión de Marcos, pues se siente identificado con Jesús en el sufrimiento, en la soledad y en el abandono en el que se siente rodeado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Siente que su cruz es muy pesada, que ya no puede más y le reclama a Dios, que a pesar de su ocultamiento, de su silencio que muchas veces no alcanza a comprender, pero en el fondo sabe que está ahí, a su lado y que es al único que realmente le interesa y le duele su dolor y que le dará la fortaleza que necesita para resistir, para luchar contra las dificultades y luchas de cada día. Dios es su única esperanza, su consuelo, por eso tantas denominaciones de Jesús encontramos en nuestra religiosidad popular y mayoría tienen que ver con la imagen del Cristo, del Crucificado.
Marcos expresa de manera más específica el sufrimiento de Jesús ante la muerte, expresa también la discontinuidad teologal entre la muerte y la vida de Jesús. Ya que Jesús durante su vida se pasó anunciando la venida inminente del Reino de Dios, pero en la Cruz, ya no se vislumbra nada, parece que todo se ha perdido, hay silencio, hay fracaso, parece más bien que triunfa el antirreino. También podemos notar la discontinuidad de la relación de Jesús con su Padre, ya que en esos últimos momentos, se dirige a Él como Dios, ya no le llama Abbá, ¿se ha roto la unión de Jesús con Dios?
Muchos interpretan el abandono de Dios en forma metafórica, pues con estas palabras de abandono inicia el salmo 22. Se dice que Jesús no habla en nombre propio, sino en nombre de toda la humanidad que ha sido abandonada por Dios, por tanto la queja de abandono no es de él sino de los pecadores.
Cabe decir entonces, que es difícil entender y más aún tratamos de encontrar justificaciones para ese aparente o real abandono de Dios en la Cruz de Jesús, pues nos cuesta aceptar que esa haya sido la manera más acertada de que Dios-Padre nos mostrara su amor. El cristianismo trata de domesticar, de suavizar lo que en realidad sucedió muy cruentamente.
En las cartas paulinas encontramos material que nos dan luces para entender esta gran interrogante ¿por qué Dios abandonó a Jesús en la cruz? “Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. “Gustó de la muerte, para bien de todos”, “el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”. Responder a un por qué es sencillamente imposible, pero entender dónde está Dios mientras a su Hijo lo crucificaban podemos leerlo en la carta de Pablo a los corintios:“Pues en Cristo Dios reconciliaba al mundo con él” Con esta frase Pablo hace referencia a la unión de Dios con Jesús, como lo afirma también Juan: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, entonces si Dios está en el Hijo, el Padre sufre con el Hijo, experimenta su dolor, su cruz, podemos decir sin temor a equivocarnos que ¡Dios no ha abandonado a su Hijo!, ¡está con Él, en su agonía, en su sufrimiento, en su muerte…!
Entonces, en el misterio de la Cruz, la ausencia de Dios se hace presencia, su silencio se hace un grito de amor, de amor hasta el extremo de la Cruz, donde el signo del amor, es precisamente la Cruz.
A veces nos preguntamos por qué una muerte tan cruenta, una muerte en Cruz.., la respuesta a esto ahora la vemos más sencilla, era la forma de uno de los castigos horrendos que se utilizaba en su época. La muerte de Jesús fue la consecuencia de su vida, del estorbo que significó su vida para los poderosos de su tiempo.
Entonces podemos decir que Jesús no muere en el abandono, ¡no! Se entrega al misterio de la Cruz, sin perder la esperanza puesta en aquél que anunció durante su vida, en aquél al que tanto amó, en Dios-Padre.
La Cruz en sí misma no es grandeza, pero la cruz asumida por amor se convierte en signo de esperanza, en un signo de lo que el amor es capaz de hacer y en ese aparente abandono de Dios, Jesús permaneció creyendo y amando a su Padre, que lo Resucita vencedor, declarando así el triunfo de la justicia sobre la injusticia, de la vida sobre la muerte.
