Antonio Cañizares Llovera
Cardenal arzobispo de Valencia
En días pasados, en la Universidad Católica de Valencia, se celebró un interesante coloquio con gentes de Universidad, mundo de la cultura y de la política, gentes de la empresa y de la economía, gentes de Iglesia sobre fe y cultura, situándonos, en la medida de lo posible, en Valencia y en Europa, y ciñéndonos a la reliquia del Santo Cáliz de la Cena que se conserva cuidadosamente la Catedral de la Diócesis valenciana, como un elemento a tener en cuenta en nuestros días para el encuentro entre la fe y la cultura.
Se adivinaba en el trasfondo de este encuentro que Europa necesita un inmenso esfuerzo de construcción cultural y social. La Iglesia es consciente de que una Europa con una crisis de identidad caminaría sin rumbo y hacia su propia destrucción. Yo mismo afirmé en algún momento, tomando palabras de Juan Pablo II que, “en el proceso de transformación que está viviendo, Europa está llamada, ante todo, a reencontrar su verdadera identidad. En efecto, aunque se haya formado como una realidad muy diversificada, ha de construir un modelo nuevo de unidad en la diversidad, comunidad de naciones reconciliada, abierta a los otros continentes e implicada en el proceso actual de globalización. (…) En el proceso de integración del Continente, es de importancia capital tener en cuenta que la unión no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica, pues ha de consistir ante todo en una concordia sobre los valores que se exprese en el derecho y en la vida”.
Según el segundo párrafo del preámbulo de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, “en la conciencia de su herencia religioso-espiritual y moral, la Unión se fundamenta sobre los valores indivisibles y universales del ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho. Al instituir la ciudadanía de la Unión y crear un espacio de libertad, seguridad y justicia, sitúa a la persona en el centro de su actuación”.
“Conscientes de que Europa es un continente portador de civilización, de que sus habitantes, llegados en sucesivas oleadas desde los tiempos más remotos, han venido desarrollando los valores que sustentan el humanismo : la igualdad de las personas, la libertad y el respeto a la razón. Con la inspiración de las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, cuyos valores, aún presentes en su patrimonio, han hecho arraigar en la vida de la sociedad el lugar primordial de la persona de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto al Derecho”.
¿Quién va a negar estos valores? Por supuesto, no será la Iglesia, máxime cuando la raíz y la cuna de estos valores es fundamentalmente cristiana, sin negar tampoco otras raíces que el mismo cristianismo asume y ensancha. “Es importante en principio la incondicionalidad con la que la dignidad y los derechos del hombre aparecen aquí como valores que preceden a todo derecho estatal. Günter Hirsch ha recalcado con razón que esos derechos fundamentales no son ni creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que ‘más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores’. Esta vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza del ser humano; la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza con Dios conferida por Él al hombre” ( J. Ratzinger). Ciertamente, podría decirse, de alguna manera, que así se protegería “un elemento esencial de la identidad cristiana de Europa en una formulación comprensible también para el no creyente” (Ibid).
Pero pienso que sería necesario ir más allá para el bien, perpetuación y consolidación cada vez mayores de Europa y de la democracia en que se apoya. Es propio de la democracia, y de la Europa que la asume como instrumento para su realización, el derecho y la justicia no manipulables al arbitrio de los poderes. El reconocimiento y valoración de la razón y de la libertad, que están en la entraña misma de Europa por la herencia griega y cristiana, sólo pueden tener consistencia como dominio del derecho. “La limitación del poder, el control del poder y la trasparencia del poder son los constitutivos de la comunidad europea. Se presupone necesariamente la no manipulación del derecho, el respeto de su propio espacio intangible. Se presupone igualmente lo que los griegos denominaban como eunomía, es decir, la fundamentación del derecho sobre normas morales”.
La democracia, en efecto, patrimonio preciado de Europa como ordenamiento de la sociedad y expresión en su realidad más genuina del “alma” europea, se asienta y fundamenta en unos valores fundamentales e insoslayables sin los cuales no habrá democracia o se la pondrá en serio peligro. “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana” (Juan Pablo II Centessimus Annus, 46).
En dicho coloquio sobre fe y cultura hubo una intervención muy importante y bella, ceñida al tema concreto sobre “el Santo Cáliz de la Cena como elemento de encuentro entre la fe y la cultura en Valencia, que fue de Dª Mónica Oltra y que dijo así o muy parecido: “El Santo Cáliz de la Cena es signo identitario de la comunidad valenciana y debería seguir siendo pues en él encontramos amor, fraternidad, igualdad en la diferencia, paz y reconciliación, liberad y humanismo, alma de nuestra cultura valenciana, de ese humanismo que Valencia difundió y que habríamos de mantener”.