Nuestro mundo rural mira con esperanza hacia san Isidro labrador. Nuestros hombres y mujeres del campo les lleva a vivir toda su vida e intentar iluminar los problemas y aspiraciones de sus gentes, sus luchas y sus logros bajo la protección del que pasó muchos años cultivando la tierra, de ahí su vinculación especial con el sector.
San Isidro fue “evangelio vivo de Dios”. Eso sí, nadie nace santo; los santos se han hecho a sí mismos, aunque, más propiamente hablando, habría que decir que dejaron que Dios los hiciese santos, porque no se trata de esfuerzo personal (necesario), sino de la acción de la gracia. Y esa acción santificadora de la gracia actúa en los monasterios y en las calles peatonales. Según toque a cada uno.
En las zonas religiosas y en medio del mundo, tenemos que vivir convencidos de la primacía de lo espiritual sobre lo material, porque un exponente -uno- para medir la calidad de la comunidad cristiana es su capacidad de engendrar santos.
Y se engendran santos cuando no se tiene miedo de hacer el bien y de decir la verdad, cuando nos entusiasma el doble objetivo que señala san Pío de Pietrelcina: la Iglesia y -por ende- todo bautizado debe predicar la verdad y desenmascarar la mentira sin tibieza ni encogimientos. Sin arrogancia, pero sin complejo; sin que sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda, pero también sin esconder la luz bajo el celemín.
Llamada a la santidad
¿Cómo descubrir el heroísmo en la virtud que caracteriza a los santos? Aplicando el principio evangélico “por sus frutos los conoceréis”; así evitaremos confusiones y desorientaciones, y comprobaremos que siguen existiendo -como en todas las épocas- santos, personas que se esfuerzan y rezan para hacerse voluntad de Dios. Existen, y no hay que ir muy lejos para encontrarlos, los podemos tener cerca entre nosotros, tan cerca tan cerca, como la puerta de al lado.
No pasó inadvertida esta frase del Papa Francisco de su exhortación apostólica ‘Gaudete et Exsultate’, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, la clase media de la santidad”.
El Papa recuerda que estamos llamados a la santidad “desde las primeras páginas de la Biblia”. En este contexto, hace referencia a Abraham y a su llamada a caminar en la presencia del Señor y a ser perfecto. Tal referencia no pone de relieve sólo la proto-vocación a la santidad, sino que brinda una dimensión universal a dicha vocación.
De hecho, si seguimos reconociendo en Abraham ‘el padre de todos los creyentes’, podemos reconocer también en esta llamada primordial la vocación de todos los creyentes a la santidad. Esta verdad fundamental viene confirmada por una convicción muy clara: “El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes”. Y justamente, por este motivo, cada cual podría sentirse llamado a este camino.
Por lo demás, para involucrar más a todos, el Papa hace suya la expresión de Joseph Malègue al hablar de “la clase media de santidad” y forja su propio neologismo al invitar a pensar, no solo en los santos canonizados y beatificados, sino también en los de “la puerta de al lado”.
Estos santos son aquellas personas que no hacen la historia, viven de una manera sencilla su vida diaria, pero acogiendo la gracia y haciendo cada cosa bajo la guía del Espíritu Santo. Adondequiera que es posible vivir realmente la unión con Cristo, dejando fructificar la gracia del bautismo, ahí está la santidad. Sin embargo, no existe un modelo de santidad estándar o válida para todos. Todos estamos llamados, pero cada uno tiene que seguir el camino que le conviene personalmente. Hay quien ha recibido el don de vivir la santidad de una manera extraordinaria y excepcional, pero es también posible vivirla sencillamente a través de los “pequeños gestos” de cada día.
Necesitamos, pues, una cierta “conversión” de mentalidad para poder admitir que la santidad, por una parte, no es un asunto exclusivo de los obispos, de los sacerdotes y de los religiosos, sino de todos.
El Papa precisa que no se trata ni siquiera de concebir una vida espiritual separada de la vida cotidiana, una vida de oración separada del servicio. Antes bien, se deben integrar los varios aspectos de la existencia. Por otra parte, la santidad tampoco es una realidad exclusiva de la Iglesia católica, sino que puede existir también fuera de ella. Francisco reasume lo que san Juan Pablo II ya dejó claro al respecto: “El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes”.
El Papa no duda en equiparar felicidad o bienaventuranza con santidad. La verdadera santidad, en coherencia con la gracia de Dios y con su Palabra, es felicidad, bienaventuranza. El contenido de cada bienaventuranza es expresión de la santidad porque brinda el retrato del Dios-santo que se hace visible en Jesús. Es una tarea nada fácil, sobre todo cuando se presta una mayor atención a los detalles de cada una de ellas. Es como un pasar por la famosa puerta angosta del Evangelio. La expresión utilizada por el Papa es: una santidad “a contracorriente”. De paso, observamos que, a la hora de comentar las bienaventuranzas, el Papa nunca parte de un principio dogmático o teológico abstracto. Antes bien, se refiere siempre a experiencias concretas. Esto hace su exposición todavía mucho más accesible. Después, al final de su interpretación, el Papa reformula cada bienaventuranza a su manera y termina repitiendo: “esto es santidad”, confirmando así la equivalencia entre bienaventuranza y santidad.
El papa Francisco habla en su exhortación apostólica ‘Gaudete et exultate’ de “los santos de la puerta de al lado”, pero, ¿quiénes son esos santos “de la puerta de al lado”, es decir, esas personas corrientes como nosotros con algunos de los cuales nos hemos cruzado por la calle o hemos convivido en el trabajo, en el deporte, en la familia, en la diversión?