Dios, que es amor, vence al enemigo con amor. Aunque nos cueste comprender, con su ocultamiento Dios nos grita que nos ama, que nos ama tanto que respeta nuestra decisión de amarlo o rechazarlo y desde ese punto de vista podemos entender que el amor hace de Dios un Dios vulnerable, capaz de sufrir por nuestro rechazo, por nuestro alejamiento.
Reconocer que Dios sufre con la muerte de su Hijo, es aceptar que Dios se anonadó, se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, la encarnación por amor y con amor hacen de Dios un Dios con nosotros, para nosotros, que se solidariza, pues conoce el sufrimiento.
Y no es que Dios ame el sufrimiento, pero nos hizo libres, nos dio inteligencia y capacidad de decisión, y Dios respeta esa libertad que el mismo nos dio, aunque nos equivoquemos.
Si Dios calla ante el dolor es porque él mismo padece y hace suya la causa de los martirizados y de los que sufren. El dolor no le es ajeno; pero si lo asumió no es para eternizarlo y dejarnos sin esperanza, sino porque quiere poner fin a todas las cruces de la historia.
De allí que la Resurrección del Crucificado significa también esperanza para los oprimidos, para los que sufren. Reconocer a Dios en la Cruz, nos tiene que comprometer a ser como Él, solidario con los que sufren, a sentir con ellos, a ser uno de ellos. Hacerse cargo de Dios en la Cruz, tiene que ir acompañado de cargar con la Cruz y de encargarse de los crucificados.
El silencio de Dios, en la cruz de Jesús y en los acontecimientos duros de nuestra vida, nos lleva a ver como un querer de Dios el sufrimiento, el dolor, la muerte, y decimos fácilmente: “Dios lo quiere así”, “ todos tenemos una cruz que cargar”, “ si pasó así es porque Dios así lo quiso”, “ la vida es puro sufrimiento” o peor aún “es castigo de Dios”, “son pruebas que Dios nos manda para ver si perseveramos en la fe”, etc. Como que le dejamos toda la responsabilidad a Dios y no asumimos la nuestra, como que nos acostumbramos a la Cruz tanto que ésta ya no nos cuestiona, más bien permitimos que nos las impongan, o la imponemos a otros y no nos revelamos contra ella, asumimos que Dios quiso que Jesús muriera en la Cruz por nosotros, como para aplacar su ira y que así nos perdonara.
Por otro lado está el concepto del Dios omnipotente, resolvedor de nuestros problemas, que debe cubrir nuestras necesidades, evitarnos el sufrimiento y cuando no nos responde como nosotros queremos, renegamos de él, dudamos de su existencia.
A la Iglesia le falta anunciar con obras y palabras de manera creíble el amor de Dios como lo anunció Jesús, y que ese amor tuvo su máxima expresión en la Cruz, de tal manera que nos sintamos movidos a proseguir la obra de Jesús, a comprometernos con la venida del reino que el tanto anunció, a sentirnos comprometidos con los crucificados de nuestro tiempo, a vivir como verdaderos cristianos, que nuestra relación con Dios sea una relación de amor y confianza aún en su silencio, o mejor todavía, que ese silencio de Dios signifique para nosotros la oportunidad de ser su voz, de ser la buena noticia para los descartados de la tierra.
Qué bueno sería, Señor, poder estar entre aquellos que te aman por Ti mismo. Poder estar entre aquellos que soportan tu ocultamiento porque les importa más confiar en Ti que entenderte…; entre aquellos que no intentan encerrar a Dios en sus deseos, sino sólo inclinarse ante su infinitud. Qué bueno sería, Señor, estar entre aquellos que mantienen tu alabanza aun cuando están destrozados, entre aquellos que saben renunciar a lo accidental porque quieren ser libres para lo esencial, entre aquellos que se reconcilian con las preocupaciones de este mundo, porque han oído la llamada del Amor.
Por lo tanto, vivamos la experiencia de Dios: Es fundamental y creadora. Julien Green escribió en su Diario: “No quiero hablarme a mí mismo y creer que es Dios quien me habla. Primero está el silencio de Dios”. ¿Quién de entre nosotros no ha hecho experiencia de este silencio?