16-02-2017
Hermanos: Ante la muerte de nuestro muy querido D. José, proclamamos una fe que confiesa, gozosa, que Cristo nos ha incorporado a su resurrección gloriosa, vencedora de la muerte, en la que ha triunfado el amor infinito de Dios y su misericordia, y en la que brilla la gloria de Dios manifestación de su suprema belleza, esa belleza que siempre buscó, gozó y comunicó en la música D. José.
En el libro de los Hechos, en un pasaje, se nos dice: «Los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor». Con mucho valor también nos ha dado testimonio D. José porque él ha mostrado y dado testimonio de dónde se encuentra lo valioso verdaderamente -Dios, su amor sin límites, su bondad que nunca se agota, su verdad y belleza suprema que refulge más que el sol-; nos ha mostrado, en efecto, ese testimonio D. José en una vida entregada a la música religiosa y sagrada, como ministerio, desde antes de ser sacerdote y a lo largo de su prolongada vida sacerdotal. Él, en efecto, nos ha dejado ese testimonio de resurrección y de vida, de eternidad en la música y a través de ella. Una manifestación rica y variada de música en composiciones, dirección, interpretación, casi siempre y sobre todo para la liturgia, y más aún para la Eucaristía o en relación con la Eucaristía.
Estamos celebrando precisamente la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, de su Misterio Pascual de su muerte y de su resurrección, manifestación suprema del amor y belleza de Dios. A este propósito nos recuerda bellamente el Papa Benedicto XVI, otro gran enamorado de la música, porque es un gran enamorado de Dios, -también D. José lo era-que «Jesucristo nos enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio Pascual de Jesucristo» (Benedicto XVI), que se actualiza en la Santa Misa que con tanta devoción celebró siempre D. José todos los días y a la que dedicó lo mejor de su vida, para realzar aún más si cabe esa belleza con la música que tan delicadamente interpretó y realizó.
La música no fue para D. José un elemento decorativo en la liturgia sagrada, sino que comprendió desde muy pronto y ratificó hasta muy tarde, que estaba en la entraña misma de la Liturgia, como una de las expresiones más bellas de la belleza. «La belleza de la liturgia -por tanto la mejor música en ella- cito de nuevo a Benedicto XVI, es parte del Misterio Pascual que la Eucaristía acontece; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo a la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos. La belleza no es un elemento decorativo de la acción litúrgica es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza» (Benedicto XVI). Es lo que intentó y logró sin duda D. José a través de la música en la liturgia; se comprenden incluso algunos enfados suyos cuando consideraba que era insuficiente la atención o la calidad en la música: él mismo me decía «para Dios lo mejor», y «de Dios viene lo mejor que es la buena música». Este es el testimonio que él nos deja, testimonio de la suprema belleza del Misterio Pascual de Cristo que acontece en la Eucaristía y se ofrece a los creyentes para ser participado.
Los apóstoles no podían menos de contar lo que habían visto y oído, del que dan testimonio; tampoco D. José. Esto es lo que nos toca hoy, y sin esto no tiene razón de ser nuestra existencia de cristianos. Ese testimonio, esa fe es lo que salva al mundo. Esa fe es la victoria sobre los poderes del mal, la que derrota la muerte y el odio; en esa fe está el futuro del hombre, la paz entre los pueblos, el perdón para las gentes, que es el futuro del hombre y de la sociedad. Esa fe fundamento para la esperanza de la Iglesia, la raíz de un amor que se entrega todo por encima de los poderes de muerte, que lleva a un verdadero compartir, a un mismo pensar y sentir entre los que lo reconocen, a una verdadera unidad, como es siempre la música, a una humanidad hecha de hombres nuevos que se aman de verdad, que aman de verdad como los músicos de raza como lo fue D. José.
La fe en la resurrección resume lo más fundamental de la fe en Dios. Él es «el que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos». En la resurrección, Dios Padre, de una vez por todas, nos ha manifestado que Él es Amor y Señor de la vida, Dios de vivos y no de muertos. El es la vida misma que agracia con su vida a los hombres y la felicidad creadora de quien podemos fiarnos incondicionalmente en cualquier callejón sin salida. Ahí tenemos la luz de la verdad y de la belleza que ilumina toda la misión eclesial. Nosotros mismos somos testigos, por la resurrección Jesucristo, de que Dios no abandona al hombre definitivamente, y, así, de la verdad del hombre. Dios, en efecto, que en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo deja ni lo dejará en la estacada por muy sin salida que se encuentre. La resurrección de Cristo es la manifestación plena de la misericordia de Dios: en ella han sido vencidas para siempre las fuerzas del mal.
Conviene recordarlo en estos momentos de la Eucaristía que ofrecemos en sufragio de D. José, dedicados expresamente a reconocer, proclamar, agradecer y alabar la misericordia de Dios; conviene recordarlo, además, y recordarlo de manera especial, en los tiempos que corremos, porque el siglo XX, y los comienzos del XXI, «a pesar de todos los avances indiscutibles están siendo marcados por el ‘misterio de la maldad’ de modo particular» (Juan Pablo II). Siguen las tribulaciones, de las que nos habla Juan en el Apocalipsis, siguen las heridas abiertas de Jesús crucificado. Pero, sigue irrevocablemente el reinado y la esperanza de Jesús, vencedor de toda muerte y de toda destrucción, “El es el primero y el último, es el que vive. Estaba muerto, y vive por los siglos de los siglos, tiene las llaves de la muerte y del infierno”.
Dios, en Jesucristo, el Señor, es siempre nuestra esperanza, porque es rico en misericordia, su misericordia lo llena todo y no tiene fin. Esta esperanza brota de la resurrección de Jesucristo, es su verdadera garantía y certeza, es donde se hace realidad viva y se nos otorga a la humanidad entera la liberación, cuya fuente y esperanza se encuentra precisamente en la misericordia de Dios. «Es necesario que este mensaje llegue a todos, especialmente a quienes parecen perder la dignidad humana bajo el misterio de la maldad. Ha llegado la hora de que el mensaje de la Misericordia Divina, de la belleza suprema de la misericordia divina que la música sagrada busca interpretar, llene los corazones de esperanza y se convierta en la chispa de una nueva civilización del amor» (Juan Pablo II), transida de esperanza en la resurrección de los muertos que pedimos alcance nuestro hermano y amigo D. José, siervo fiel al que confiamos que habrá escuchado aquellas palabras tan consoladoras del señor: «Entra en el gozo de tu Señor».