Un santo de la puerta de al lado
Uno de estos santos es san Isidro labrador, patrón de los agricultores, muy popular en diversas partes del mundo. La santidad no es individualista y, como nos recuerda el papa Francisco en ‘Gaudete et Exsultate’, “la vida comunitaria, sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos”. Por eso miramos a san Isidro en sus relaciones comunitarias y en sus ilustrativos detalles.
San Isidro es “un santo de la puerta de al lado”, como nos dice el Papa Francisco: vivió como discípulo de Cristo y anunció el Evangelio como esposo, padre, vecino y trabajador en el Madrid de siglo XII.
En primer lugar, no podemos pensar en este santo sin acordarnos de su esposa, santa María de la Cabeza. Tenemos aquí una muestra luminosa de que, como escribe el Papa, “hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge”. Además, esta figura femenina nos hace recordar y valorar a las mujeres campesinas, que en no pocas zonas de la tierra son víctimas de diversas discriminaciones y situaciones que las humillan. Al mismo tiempo, numerosos ejemplos muestran que las mujeres rurales son los verdaderos artífices del desarrollo de sus hogares y del progreso de sus comunidades.
Uno de los episodios más conocidos de la vida de san Isidro se refiere a cómo los ángeles acudían a ayudarle en su trabajo. Los ángeles son mediadores de Dios y su figura nos hace valorar la importancia de las mediaciones. Tanto la ayuda mutua como los avances técnicos son importantes en el mundo rural. Desde el arado romano al tractor moderno, pasando por los fertilizantes, los sistemas de riego y otras innovaciones, debemos reconocer en estas ayudas otras tantas mediaciones para acercarnos al plan de Dios sobre la humanidad. Por eso mismo hemos de cuidar que esos medios no se conviertan en malos ángeles que atrapen la libertad, provoquen contaminación, generen dependencias, lleven a deudas desmesuradas y, en definitiva, lastren el desarrollo sostenible y la vida buena.
Otro ejemplo nos lleva a la escena de san Isidro con los bueyes que araban su campo. Esta imagen permite vincular agricultura y ganadería en una visión armónica. Desde los tiempos de Caín y Abel hasta nuestros días, las relaciones entre campesinos sedentarios y pastores nómadas no han estado exentas de conflictos, muchas veces de carácter étnico y motivadas por el control de los recursos naturales. También en este punto, el ejemplo y la intercesión de san Isidro pueden ayudarnos a cuidar la casa común, ya que “la interdependencia nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común”, lo cual incluye “programar una agricultura sostenible y diversificada”, dice el Papa en la encíclica ‘Laudato si’’.
La figura de san Isidro, por otra parte, nos trae a la mente la importancia del relevo generacional en el mundo de la agricultura. La especulación en los mercados agrarios, la globalización, el desigual reparto de los beneficios a lo largo de la cadena, la liberalización de las fronteras comerciales, así como los altos costes de producción y de las materias primas, han cooperado a que se produzca una falta de rentabilidad en el sector agrícola, impulsando a muchos jóvenes al abandono de sus tierras. Para invertir esta tendencia es fundamental incentivar en las nuevas generaciones el amor al campo y al cultivo de la tierra. Y ofrecerles una adecuada formación, así como acceso a la tierra y al crédito.
‘Ora et labora’
Digamos unas palabras sobre san Isidro labrador y Dios. Hombre de piedad sincera y espiritualidad recia, su vida es un ejemplo contra “la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración”. La espiritualidad del trabajo campesino muestra que el “ora et labora” no es exclusivo de los monjes ni de las personas cultivadas; es también propia de los laicos, incluyendo los labradores como san Isidro y santa María de la Cabeza.
Finalmente, recordemos la cantidad de personas que, a lo largo de la historia y aún hoy, se han encomendado a la intercesión de san Isidro ante dificultades como el hambre o la sequía. “No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo”, dice el papa Francisco en ‘Gaudete et Exsultate’. Porque la vida de san Isidro muestra que “la oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor”. Esto es algo que el pueblo sencillo ha sabido captar con nitidez. Por eso acude confiado a la oración, en medio de sus luchas, anhelos y adversidades.
Que la evocación, en nuestros pueblos rurales, de este santo afiance en nosotros el deseo de custodiar la tierra, nuestra vocación de ser solidarios y compartir los recursos que hallamos en la casa común que a todos nos acoge. Que su figura nos estimule a estar cerca de los campesinos y sus problemáticas. Que su intercesión, en palabras de san Juan XXIII en la ‘Mater et magistra’, nos mueva a realizar “esfuerzos indispensables para que los agricultores no padezcan un complejo de inferioridad frente a los demás grupos sociales; antes, por el contrario, vivan persuadidos de que también dentro del ambiente rural pueden no solamente consolidar y perfeccionar su propia personalidad mediante el trabajo del campo, sino además mirar tranquilamente el porvenir”.
Pongamos el acento en esta clase de santidad que es dignificar a aquellas personas anónimas que no escribieron historia: simplemente trabajaron y pasaron por la vida y -porque se sabían pecadores- aceptaron la salvación en esperanza, personas discretas o desconocidas, pero que acogieron la gracia de la llamada a la santidad y la vivieron en la cotidianidad.
El mundo rural mira desde su religiosidad popular a este hombre humilde y sencillo, que en palabras de san Juan XXIII “aparece ante los agricultores y campesinos como ejemplo luminoso, simultaneando con las faenas del campo, que realizaba diligentemente, el ejercicio eminente de la obediencia y de la caridad”.